lunes, 20 de diciembre de 2021

DESTINO

 Ha transcurrido mucho tiempo y sigo obsesionado con esa puerta. No hago más que recordar. El calor húmedo pegoteado en mi frente, el peso de la navaja en el bolsillo de mi pantalón, los minutos previos al epílogo sangriento. Recorro con mis dedos las vetas en la madera lustrada, la ordinariez de una puerta que me separa de ella. Almaceno el odio, disfruto de mi extravío. Mi mano criminal insertando la llave. Me detengo por unos segundos, sorprendido al ver parte de mis ojos reflejado en la mirilla, como un aviso, una denuncia de la locura que encierran.

Ella está esperándome. Su rostro entumecido por el miedo, sus brazos acodados a la espalda, apoyados en un mueble. Sus labios tiemblan cuando habla de separarnos, de que ya no resiste, de mis celos enfermizos. Mis dientes se prensan triturando reproches, yo sé que me engaña con algún otro, pienso en un tango, pero mi música interna es mucho más trágica. Macabra. Ya no tolero que me traicionen, que se rían de mí, que me humillen. Veo la mentira en sus palabras, en su estudiada condescendencia. Veo los mil momentos en que fui un trapo de piso, en que fui muy poco para ellas. En que fui nada. Pero aún la nada tiene vida y se rebela. Mi puño se estrella en su quijada de porcelana enviándola al piso. Se toma la cara, angustiada, me pide que no siga, que ya no, que ya me ha denunciado en la comisaría de la mujer, que ha ido con una amiga. Mi furia, como ajena a mí, extrae la navaja y la despliega. Ella… ¿Cuál era su nombre?, curiosamente es lo único que no recuerdo, ella abre grande la boca, tarda en salirle el grito. Nada me detiene. Me acerco blandiendo la hoja afilada, lista para el degüello. Quisiera contenerme. Quisiera alguna palabra que me haga soltar el arma, algún perdoname, te quiero a vos, nunca te engañé, pero ella sólo grita su espanto al ver mis ojos frente a los suyos. De pronto un estampido, un dolor agudo escarbando mis entrañas. Caigo de espaldas.  Luego de un momento, veo el revólver que sostiene con las dos manos. Lleva puesta una sonrisa tiesa y la desesperación en el gesto.

La muerte me ha deparado la más sutil de las torturas. La de repetir ese momento hasta el infinito, tratando de cambiar el desenlace, de buscar otra salida que me libre de un final tan absurdo y trágico. O peor aún, inútil. Pero no se puede borrar lo que ha sido escrito. No hay tinta más indeleble que la que uno ha plasmado en sus actos. Y es así que permanezco por toda la eternidad, tirado boca arriba, viéndola soltar el arma, arrodillándose junto a mí para llorar con sus labios temblorosos, herida de venganza y pena.

Yo también siento pena. Nada de dolor físico. Solo algo de frio, y esa tenebrosa, inanimada pena. Fue lo último que sentí hasta que todo se apagó. Desde entonces vago por las diferentes escenas de mi vida, como en una película incomprensible que siempre se detiene junto a esa puerta, frente a la mirilla que devuelve mis ojos acechantes. El último aviso. Pude haber arrojado esa navaja muy lejos. Pude haber escuchado sus palabras, haber creído en su dolor, haber entendido el mío. Pude haberla amado.

No fue el destino, sino mi arbitrio sellado en el tiempo lo que me condena.

 

Eduardo Goldman     

domingo, 1 de agosto de 2021

UN CAMINO SECO Y POLVORIENTO

Fabián Hernández nunca tuvo en claro los motivos de su elección. Ser policía distaba mucho de la carrera de su padre, ingeniero agrónomo, y más aún de la de su madre, que se desempeñaba como médica de guardia en cuanto hospital requiriese de sus servicios. Cierta vez, la psicóloga de la institución le había dicho que su vocación policial tenía que ver con el fatal accidente en la ruta que le cercenó la infancia, privándolo de sus padres. De alguna manera, ser policía se constituía en un acto simbólico, reflejo de un deseo subyacente por restaurar lo perdido. Buscaba recomponer el orden, la sacralidad de las leyes, la inmutabilidad de las normas que un irresponsable al volante había violado propiciando la tragedia. Odiaba a ese camionero que jamás llegó a conocer, y tomó conciencia de ese odio que lo llagaba por dentro cuando mató por primera vez. Fue en un tiroteo con motochorros, dos pájaros de cuenta que habían dejado inconsciente a una anciana tras robarle la cartera. El aviso oportuno de un comerciante lo puso en alerta. Los enfrentó. Intercambiaron disparos y su puntería fue más certera. Al ver los cadáveres bajo la moto sonrió. No se dio cuenta, pero sonrió.

 

A pesar de los vanos intentos de un fiscal ambicioso, no hubo cargos en contra de Fabián. Los delincuentes estaban armados y habían gatillado, según la básica observación de los hechos. Los peritajes no tomaban en cuenta una sonrisa. Sin embargo, los jefes decidieron que el oficial tomara algunas sesiones con la psicóloga, para que todo quedara prolijito. De aquella abúlica relación terapéutica, Fabián extrajo solo una cosa en limpio, un secreto al que ni la joven licenciada pudo acceder. Fabián Hernández le había tomado el gusto a matar.

 

Fueron otros dos tiroteos en los que abatió a delincuentes de alta peligrosidad. Ése era su requisito, tenían que ser hampones armados y en lo posible de amplios antecedentes, a los que sabía dónde buscar. El perfecto maquillaje para su sed de sangre, el aura de un tenaz justiciero, como Charles Bronson en El Vengador Anónimo, sólo que él no sabía realmente de qué se estaba vengando. Se jugaba la vida en la búsqueda de un placer mortuorio. Aniquilar malditos lo aliviaba en cierta región de lo profundo, le concedía un efímero sosiego, como el porro en una noche de insomnio. Tras cada matanza, sobrevenía la calma, una fatiga dulce que  le desentumecía los músculos, lo aplacaba. Siempre amparado en el cumplimiento del deber, bajo la sombra de lo estrictamente legal, disparos en defensa propia, inatacables, invulnerables. Fue así que ningún fiscal se atrevía a tocarlo, y así también alcanzó el grado de inspector con todos los honores del cuerpo.

 

Pero un día fue demasiado lejos. Quizás porque vio a ese perro muerto en la calle, al parecer atropellado y olvidado como una bolsa de basura caída del conteiner, algo que lo sacudió más allá de la memoria. Un dolor añejo que se le enredaba en la garganta. Un recuerdo intermitente, como el parpadeo de un tubo de luz a punto de agotarse. La imagen del perro que acompañó su niñez. Un cuzquito peludo y blanquecino llamado Tomy, acompañándolo en sus juegos solitarios, mitigando su tristeza, protegiéndolo de las pesadillas al pie de la cama. Sacudió la cabeza, espantando imágenes reveladoras. Irrumpió sin pensarlo en esa guarida de narcos y asesinos. Los sorprendió en medio de una transa, el olor avinagrado a heroína mal cortada, al menos cinco delincuentes. Gritó: ¡Policía! No como una fórmula disuasiva, sino como un desafío. Una llamada al combate. Su primer disparo abortó para siempre la flexión de una mano al extraer la Colt. De inmediato perforó el entrecejo de un grandote que lo buscaba con el caño de su arma. Quedaban tres. El juego de parapetarse entre los distintos muebles desvencijados de la casona. Al tercero lo alcanzó cuando asomaba la cabeza junto a su mano armada, el quejido apagándose confirmaba el impacto. El cuarto escapó del lugar, lo oyó correr hacia la salida. El quinto, en cambio, se puso de pie y arrojó su revólver, entregándose. La lógica de Fabián hubiera sido dar por terminada la batalla, un hombre desarmado no representaba el enemigo deseado. Pero había algo en ese hombre que lo exasperaba. Puede que su cuerpo trabajado por horas en algún gimnasio de cuarta, o la breve cicatriz que le bajaba del ojo hasta el pómulo derecho, o su pelo entrecano cortado casi al ras. Algo en Fabián lo impulsaba a mantenerlo en la mira de su Browning, sin despegar su indeciso dedo del gatillo, listo a disparar ante cualquier movimiento sospechoso. No tuvo tiempo de sacar el celular para pedir un patrullero. Sintió el estampido y un dolor agudo, punzante, que se abría paso atravesándole la espalda. Luego la sensación de que todo daba vueltas. Sus piernas doblegándose y la caída final. Lo último que vio fueron sus propios dedos enredados en la Browning. 

 

Al despertar tenía las uñas clavadas en la tierra seca. Abrió un poco los ojos. El reflejo del sol le peregrinaba sobre los párpados. Tomó una bocanada de aire. No sentía dolor en la espalda y bendijo al inventor del chaleco antibalas. Se incorporó hasta quedar sentado sobre el camino polvoriento. Se preguntó qué diablos hacía en ese lugar, sin duda un paraje despoblado en el interior de la provincia. Apenas unas casitas en la lejanía. Unos pocos árboles al borde del camino. Prácticamente, la nada misma. Buscó su celular en los bolsillos aún sabiendo que no iba a encontrarlo, tampoco tenía la Browning, era lógico. Lo que no alcanzaba a comprender era el motivo por el que no había sido rematado. Quizás, elucubró, lo daban casi por muerto y les pareció buena idea dejar el cadáver fresquito muy lejos del barrio. Quizás. Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un delincuente. Se puso de pie para mirar a uno y otro lado del camino, tratando de divisar algún vehículo que pudiera acercarlo a una estación de servicio. Su desazón fue acompañada por la danza errática de un remolino de polvo. 

 

Fue entonces que escuchó el gruñido. Pudo advertir que a pocos metros, al costado del camino, un enorme perro lo acechaba enseñándole los dientes. Era un animal enorme, no supo precisar la raza pero sí su ferocidad. Un halo de espuma goteaba de sus fauces entreabiertas, humedeciendo unos colmillos filosos que brillaban a la luz del sol. Quedó paralizado, no se atrevió a mover un solo músculo ante la clara amenaza de que el perro, presuntamente con hidrofobia, le saltase al cuello para despedazarlo. Un nuevo gruñido lo hizo retroceder unos pasos. Trató de serenarse, de pensar, calcular oportunidades, tal como había aprendido en el entrenamiento. Su mirada se disparó hacia el árbol más cercano, un sauce de hojas secas y ramas raquíticas. Volvió a retroceder pero con mayor lentitud, paso por paso, vigilando los ojos vidriosos del animal, con las manos alzadas, como si mágicamente pudiera contener su inminente embestida. La estridencia de un ladrido le prensó las piernas, junto con el aliento. El perro avanzó unos metros en su busca y se frenó para ladrar con más fuerza. Parecía listo a soltar toda su furia. Fabián no dudó. Se lanzó a la carrera y cuando ya escuchaba la respiración del animal muy cerca de la nuca, pudo trepar al tronco de un salto descomunal que, aun aterrado, le dejó margen para el asombro. Lo que puede el miedo, pensó entre arcadas de aire.

 

La visión del perro bajo sus pies, merodeando el árbol, le producía la misma inquietud de saberse apuntado desde lejos por un rifle. Se preguntó cuánto debería estar allí arriba, esperando a que el perro se hartara y fuera en busca de una presa más accesible. Apoyó las manos en una rama y estiró el cuello para observar el terreno. Nadie a quien pedir ayuda en ese desierto de pasto amarillento. No podía entender la ausencia absoluta de todo vehículo en el camino, como si la localidad se hallara bloqueada por infinidad de piquetes.

 

Le llevó unos minutos darse cuenta. Se preguntó dónde se había metido ese maldito perro. Haberlo perdido de vista no significaba que se hubiese marchado, tal como deseaba. Podía estar oculto tras uno de los árboles cercanos, o detrás de una pila de ladrillos que se erigía a pocos metros, rellena de un cemento ennegrecido y salpicado de barro seco, al parecer como parte de un proyecto inconcluso. Lo cierto es que se dejó guiar por la prudencia y decidió permanecer un buen rato en ese árbol. Lo fastidió toda esa pérdida de tiempo. Deseaba que nada de eso hubiese ocurrido y estar en su departamento, como todas las noches, sentado frente al televisor y con una copa de algo fuerte en la mano. Ese algo fuerte y la voz de alguna locutora serían su única compañía hasta muy entrada la madrugada. Quizás por eso amaba su trabajo, aún con los peores delincuentes se podía charlar. De todas maneras, no se arrepintió de haber entrado solo en aquella vieja casona, ni de haberse trabado en lucha con los narcos en tan desiguales términos, y mucho menos de haber matado. Lo que no paraba de recriminarse era el error de bajar la guardia, de quedarse mirando a ese imbécil de la cicatriz, que ya se había rendido, para descuidar ingenuamente su espalda. Un error estúpido, de principiante. Y se preguntó qué puta cosa lo había obsesionado con  aquel delincuente. No conocía a ese tipo. Nunca antes lo había visto, ni aun en los archivos policiales. Quizás no era él en sí mismo, sino esa marca en el pómulo. ¿Por qué le era tan familiar aquella cicatriz? ¿Por qué se había constituido en un detalle de relevante importancia? La imagen apareció como un relámpago, como si hubiese esperado décadas a ser llamada. Del ojo al pómulo derecho, así era la cicatriz de aquel hombre de pelo largo, muy negro, ese que lo había sorprendido en el corredor de la casa chorizo por donde él, en ese entonces un niño de ocho años, se dirigía a la puerta de calle para jugar con su pelota. El hombre de la cicatriz sonrió forzadamente y le preguntó por su padre. El pequeño Fabián se alegró de que su padre recibiera amigos y le franqueó la puerta de su hogar, para enseguida seguir su camino por el corredor. Antes de llegar a la calle escuchó gritos, y enseguida un estampido que le atravesó la respiración. El hombre de pelo negro se retiró a paso firme por el corredor sin siquiera mirarlo. El pequeño entró temblando a su casa, sin soltar la pelota. Vio a su padre en un sillón, con la camisa destrozada, llorando. Muy cerca estaba Tomy. Se acercó al perrito, que yacía boca abajo en el piso. Descubrió la sangre inundando su pelaje blanquecino. Le tomó una de las patas, sacudiéndola, buscando que cobrara vida, que despertara como siempre lo hacía después de una siesta al sol. Pero la patita resbaló de sus manos y quedó en el piso, inmóvil. El llanto de su padre le hería los oídos, pero él no lloró. Sólo apretaba la pelota contra su pecho, y pensaba, pensaba en que no debió haber abierto la puerta para ese extraño, que todo lo que había ocurrido se debía a él, Tomy había muerto por su culpa. Su culpa. Y odió el momento en que decidió salir a jugar, odió al hombre de pelo negro, odió a su padre, pero por sobre todo, abonó la idea que lo acompañaría de por vida, la de odiarse a sí mismo.

 

Nunca relató lo sucedido y por eso nadie lo contuvo, nadie le aseguró que su culpa era infundada, que no cabía en él la responsabilidad del hecho, que era solo un niño y no podía prever lo acontecido. Sin embargo, no hubiera servido de mucho. Nadie se libra del dedo acusatorio de un niño, y mucho menos el adulto que lo lleva dentro. La memoria fue lo suficiente piadosa para borrar ese nefasto día de su conciencia, pero el odio perduró, y se convirtió en la matriz subrepticia de todas sus relaciones en la vida. La sensación de que destruía todo lo que tocaba. Así malogró amistades, proyectos, y la pareja con la única mujer que amó. Hasta quedarse solo, con la oculta, agazapada imposición de pagar esa vieja deuda. Castigarse por el tremendo error, condenarse, ejecutarse. Y por primera vez en mucho tiempo el odio primigenio salía a la luz, retornando a su origen. Y se despreció con toda la fuerza de su infancia herida, la imagen de su perro muerto era un cuchillo removiéndose en el pecho, y lloró, por primera vez lloró. Gritó de dolor. Y golpeó, dio trompadas a la rama del viejo sauce,  sin el menor cuidado por la sangre que manaba de su puño. Golpeó deseando que fuera él mismo el objeto de su ira. Hasta que la rama se quebró. Fabián perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la tierra. Escuchó el gruñido llegando desde algún lugar pero ya no le importaba. Había matado a su perro, su único amigo, el único sostén, su refugio en ese hogar estéril de caricias, y ahora otro perro sería su verdugo. Era el justo castigo. Cerró los ojos, aceptándolo.

 

Eduardo Goldman

jueves, 24 de junio de 2021

HITLER, EL DEMOCRATA

   -¿Qué está diciendo? ¿Se volvió loco?

   “Para nada. Opino que el Tercer Reich de Hitler era en verdad un Estado democrático. No olvide que fue elegido por una mayoría de votos”.

   -Todo un plan macabro. Fracasado su golpe a la Repúbica de Weimar decidió conquistar el poder utilizando a la democracia para luego destruirla por dentro.

   “Pero consiguió los votos”.

   -Aplicó la violencia en las calles, prometió a los obreros que controlaría a los empresarios y a éstos que doblegaría a los obreros, fue un farsante.

   “No sea ingenuo. Fue un político. Mentir es parte del juego democrático”.

   -¿Y qué me dice de incendiar el Parlamento? Culpar a los comunistas y hacer de su persecución la excusa para establecer una dictadura.

   “Dictadura, dictadura. No exagere. Había un estado de Derecho. Al estilo nazi, pero Derecho”.

   -Sí, derecho a la cámara de gas. Lo que usted dice me recuerda a esos tipos que estudiaron aviación sólo para conducir los aviones contra las Torres Gemelas. No basta ganar el poder en elecciones limpias para considerarse demócrata, lo que define a un demócrata es lo que hace con ese poder. No apropiándoselo, sino respetando los límites propios de la República. Como bien diría Montesquieu, no hay democracia sin división de poderes.

   “Como bien diría Hermann Goering, yo decido quién es demócrata y quien no”.

 

Eduardo Goldman

viernes, 18 de junio de 2021

LOS OJOS

Usted conoce el motivo de mi desvelo. O si prefiere, mi obsesión. Son los ojos. ¿Los ha observado detenidamente? ¿Ha mensurado su creciente número? Cientos de ojos, miles, una multitud infinita de ojos. Inflamados, inmóviles, convergentes en un punto. Pupilas dilatadas que devoran esa única imagen con obstinada veneración. Sin parpadeo, casi. Encandiladas, hechizadas. Por momentos me recuerdan las de un animal embalsamado, con ese brillo mortuorio que predice eternidad. Son miradas capturadas, esclavizadas, útiles. ¿De veras no capta la profunda devoción que transmiten esos ojos? Nacen de bocas entreabiertas, anhelantes, ansiosas por mamar de su palabra. Dispuestas a la risa cómplice cuando un gesto de ironía predica la denuncia de fantasmas.

 

Esos miles, ¿o millones?, se someten con gusto a cada frase. Ya no importa lo que expresan sino que alguien se atreva a declamarlas. La razón y los motivos se los han cedido a él, o ella, o alguna cosa, ¿qué más da? Su sentido de vida y de pertenencia. Sus corazones moldeados por la voluntad del führer. Da igual que Hitler ya no exista, porque siempre vivirá en quien acepte darle cobijo. En vestir su piel, en recrear su voz.

 

No piense que estoy loco. Sólo mire esos ojos y se dará cuenta de que siempre han existido, aun cuando por trechos permanezcan en letargo. Les basta una falsa promesa para despertar, y volver al eterno juego de entregarse a quien augure un sueño irrealizable, la cimiente de una nueva pesadilla. De alguna manera, son los ojos expectantes los que diseñan al líder. Los ojos que no son ojos porque nunca se han abierto. Son, en verdad, tatuajes circulares sobre el párpado.

 

Eduardo Goldman

 

viernes, 4 de junio de 2021

LA TIERRA PROMETIDA

    -Dejame entrar.

   “No”.

   -Por favor, dejame entrar.

   “Ya te dije que no. Es así. No insistas”.

   -No es justo. Me dejaste llegar hasta aquí.

   “Ese es el punto. Llegaste aquí porque estabas decidido, seguro de lo que hacías. Confiabas en mí.”

   -¿Y entonces?

   “Dudaste, en el final dudaste”.

   -Hice todo el esfuerzo por llegar. Sabés que la peleé a capa y espada. Vos mismo dijiste que no había techo para mí.

   “Pero dudaste”.

   -Okey. Dudé, ¿y qué? ¿Qué hay de malo en dudar? A Descartes le fue muy bien con eso.

   “Descartes tampoco entró”.

   -Pero existe. Le obsequiaste la eternidad.

   “No es gran cosa la eternidad. Yo soy eterno y la mayor parte del tiempo me aburro como un coleóptero. A veces quisiera ser solo una estrella fugaz.

   -Ay, vamos. Hablás de lleno. Sos todo poderoso, el hacedor de valles y montañas, de cada forma de vida en este planeta. Podés hacer lo que se te antoje. Comer chocolate sin culpa, emborracharte sin resaca.

   “Ventajas de mi oficio”.  

   -Podés invertir la dinámica del reino animal. Hacer que una jirafa juegue al ajedrez, o que un tiranosaurio se haga pedicuro. Convertir a una hormiguita en Miss Universo.

   “No exageres”.

   -Transformar a un burro en presidente.

   “Eso ya lo hice, muchas veces”.

   -¿Te das cuenta? No tenés los límites que tengo yo.

   “Los que te impusiste”.

   -Ay vamos, que esto no es un libro de autoayuda.

   “No. Es tu libro de quejas. Y la queja no sirve para nada”.

   -¿Y qué es lo que sirve entonces?

   -La confianza.

   -¿En vos?

   “En mí, y en vos. En el fondo es la misma cosa”.

   -¡Eso fue lo que hice! ¡Confié! ¡Casi todo el tiempo!

   “Casi”.

   -¡Fue solo un momento! ¡Un minúsculo instante en que me sugeriste convertir una roca en agua! ¿Quién en su sano juicio no iba a dudar?

   “Pero la roca se hizo agua, y todos pudieron beber en el desierto. ¿Cómo pensaste que los dejaría morir de sed?”.

   -De acuerdo. Alego locura temporal. El sol del desierto me volvió ateo por un rato. ¿Y por eso me castigás prohibiéndome la entrada a la Tierra Prometida?

   “Moisés, Moisés. Seguís dudando de mí. ¿Cómo pensás que te voy a castigar después de todo lo que hiciste. Liberaste a mi pueblo de Egipto. Los hiciste pasar por la aduana sin pagar impuestos. Y encima te arriesgaste a cruzar el Mar Rojo sin saber nadar, sólo por seguir mi palabra.

   -Ya ves, mis antecedentes son intachables. Dame una visa para entrar a la Tierra Prometida y juro beberme un vaso de roca si me lo pedís.

   “Lo siento. Seguí participando”.

   -¿Eso quiere decir que me sacás la tarjeta roja, nomás?

   “A contrario. No hago más que premiarte. Si yo te dejara entrar a la Tierra Prometida se acabaría tu gran sueño. Porque una vez  allí, descubrirías que la cosa no es tan genial como pensabas. Entonces soñarías con otro paraíso inexistente, lucharías por él y al alcanzarlo volverías a decepcionarte. Ya vi esa telenovela.

   -No entendí nada. ¿Hay subtítulos en arameo?

   “El verdadero paraíso es tu sueño por alcanzar lo inalcanzable. Como dirían algunos, el camino más que la meta. La Tierra Prometida es aquella que vas pisando cuando vas en su busca”.

   -¿Y para eso me tuviste cuarenta años cruzando el desierto… con una maldita piedra en la sandalia?

   “No te quejes. Tu vida se acaba en el momento justo. Te van a recordar como un winner”.

   -Entonces… ¿estoy por colgar los botines? ¿Me voy al descenso? ¿Jugaré en el cub de Jubilados Bíblicos? Pero… ¿dónde estás? ¿A dónde te fuiste? ¡Volvé! ¡No me dejes solo! ¿Justo ahora te vas al baño? La pucha, después me pide que le tenga confianza.

 

Eduardo Goldman

lunes, 24 de mayo de 2021

AMANECER DE UN DÍA SAGRADO

Año 1908

Si alguien lo hubiese visto arrugarse la sotana para trepar el alambrado hubiera pensado, sin dudarlo, que se trataba de un ladrón de gallinas disfrazado de cura. Pero no. Lorenzo Massa no hacía más que seguir esa voz profunda y amorosa que venía convocándolo desde el día anterior.

   —¿Quién? ¿Quién? —No hacía más que repetir, mientras se internaba en esa chacra desconocida con temor a ser descubierto por sus moradores—. ¿Quién me llama?

   “Yo”, dijo la voz. “Ven, Lorenzo”.

El cura miró hacia la casa del fondo y tragó saliva. Saltó un surco que llevaba el agua a un jardín de gladiolos, y caminó por el ancho espacio verde hasta ocultarse tras unos árboles frutales. Sacó un pañuelo y secó su frente.

   —Esto es una locura —se dijo—. Mejor me voy o termino en un calabozo.

En eso estalló un sonoro chistido. Lorenzo miró a su izquierda y vio algo que lo dejó paralizado. A pocos metros, en un claro alfombrado por una tierra amarillenta y seca, una zarza ardiente. Lorenzo se acercó, atónito, porque la zarza ardía y ardía, pero no llegaba siquiera a chamuscarse.

   —Esto es cosa de mandinga –balbuceó.

   “La competencia nada tiene que ver en esto”, dijo la voz. “Vamos, descálzate que estás en tierra sagrada”.

Con la obediencia que requieren los eventos metafísicos, Lorenzo se sacó las alpargatas. Febrilmente, repasó en su memoria todos los evangelios y el Primer Testamento completo, más un comentario de Santo Tomás.

   —¡Señor! ¿Eres Tú?

   “¿Y quién otro se te aparece en zarzas? Vamos, Lorenzo. Dale crédito a tus sentidos. Soy el que Soy.

   —Pero… Tú sólo te apareciste frente a Moisés.

   “También lo hice ante Freud, y me quiso convencer de que Yo era su delirio místico. En realidad, me he presentado ante muchas personas pero todos han dudado de mi autenticidad. Hasta he pensado en hacerlo junto a un escribano”.

   —Yo te creo, lo juro por Ti.

   “Bueno, tranquilo. Yo sólo vine a felicitarte por tu obra con don Bosco. Y también con los Forzosos de Almagro.

Lorenzo se rascó la nuca, sorprendido.

   —No sabía que te interesaba el fútbol, mi Señor.

   “¿Que si me interesa? ¿Quién crees que inventó el fútbol? ¿Los ingleses? No, Lorenzo. Fue una de mis grandes inspiraciones. Un deporte sencillo y económico para que todos puedan practicarlo. Una fuente de vida, de salud física y mental. La manera más divertida de bajar el colesterol.

   —¿El qué?

   “No importa. El caso es que Satanás, rabioso de celos, ha encontrado la manera de destruir mi obra”.

   —Disculpa, mi Señor, pero… me parece difícil que el demonio pueda destruir el fútbol.

   “Lo ha hecho. Inventó la FIFA”.

   —¡Vade retro!!!

   “Es por eso necesito reforzar este deporte con equipos nuevos que lleven a la gloria el arte de la gambeta. Te necesito a ti, Lorenzo”.

El cura quedó con la boca abierta.

   —¿A mí?

   “Quiero que fundes un equipo en base a los Forzosos de Almagro, que lo bautices con una marca registrada que deberá recorrer el mundo entero sembrando admiración y goles. ¿Se te ocurre algún nombre?”.

   —Nombre… nombre… —murmuró Lorenzo tomándose la barbilla.

   “Que tenga que ver con la santidad”.

   —Y… ¿qué más santidad que esta comunicación que sostengo Contigo? ¿Qué mayor   bendición que una charla en vivo y en directo con mi único Dios? Comprendo entonces que… para llegar a Ti necesito hablarte… Mi nexo son las palabras como vehículos de fe… ergo, mi boca se vuelve sagrada… Eso es… mi boca… Boca… Ese es el nombre… ¡Bocaaaaaaaa…!!!

   “Detente, eso lo están inventando en otro barrio. Sigue participando”.

   —Tengo otra idea. Tu palabra es el viento sagrado que limpia nuestros corazones, que barre con nuestras impurezas. Un viento que lo sana todo, ciclónico, glorioso, arrasador. Puede ser un… huracán. Eso, ahí está. ¡Huracán para todo el mundo!!!

   “¡Ay ay ay! Estás agarrando para los tomates, Lorenzo. Eres tan modesto que no puedes ver tu propio nombre. No importa. Yo me encargo del tema. Y ahora ve saliendo de la chacra. La familia Onetto va a despertar y puedes tener un gran lío.”

Lorenzo miró hacia todos lados, desorientado.

   —Como digas, mi Señor. Pero, ¿por dónde salgo?

   “Sigue derecho por aquel sendero y llegas a la Avenida La Plata al 1700.”

   —¿Avenida qué…?

   “Hablo del futuro, Lorenzo. Ya te dije que no te preocupes, todo queda en Mis santas manos”. 


Eduardo Goldman

lunes, 10 de mayo de 2021

MUY BIEN HECHO

Debiste verle la sonrisa, hasta su diente medio torcidito resplandecía como una luna llena. Ella no hacía más que saltar y gritar: ¡Disneyworld! ¡Disneyworld! ¿Cómo es posible que una nena de seis años pronuncie el inglés mejor que yo? Bueno, vos sabés cómo vienen los chicos ahora. ¿Y Gloria? Para qué te voy a contar, estaba eufórica cuando le dije que el paquete venía con hotel cinco estrellas dentro del mismo parque, sí, de Disney. No sé, ¿viste cuando te sentís potente? Superman te sentís. Mi gran sueño era darles esta alegría a mi esposa y mi hija. Y pude hacerlo, tuve que romperme el orto, pero pude hacerlo.

   -Muy bien hecho.

Pero no fue nada fácil, eh. Cuando empecé con este laburo en el ministerio pensé que iba a renunciar a los dos días. Mucho ninguneo, mucho manoseo por tipos que se creen mejores que vos. Nadie respeta a un simple cadete. Sí, porque lo mío era eso, mi puesto de empleado administrativo en los hechos era ser un cadete. Llevá estos papeles aquí, traé los expedientes para acá, andá a comprarme un sanguche, serví café.  Pero decidí apretar los dientes y bancármela, por Gloria y la nena. Ante cada humillación, cada maltrato, cada trago amargo, pensaba en que lo único de veras importante era mantener a mi familia. Y, poco a poco, entre joda y joda, fui entrando en la de ellos. Empezaron a tenerme en cuenta cuando llevaron a una prostituta a la oficina y los cubrí haciendo de campana. Sobre el final me invitaron a la fiestita, pero les dije que no, que todo bien, que lo valioso para mí era que pudieran contar conmigo.

   -Muy bien hecho.

Al poco tiempo tuve mi recompensa. Fue cuando cambiaron de jefe. El nuevo era muy boludo, no entraba en ninguna transa. Vos sabés, siempre hay algún negocito con sobreprecios y coimas, cosas de los ministerios. Cuando le ofrecieron entrar en el juego, el tipo puso cara de culo y dijo que no a todo. ¿Quién se creía que era? Encima nos hacía trabajar a destajo, con esa obsesión por generar pliegos cada vez más detallados y transparentes. Hasta que le hicieron la cama y el ministro lo echó a la mierda. Me vinieron a tantear para ver qué opinaba yo sobre todo eso. Les dije que hicieron bien en rajarlo, que los boludos son peligrosos. Y se ve que les gustó mi frase porque se la pasaban repitiéndola. A las carcajadas la repetían, y me palmeaban la espalda. Ya era uno de ellos.   

   -Muy bien hecho.

Así fui juntando la guita para Disney. Cada vez que arreglaban alguna licitación yo les cuidaba las espaldas. Y algo ligaba. El jefe que pusieron es amigo del ministro y maneja todo el negocio, aceita el mecanismo para que la guita fluya. La coima entra como un relojito y el ministro es un gauchazo que nos deja comer a todos. Por eso funciona la cosa. Una vez tuve que trompear a uno de la oficina anticorrupción que metió la nariz donde no debía. Todos los muchachos declararon como testigos que el tipo me agredió primero, que yo sólo me defendí. Después de eso tuve mi primer ascenso.

   -Muy bien hecho.

Desde que soy encargado de mi sector no hago más que maltratar al nuevo cadete. No sé por qué lo hago. Te juro que a veces trato de evitarlo, pero no puedo, me sale del alma, a lo mejor porque no quiero que los muchachos me vean blandito. La cosa marcha muy bien, cada vez mejor. Hay una sola cosa que me molesta, y que a veces no me deja dormir. El periodista. Ese hijo de puta que buscaba ganar fama investigando al ministerio. Lo mataron en esa calle. Motochorros, dijeron los diarios, porque le sacaron todo. Y no pienses que tuvimos que ver en eso. No, yo nunca haría algo así. No soy asesino. Lo mío fue solo llamarlo para ofrecerle información. Me lo encargaron los muchachos. Era solo eso. Citarlo en la provincia, esa noche. Nada más. No tuve que ver con nada. No sabía que iban a matarlo. Lo pensé, sí, pero nadie podría acusarme de nada. No quedaron pistas, me llevé su celular. Me dio un poco de asco sacárselo de la mano, por la sangre. Después lo hice desaparecer en el río y volví a casa, a encontrarme con ese diente medio torcidito, como una luna llena. Esa sonrisa maravillada que sólo yo puedo despertar. Y esa mujer que ahora me mira con respeto y admiración. Me ha llevado mucho esfuerzo, mucho dolor en mis dientes apretados, pero lo conseguí. Me lo digo una y otra vez, muy bien hecho.

 

Eduardo Goldman


jueves, 29 de abril de 2021

SOMOS UNO

 El diputado Matienzo entra a su departamento y la respiración se le hace bruscamente más pesada. Hay algo en la oscuridad del living, una difusa amenaza, indefinible, inexplicable, que nunca antes había experimentado al momento de tantear la rugosa pintura de la pared en busca del interruptor. 

Enciende la luz disipando tinieblas, barre con la mirada la amplia geografía del living. Todo normal. Excepto por un hombre de finísimo traje gris que desde la comodidad del sofá le apunta con un arma. “Buenas noches, diputado”, saluda el intruso, “cierre la puerta y pase, con cuidado, movimientos lentos, no sabe lo nervioso que me pone la velocidad”.

Matienzo no sabe si reír o indignarse, o ambas cosas a la vez. ¿Qué es esto?, piensa. Achina los ojos para enfocar a ese tipo que, apenas puede creerlo, se trata del mismísimo Joaquín Breda, ministro del interior. “Como broma es bastante siniestra, ministro, y si me permite, de pésimo gusto, ¿qué hace en mi departamento?, ¿cómo entró?”.

Como respuesta, Breda orienta el caño de la pistola hacia uno de los sillones. El diputado resopla con impaciencia, aunque tranquilo, no le pasa por la cabeza que el ministro tenga intenciones de apretar el gatillo. Se sienta cruzándose de piernas. ”Y bien, Breda, ¿va a decirme a qué mierda vino?”.

Un breve silencio antes de responder refuerza el dramatismo de las palabras. “A matarlo”, dice, con suavidad, casi cortésmente. Luego de un instante de lógica zozobra, el diputado opta por tomárselo a broma, una estúpida broma. “Así que a matarme”, y ríe sin ganas, como para seguirle el juego. “Y si no es indiscreción, ¿se puede saber por qué?”.

“Nada personal. Es sólo que sus críticas en el Parlamento me tienen harto, qué digo harto, enfermo es la palabra. Sus ideas extremistas son el cáncer de este país, Matienzo”.

“¿Y ese revólver vendría a ser la cura?”.

“La verdadera cura es una ametralladora, para acabar con todos los que piensan como usted. Pero se empieza por algo, ¿no?”.

El diputado se pregunta si el arma estará realmente cargada, o se trata solo de la verosimilitud de un juguete. Sabe que el ministro es dado a los golpes de efecto y se pregunta en qué momento guardará el arma, muy feliz de haberlo asustado, y de haber transmitido con tanta vehemencia que sería mejor cambiar las ideas antes de que todo ese juego pudiera volverse realidad.

Tranquilizado por sus propias especulaciones, el diputado decide no dejarse humillar. “Está usted traicionando los viejos ideales de su partido, ministro”, lo desafía.

A Breda le encanta ver a la presa luchar en el fondo de la trampa, lo hace sentir en dominio. “¿De veras?”, responde con una media sonrisa, “¿y cuáles serían esos ideales?”.

El diputado descruza las piernas y apoya las manos sobre sus rodillas, mientras lo pulsa con la mirada. “Los que definen a este país como un lugar para todos. ¿Recuerda lo que dijo el prócer cuya memoria ustedes tanto veneran? En esta tierra conviven culturas que representan a todas las etnias, todas las religiones e ideas políticas. Eliminar a cualquiera de ellas, es acabar con la existencia misma del país. Eso dijo, para luego resumirlo en una sola frase: Somos uno”.

El ministro tuerce la boca. No esperaba ser refutado tan vilmente, con las palabras históricas de un prócer a quien nadie osaría discutir. “Es obvio que lo sacaron de contexto”, se defiende.

Matienzo se agiganta frente a la perturbación del otro y decide ser más incisivo. “¿Sabe lo que sucede con ustedes, Breda?, no saben compartir el poder, lo llevan en sus genes, avanzan como tiburones sobre los demás, sabiendo que no pueden detenerse porque si lo hicieran, se ahogarían entre la mesura y la transparencia”.

“Linda metáfora”, es lo único que se le antoja decir el ministro, mira su reloj. Se incorpora tranquilamente para acercarse a una pequeña biblioteca. Desparrama varios libros sobre la alfombra, seguidamente hace lo mismo con un jarrón, y una mesita ratona cuyo vidrio central se rompe en varios pedazos. Matienzo lo mira atónito. “¿Qué hace?”, reacciona, incorporándose, no para enfrentarlo sino para tratar de entender.

Breda lo encara con el caño de su arma, y una sonrisa que trasluce su locura calculada. “Debo hacer pasar esto por un robo”, dice, como quien comenta que está por llover. Y es el preciso momento en que Matienzo advierte que le quedan pocos segundos de vida. “No puede estar hablando en serio”, balbucea, y su irreflexivo paso atrás es abortado por el borde del sillón. “No lo haga, Breda. No somos enemigos. Recuerde que… somos… uno”.

Al estampido le sigue la mirada horrorizada de Matienzo dirigida a su propio estómago. La mano intenta contener el chorro de sangre, sus piernas son dos pilares endebles que ceden hasta hacerlo caer de rodillas.

El ministro observa con distante curiosidad las manos vacías de Matienzo, que resbalan sobre la alfombra hasta el desmorone final de su cuerpo. En su mente, reverbera la última frase pronunciada por su enemigo. “Somos uno, somos uno”. Le fastidia esa repetición obsesiva y se pregunta por qué diablos no puede dejar de pensar en eso. “Somos uno, somos uno”. Percibe con extrañeza la humedad caliente que recorre su entrepierna. Siente una punzada en el estómago, la sangre brota. Es entonces que comprende, aunque demasiado tarde. La muerte llega poco antes de su derrumbe junto al cuerpo de Matienzo.

 

Eduardo Goldman

miércoles, 14 de abril de 2021

SOY PORQUE NO SOY

 

La joven entrecruza las piernas dejando a la vista una buena parte de sus muslos, la espalda erguida, una leve inclinación como para que el bulto de sus pechos bajo la remera no fuera inadvertido por los ojos del profesor. La excusa para haber llegado hasta su casa era más que perfecta. Él mismo había ofrecido a sus alumnos del curso de Filosofía que no dudaran en acercarse si tuvieran alguna duda acerca de la materia.

 

 ¿Cuál es tu duda?, pregunta él, sentándose frente a la chica. El living es acogedor y ella siente que es el lugar perfecto para continuar con el excitante plan de seducción. Se muerde la punta de los cabellos antes de responder. Bueno, nada entendí, eso de, soy porque no soy, no lo entendí. Sin embargo lo expliqué muy bien, repone él. Ella se encoge de hombros. Debo ser algo tonta. Él sonríe. ¿Una cerveza?, invita. Ella asiente con la cabeza, su sonrisa es de una impudicia triunfal. Imagina que la cerveza es el prefacio de una conquista memorable. No ve la hora de contarle a su mejor amiga que tiene al profesor rendido a sus pies.

 

Él se incorpora y va hacia una pequeña heladera, junto a una barra. Saca dos porrones. Ella calcula que no debe hacerse demasiado evidente, y llena de palabras un silencio que amenaza con desnudar intenciones. No entiendo eso que explicaste en la clase, que uno es por lo que no es, más que por lo que es, no entendí nada. El profesor regresa con las botellitas. ¿Y por qué no me lo preguntaste en clase? La chica vuelve a encogerse de hombros. No sé, no quería que los boludos de mis compañeros me trataran de tarada. Entiendo, dice él mientras le alcanza un porrón.

 

Beben. Él dirige la mirada al techo y entuba los labios, buscando un inicio apropiado a su alocución. Ella simula leer alguna cosa en su botella, y cada tanto lo espía por el rabillo del ojo. El primer ejemplo que di en clase es que no existiría la luz de no haber oscuridad, arranca el profesor, al menos el concepto de luz, quizás ni siquiera la palabra luz, ya que todo sería claridad y no habría un estado distinto con que diferenciarla, ¿me explico?

 

¡Ah!, exclama ella, como volviendo de Nebraska.

 

Voy a tratar de ser más claro, tu hermosa cabecita está recubierta de un ensortijado cabello rubio.  A ella le encanta lo de “hermosa cabecita”. Podemos decir que sos rubia, pero, ¿qué pasaría si todo el mundo fuera rubio?, todos, hombres y mujeres, en todo lugar, todos rubios, entonces nadie mencionaría la palabra “rubio”, simplemente diría cabello, porque no habría ninguna persona de pelo morocho como para precisar otra descripción, ¿entendés ahora?, sólo existe el concepto de rubio como oposición al morocho.

 

O al pelirrojo.

 

Claro. A ver, dame un ejemplo para saber si entendiste.

 

Pero ella no quiere hablar, no sólo porque aún no lo tiene demasiado claro, sino porque le encanta ver cómo se mueve sensualmente el bigote con cada palabra de su profesor, en especial cuando pronuncia la “p”. Bueno, y carraspea, no sé, me cuesta pensar en otro ejemplo, los que vos diste son tan, inteligentes.

 

Ya que me elogiás te doy otro, bromea él, halagado. La bondad, sólo puede ser definida al existir su oponente, la maldad, imaginate un mundo donde todos fueran buenos, entonces la palabra bondad perdería el sentido elevado que le otorgamos, para ser una de tantas características orgánicas como la digestión o el aliento.

 

Las palabras meticulosas, asépticas del profesor, son puro fuego de artificio. Sus dilatadas pupilas exhiben el deslumbre por la juventud vibrante de la chica, tan fresca y llena de vida. Brindemos por la fealdad, propone, elevando su botella.

 

¿La fealdad?, se intriga ella, arqueando una ceja, que refleja como espejo su sonrisa invertida.

 

De no existir la fealdad, no podría hablarse de tu belleza.

 

La risa deliberada de la chica revela que su juego se encamina a un escenario de dominio erotizado. Se recuesta sobre el diván, como si fuera lo más natural del mundo, y entreabre la boca invitando a más bocas, o a una sola, apabullante boca, dueña del saber de lo que es porque no es, señora del conocimiento que se traduce en poderío. Hasta que, como el mazazo de un herrero, una mano invisible le presiona la garganta. En sus ojos la llama serpentea hasta apagarse por una ráfaga de desconcierto. Lo mira buscando ayuda, él solo la observa mientras bebe. A la chica le quedan fuerzas para intuir.

 

Mi… cerveza… ¿Le… pusiste algo?

 

Sí, claro, responde él, como quien informa que está nublado.

 

Es lo último que escucha la joven antes de su derrumbe sobre la alfombra. Él se termina la botella y mira con curiosidad el zapato vacío que ha quedado sobre el diván. Me alegra que hayas entendido, sentencia, desplegando un impensado elogio sobre ese cuerpo inerte. Nada se define a sí mismo sino por su opuesto. Toma una bocana de aire y la va soltando de a poco. Mira el rostro de la joven, que adquiere un tono violáceo. Gracias por hacerme sentir vivo, le dice.

 

 

Eduardo Goldman

lunes, 12 de abril de 2021

HUEVADAS

Quién deidifica ideas, termina sacrificando hombres.


 No hay nada más feliz que la felicidad soñada de un adolescente.


Desde los pedestales cuesta ver la realidad, la propia nariz se vuelve el horizonte.


Mi complejo de inferioridad es tan grande que se siente superior a todos los complejos.


Volvió a nacer y nació gato, porque cuando era hombre no conocía el calor de los regazos, ni el sabor de los minutos, ni el alma de las cosas. Nació gato, para regalar caricias con su lengua.


Cuando era chico mi madre me asustaba con el “hombre de la bolsa”. Una figura misteriosa, y por la tonalidad que le ponía ella al nombrarlo, sumamente macabra. Eso lo decía para que yo tomara la sopa, o dejara de pegarle a mi hermanita. Eran otros tiempos. Muchas cosas han cambiado, pero no todo. El hombre de la bolsa todavía funciona, aggiornado, claro.

   Hoy día se le dice “la derecha”. O “la izquierda”, según el caso. Son palabras vaciadas de contenido, simples etiquetas que no significan nada. No importan las promesas electorales que formulan tanto un partido de la denominada derecha como otro de la izquierda, los que, muchas veces terminan llevándonos a lo mismo. El tema que me preocupa es el uso de estas palabras ambiguas, y a esta altura, puramente emocionales, que usan los políticos para asustar a la gente, y de esa manera atraer sus votos.

   ¡Ahí viene la derecha! ¡Salvemos al país! ¡Vótenme o se viene la derecha! Aplique el mismo ejemplo con la izquierda. Los políticos no le explican al electorado su plan de gobierno, ya que desconfían de la capacidad de la gente para comprenderlo. O peor aún, lo que temen es que realmente sea comprendido.



   El espanto tiene muy poco en común con la dinámica de una película, cuyo eterno transcurrir, bajo el mandato de la necesaria acción dramática, va reemplazando segundo a segundo una imagen por otra, una impresión por otra,  más bien, comparte su naturaleza con la fotografía, inanimada, que permanece inmutable en la mente de la víctima, cercándola, ahogando su energía vital.


miércoles, 17 de marzo de 2021

MOSCA

 Una mosca sobrevuela el cadáver. No impávida, no indiferente, no insensible. Solo hambrienta.

miércoles, 10 de marzo de 2021

EL VENDEDOR DE AGONIAS 2

 

Parpadeó en mi memoria lo ya vivido un año atrás, y que ahora evocaba como en un sueño odioso y recurrente. La misma sensación de extrañeza al descubrir el cartel de Agonías, los frasquitos de colores expuestos en anaqueles como una vulgar selección de perfumes y cremas faciales. Alguna que otra cadenita con medallón dorado como parte de una biyuterí. Nada emparentado con la muerte, a excepción de la Bersa 9 milímetros que, a diferencia de la primera vez, ahora llevaba en el bolsillo de mi campera.

   Traspuse la puerta de madera rústica, delatado por un quejido de bisagra que parecía servir de alarma. El mismo perfume pegajoso y dulzón de aquel día. El mostrador al frente, el mismo viejito de anteojos, la sonrisa empotrada en su boca, como la de esos muñecos de plástico a los que muchos niños arrancan la cabeza de puro fastidio.

   -Qué gusto verlo de nuevo -exclamó, con un tono jovial que me sonó a burla.

   No perdí tiempo en sacar el arma y apuntarle justo sobre el entrecejo.

   -Se acuerda de mí? -desafié.

   -Por supuesto -respondió sin inmutarse-. Usted es el que se casó con la paralítica. Porque al final se casó, ¿verdad?

   Mis palabras salieron como escupitajos.

   -¡Me casé! ¡Por su culpa!

   -Yo nunca lo obligué. Usted tomó la decisión. Y no me va a negar que eso lo salvó de sufrir mis agonías.

   -Agonía es lo que estoy viviendo ahora, por seguir su consejo.

   Supurada mi primera carga de resentimiento, tomé un largo sorbo de aire y bajé el arma.

   -No, no -dijo él, sorpresivamente- Siga apuntándome. Nada más estimulante que una amenaza de muerte.

   Elevé a medias el caño de la Bersa, confuso, como un niño que obedece la orden de su padre sin por eso entenderla. El viejito apoyó los codos sobre el mostrador generando cercanía. Parecía un almacenero amable que aceptaba la devolución de una conserva en mal estado.

   -Y ahora explíqueme cuál es su reclamo -quiso saber, aunque sospeché que ya lo sabía.

   Cambié de mano la pistola y refugié la otra en el bolsillo.

   -Hace un año le conté mi historia, mi tragedia. No puedo creer que la haya olvidado.

   -Nunca olvido una historia, de las muchas que me cuentan aquí. Había una mujer enamorada, pero usted no le correspondía. Le dijo la triste verdad cuando iban en su auto. Ella se largó a llorar, usted quiso consolarla, una imperdonable distracción, y una mala maniobra que terminó en accidente. Ella quedó paralítica.

   Asentí lentamente. Mi desgraciada historia relatada en pocas palabras resultó más que vívida, fue como si el tiempo nunca hubiese transcurrido desde aquel fatídico choque en la autopista. El mismo dolor naciendo en la boca de mi estómago. La misma tortura al verla enclaustrada en esa silla, con los ojos tristes de quien vela sueños muertos.

   -Exacto -reafirmó el viejito, con su exasperante hábito de adivinar pensamientos-. Recuerdo cuando vino usted aquí esa primera vez. Recuerdo su expresión de hombre vencido, dispuesto a comprarme cualquier brebaje con que envenenarse paulatinamente, solo para que ella tuviera el consuelo de verlo sufrir hasta el infinito, expiando la culpa de no haberla amado.

   Sacudí la cabeza, algo en las palabras del viejo me irritaba.

   -No necesito compasión  –rezongué-. Y menos esa perorata cursi.

   -La cursilería es la esencia misma de la vida, antes de ser desmantelada por la razón. Pero no quiero importunarlo con estas frases de autoayuda doméstica, tal como lo definiría usted con ironía.

   -Escuche…

   -Déjeme terminar. –Se sacó los lentes para masajearse un ojo con los nudillos-. Hace un año usted estaba dispuesto a terminar con su vida, no sin antes conocer el infierno sobre la Tierra, por eso vino a mí, para que yo le proveyera de una agonía terminal. La purgación perfecta para el mayor de sus pecados. Pero estalló en alivio y felicidad cuando le sugerí que casarse con ella sería el mayor de los castigos, evitándose el tormento de una muerte dolorosa. Pensó en reparar el daño causado entregando nada menos que su propia libertad como moneda de cambio. Y eso funcionó por un tiempo, ¿verdad?

   -Por un tiempo.

   -Luego empezaron las demandas de ella al presentir que su amor no era auténtico. Con cada demanda crecía su resentimiento. Como usted mismo lo predijo, empezó a odiarla. Al punto que hasta le sedujo la idea de asesinarla.

   -Fue justamente por eso que compre esta pistola. Para matarla, o suicidarme.

   -Pero no hizo nada de eso. ¿Por qué?

   -No lo sé. Nunca me animé a comprar las balas.

   Me encogí de hombros y dejé la pistola sobre el mostrador, como quien se deshace de un cacharro inútil. El viejito la miró con sorna y la hizo girar como un trompo, igual que en esos juegos mortales al estilo de la ruleta rusa. El caño dejó de girar, apuntándome. De inmediato me interpelaron sus ojos, ávidos, de alguna manera, bestiales.

   -¿Y ahora qué? -inquirió.

   -¿Ahora? -Y dejé que todo el peso de mi cuerpo de mi cuerpo descansara sobre la mano apoyada en el mostrador-. Ahora estoy igual que antes, o peor. Me muero de culpa solo por pensar en matarla.

   -Tampoco se ha suicidado.

   -Si lo hago, ella sentiría que algo de culpa tuvo en mi decisión. No, prefiero una muerte lenta, culpar a una enfermedad terminal nos libera a los dos. Es por eso que vine. Esta vez sí, voy a comprarle una agonía.

   Él meneo la cabeza. Parecía decepcionado. Como un jugador que descubre la fragilidad deportiva de su contendiente.

   -La agonía está bien para el final. Pero aún no agotó sus posibilidades.

   -¿Posibilidades de qué?

   -De seguir buscando una salida menos… trágica.

   -No me ilusione. Yo sé que no hay otra salida.

   -Siempre hay otra salida, hasta que ya no la hay

   Una secreta, intrusiva esperanza, me quitó de las manos la soga fantasmal que estaba anudando a mi cuello.

   -¿A qué se refiere? –musité.

   -Una de las armas para combatir esa trampa de odio y culpa es la distracción. Me refiero a producir un hecho convulsivo que desvíe la atención del foco central, como hacen muchos gobiernos.

   -Perdón, pero no lo entiendo.

   -Cómo explicarle. A ver… -Abrió un cajón bajo el mostrador, revolvió un rato lo que por el sonido serían unos blisters, y por fin sacó uno-. Tenga -dijo ofreciéndomelo. Bajo la transparencia, esta vez, había una pastilla grande y marrón. La miré con desconfianza.

  -¿Qué es?

   -La salida. Vamos, anímese.

   Me resultaba sacrílego negarme a seguir la sugerencia de alguien que me miraba a través de sus lentes con la convicción de un médico especialista. Extraje la pastilla y dejé que mi lengua la atrapara. Me sorprendió el sabor dulce, intensamente familiar.

   -¡Muy rica! -aprobé-. ¿Es de chocolate?

   -Uno de los ingredientes es chocolate.

   La pastilla se deshacía con rapidez en la boca, extasiando mi paladar.

   -¿Y usted cree que con esto…?

   -Tenga paciencia. Pronto sentirá el efecto.

   -¿Efecto? -me alarmé-. ¿Qué clase de efecto?

   -Ya le dije, una distracción. Lo que usted ha tomado es un super purgante.

   Tragué saliva junto con el diminuto resto de pastilla.

   -¿Cómo un purgante? No entiendo… ¿para qué?

   -Justamente para purgar la culpa acantonada en su vientre. Verá, esto lo tendrá un tiempo ocupado en el baño, despidiendo heces históricas, y gases, y también maldiciones.

   -Pero… esto es ridículo. Yo no sufro de estreñimiento.

   -De alguna manera, sí.  Pero no importa, usted obtendrá grandes beneficios con esto. Los retorcijones no lo dejarán pensar en su culpa, y mucho menos en matar a su esposa. Y cuando todo pase se sentirá tan fresco y livianito que la vida le parecerá maravillosa.

   -¿Me lo dice en serio?

   -Este proceso durará una semana. Luego, sus males pueden recrudecer, entonces podrá tomar otra pastilla y repetir la experiencia. Y si al cabo de unos meses la intensidad de su culpa no mejora, entonces sí, pensaremos en una agonía que valga la pena.

   En ese momento sentí un retorcijón a la altura media del vientre. Al principio leve, pero que fue creciendo hasta presagiar una procesión fastuosa a todo lo largo de mis intestinos.

   -Uuyuy… -gemí, al tiempo que mi cuerpo se arqueaba sobre el mostrador.

   Él se limitó a sonreír celebrando mi pequeño martirio con orgullo profesional.

   -Buena la pastilla, ¿verdad?

   -Uyyyyyyy… déjeme pasar al baño.

   -Lo siento, pero está ocupado. Mi esposa tomó a la mañana una de estas pastillas y todavía sigue ahí.

   -Uyyyyyyyyyyyyyyyy…

   -Espere… ¿A dónde va? Ya le dije que el baño está ocup… ¡No entre! ¡Oiga! Pero… Perdón, querida… es un cliente y… ¡Salga de ahí, cretino! ¡Basta! ¡Suelte a mi esposa! ¡Por favor! ¡Dejen de pelear por el maldito inodoro!


Eduardo Goldman