miércoles, 9 de febrero de 2022

LOS OJOS DE OLGA

Sus bellos ojos de gata se abren con desmesura. Sus labios titubean, sofocan la denuncia y el grito de horror que muere antes de ser concebido. Olga no desencalla la mirada de la tenebrosa mesa de póker.  Ha descubierto la confabulación de ese trío para esquilmar al pobre viejo, y, quizás  también, para seguir cometiendo esa abominable serie de crímenes. Nadie está seguro bajo la lluvia. Ahora, tampoco ella.

   -Era eso –murmura el inspector Sergio Bonet, y detiene la órbita del dvd que ha insertado en su televisor. Abandona el sillón reclinable. Se pasea por la estrechez del living, excitado a fuerza de redundar en su propia revelación. “Ahora todo cierra”, piensa hasta convencerse. “Todo cierra”.

   Envía un mensaje de texto a un viejo conocido, el fiscal Jorge Nieto. Se calza la pistola reglamentaria y sale de su departamento. La calle no está muy concurrida a esa hora de la mañana. Tampoco hay mucho tránsito. Los taxistas parecen conducir con una red en la mano para pescar clientes. En no más de veinte minutos se encuentra frente a la casa, una zona coqueta de Vicente López. Antes de cruzar la calle saca el celular para llamar al sargento Rivero, le imparte órdenes y recibe las novedades, entonces sí, encara el timbre. Una musiquita en lugar de chicharra. Abre una joven mucama y ante la vista de su identificación policial lo guía sumisa hasta el estudio.

   Dalmiro Achával interrumpe la acción de encender un cigarro. Pasa de la sorpresa a una sonrisa glacial dedicada a Bonet. Y le sobra tiempo para fulminar a la chica de un vistazo por dejarlo entrar sin previo anuncio.

   -Inspector Bonet –se presenta el policía-. Dalmiro Achával, ¿verdad?

   -¡El mismo que viste y calza! –intenta bromear el mediático empresario a modo de saludo, y deja el escritorio para acercar su obesa figura al policía. Un estrechón de manos es una forma de medir el temperamento y las intenciones del otro-. ¿Qué lo trae por acá?

   La joven mucama se retira con la inquietud de no saber si ha hecho bien o ha hecho mal o si mejor se vuelve a Tucumán para seguir los pasos de su hermana, la monja.

    -Estoy atando los últimos cabos de una investigación –responde Bonet con parsimonia.

   -¿Investigación?

   -El caso del juez Bartolomeu.

   -Ah, sí. El crimen del siglo, según varios medios. Aunque a la semana ya nadie se acordaba de eso. Son tantos los hechos de inseguridad que…

   -La muerte del juez no fue un caso de inseguridad –lo ataja el policía.

   Achával arquea una ceja.

   -¿Y eso qué significa?

   -Que no se trató de un robo. Al menos, no fue ese el móvil del crimen.

   -Pero... está claro que los motochorros lo fusilaron para robarle el coche, y todas sus pertenencias.

   -Una puesta en escena. No eran motochorros, sino sicarios. Uno de ellos fue identificado por varias cámaras de seguridad.

   -¿Lo agarraron?

   -Todavía prófugo.

   El empresario asiente pensativo.

   -Tome asiento –indica, mientras vuelve a su sillón. Enciende el cigarro.

   Bonet se ubica en una silla al otro lado del escritorio.

   -Veo que le gusta el buen tabaco –dice el inspector, sin mayor interés.

   Achával observa la punta del cigarro encendido, sopesa las palabras.

   -Me los traen desde Cuba. Una exquisitez. –Abre el cajón superior y saca un envoltorio marrón, con una franja dorada-. Tenga. Pruébelo usted mismo.

   -Gracias. No fumo.

   El hombre se reclina en el sillón evidenciando su voluminoso abdomen. Suelta una bocanada de humo perfumado.

   -¿Para qué vino a verme?

   Bonet sonríe y cruza una pierna sobre la otra. Siempre disfruta de la pausa cuando se propone decir algo inquietante.

   -Pasaba por acá y decidí aprovechar el tiempo para comentarle... y no lo tome a mal, que usted es mi principal sospechoso.

   Achával se queda mirándolo, sin saber si reír o indignarse. Masajea con el puño su abultada papada.

   -Es una broma, supongo.

   -Supone mal. Hasta hoy temprano estaba desorientado. No tenía idea de quién podía haber ordenado su ejecución. Pero las películas nacionales inspiran.

   -¿De qué está hablando, Bonet? No tengo mucho tiempo para perder en acertijos.

   El inspector pasea la mirada a lo largo del escritorio. Un lapicero de cuero, una gruesa carpeta de tapa dura, la tablet y una lluvia de estrellas como protector de pantalla, teléfono de línea, un gran cenicero de vidrio, los cigarros junto al encendedor, una lámpara flexible, y, algo de costado, alcanza a ver el retrato con la foto de una mujer madura abrazando a un joven de no más de quince años. Asiente sin saber por qué.

   -Bonet… –insiste Achával, irritado.    

   -¿Juega al póker? –pregunta el policía, con el tono casual de quien curiosea por la preferencia futbolística de su interlocutor.

   Achával lo estudia antes de responder.

   -A veces. ¿Por qué?

   -¿Qué siente cuando recibe de primera mano tres cartas iguales?

   -¡No entiendo a qué viene todo esto!

   -¿Qué siente? Tres cartas iguales, digamos, tres reyes, y dos nueves.

   -Fulll de reyes. ¿Y qué?

   -Eso. Full de reyes. El rey de la industria pesquera, que es usted. Germán Casona, rey, o ceo, de una importante compañía petrolera. Y por último, Camilo Expósito, uno de los ministros más agresivos y autoritarios de este gobierno, rey a su manera, aunque se deshaga en elogios por los valores democráticos.

   -Escuche, Bonet. Si tiene algo que decir, hágalo de una vez. De lo contrario, debo partir hacia una reunión de negocios.

   -¿Sabe? Hay algo que siempre me llamó la atención. Cuando apareció la noticia de la muerte del juez, algunos medios destacaron su trayectoria honesta, y sobre todo, las causas que tenía en sus manos. Un par de ellas tenían que ver con narcotráfico y lavado de dinero. Bartolomeu estaba investigando una empresa offshore que lo tenía a usted en el directorio.

   -¡Ya lo expliqué! ¡Se lo dije a cuanto periodista me ponía el micrófono bajo la nariz! Solo estuve un tiempo en ese directorio! ¡Renuncié en cuanto sospeché de ciertos manejos raros!

   -Manejos que usted nunca denunció a la Justicia.

   -¡Porque no tenía pruebas!

   -Sin embargo… Bartolomeu pensaba todo lo contrario. Usted era uno de los que estaban en su mira.

   -Fue una causa armada. Una confabulación política para perjudicarme.

   -Es curioso que hable de confabulación. Tras la muerte del juez, usted, Casona y Expósito, los tres reyes magos, fueron las caras más visibles de una campaña de prensa tendiente a desprestigiarlo. Usted dijo que Bartolomeu era un mujeriego que frecuentaba a prostitutas. Casona…  algo así como que tenía relaciones homosexuales con menores, y que derrochaba dinero no justificado por su sueldo de juez. Y Expósito dijo…

   -¡No me importa lo que dijo! Puedo asegurar que Bartolomeu era un corrupto, y eso fue lo que declaré a la prensa! ¡Casona y Expósito pensarían lo mismo! ¡No sé! ¡No tengo nada que ver con ellos! ¡Ni siquiera los conozco!

   -¿De veras no los conoce? Tienen algo en común con usted. Ellos también eran investigados por la misma causa, y algunas otras.

   -Jamás los traté. Puede que hayamos coincidido en algún evento, pero jamás intercambié más de dos palabras con ellos.

   Bonet exhibe una media sonrisa. Sabe que Achával es un gran mentiroso, que está metido hasta el cuello en el negocio del narcotráfico, sobornando a políticos y policías para que hagan la vista gorda frente al creciente tráfico de drogas, arruinando la vida de miles de chicos, como ese mismo que sonríe inocente desde el retrato. Mira la hora en su celular.

   -¿Sabe? En este momento, Germán Casona debe estar respondiendo las preguntas del fiscal Nieto. Un tipo muy nervioso este Casona, de esos que se quiebran ante una mirada acusatoria. Puede que decida colaborar jugando al arrepentido, y en ese caso, usted va a estar en serios problemas, Achával.

   -Eso es estúpido! ¡Yo no tengo nada que ocultar! –Y levanta el tubo del teléfono para pulsar los números-. ¡Ya mismo llamo a mi abogado!

   Bonet se incorpora para apoyar sus dedos sobre la horquilla, abortando la comunicación.

   -Sí, llámelo, porque le va a hacer falta. Pero antes me va a escuchar. Al juez Reston le tocó hacerse cargo de las causas de Bartolomeu. Mala suerte para usted, otro juez probo. Incorruptible. La investigación va a seguir, Achával. –Lo agarra de la camisa para acercarlo a su cara, se le ocurre que el aliento del tipo huele a salmón ahumado-. Y eso no es todo. Le aseguro que el sicario que acabó con Bartolomeu finalmente va a caer, y yo mismo voy a encargarme de que confiese quienes lo contrataron. –Lo suelta y se sacude las manos-. No lo envidio, Achával. De aquí en más su vida va a ser un infierno. Que duerma bien.

   Bonet sale del estudio y, antes de llegar a la puerta de calle, escucha el furioso manotazo del empresario barriendo con todo lo que habitaba el escritorio. Sonríe. Afuera lo espera el sargento Rivero de brazos cruzados, apoyado en la puerta del patrullero.

   -¿Y? –pregunta Bonet.

   El sargento asiente sonriendo.

   -Me dijeron que ese Casona está cantando todo frente al fiscal. Parece un recital de rock.

   Bonet aplaude sin sonido y se dirige al asiento del acompañante.

   -Esperá, Sergio –lo frena el sargento-. ¿Cómo supiste?

   -¿Qué cosa?

   -Todo esto. ¿Cómo descubriste que esos tres eran socios?

   -Yo no lo descubrí. Fue Olga.

   El inspector entra al patrullero. Rivero se rasca la cabeza mientras murmura su confusión.

   -¿Olga? ¿Qué Olga?

   Esa noche Bonet se acomoda en su sillón con una copa rebosante de champagne. Reactiva en el televisor una película en blanco y negro, ya empezada. La voz de Pablo llamando a Marianela lo devuelve a la trama, la historia del hombre ciego que ve la belleza donde otros no pueden. Inoportunamente, suena el teléfono. Bonet sabe que a esa hora sólo puede ser ella, la única ella a la que atendería. Pero no ahora. Antes debe cumplir con ese rito, que como todo rito, se le ha vuelto insoslayable. Detiene la imagen en Marianela, su fino rostro tersado por la luna. El mayor fracaso de la industria cinematográfica argentina, lograr a fuerza de maquillaje que Olga Zubarry se viera como una chica fea. Bonet levanta su copa y brinda por ella.

   El teléfono sigue sonando, inclaudicable.


Eduardo Goldman