Sus bellos ojos de gata se abren con desmesura. Sus labios titubean, sofocan la denuncia y el grito de horror que muere antes de ser concebido. Olga no desencalla la mirada de la tenebrosa mesa de póker. Ha descubierto la confabulación de ese trío para esquilmar al pobre viejo, y, quizás también, para seguir cometiendo esa abominable serie de crímenes. Nadie está seguro bajo la lluvia. Ahora, tampoco ella.
-Era eso
–murmura el inspector Sergio Bonet, y detiene la órbita del dvd que ha
insertado en su televisor. Abandona el sillón reclinable. Se pasea por la
estrechez del living, excitado a fuerza de redundar en su propia revelación.
“Ahora todo cierra”, piensa hasta convencerse. “Todo cierra”.
Envía un
mensaje de texto a un viejo conocido, el fiscal Jorge Nieto. Se calza la
pistola reglamentaria y sale de su departamento. La calle no está muy
concurrida a esa hora de la mañana. Tampoco hay mucho tránsito. Los taxistas
parecen conducir con una red en la mano para pescar clientes. En no más de
veinte minutos se encuentra frente a la casa, una zona coqueta de Vicente
López. Antes de cruzar la calle saca el celular para llamar al sargento Rivero,
le imparte órdenes y recibe las novedades, entonces sí, encara el timbre. Una
musiquita en lugar de chicharra. Abre una joven mucama y ante la vista de su
identificación policial lo guía sumisa hasta el estudio.
Dalmiro Achával
interrumpe la acción de encender un cigarro. Pasa de la sorpresa a una sonrisa
glacial dedicada a Bonet. Y le sobra tiempo para fulminar a la chica de un
vistazo por dejarlo entrar sin previo anuncio.
-Inspector Bonet
–se presenta el policía-. Dalmiro Achával, ¿verdad?
-¡El mismo
que viste y calza! –intenta bromear el mediático empresario a modo de saludo, y
deja el escritorio para acercar su obesa figura al policía. Un estrechón de
manos es una forma de medir el temperamento y las intenciones del otro-. ¿Qué
lo trae por acá?
La joven
mucama se retira con la inquietud de no saber si ha hecho bien o ha hecho mal o
si mejor se vuelve a Tucumán para seguir los pasos de su hermana, la monja.
-Estoy atando los últimos cabos de una
investigación –responde Bonet con parsimonia.
-¿Investigación?
-El caso
del juez Bartolomeu.
-Ah, sí. El
crimen del siglo, según varios medios. Aunque a la semana ya nadie se acordaba
de eso. Son tantos los hechos de inseguridad que…
-La muerte
del juez no fue un caso de inseguridad –lo ataja el policía.
Achával
arquea una ceja.
-¿Y eso qué
significa?
-Que no se
trató de un robo. Al menos, no fue ese el móvil del crimen.
-Pero...
está claro que los motochorros lo fusilaron para robarle el coche, y todas sus
pertenencias.
-Una puesta
en escena. No eran motochorros, sino sicarios. Uno de ellos fue identificado por
varias cámaras de seguridad.
-¿Lo
agarraron?
-Todavía prófugo.
El
empresario asiente pensativo.
-Tome
asiento –indica, mientras vuelve a su sillón. Enciende el cigarro.
Bonet se
ubica en una silla al otro lado del escritorio.
-Veo que le
gusta el buen tabaco –dice el inspector, sin mayor interés.
Achával
observa la punta del cigarro encendido, sopesa las palabras.
-Me los
traen desde Cuba. Una exquisitez. –Abre el cajón superior y saca un envoltorio
marrón, con una franja dorada-. Tenga. Pruébelo usted mismo.
-Gracias.
No fumo.
El hombre
se reclina en el sillón evidenciando su voluminoso abdomen. Suelta una bocanada
de humo perfumado.
-¿Para qué
vino a verme?
Bonet
sonríe y cruza una pierna sobre la otra. Siempre disfruta de la pausa cuando se
propone decir algo inquietante.
-Pasaba por
acá y decidí aprovechar el tiempo para comentarle... y no lo tome a mal, que
usted es mi principal sospechoso.
Achával se
queda mirándolo, sin saber si reír o indignarse. Masajea con el puño su
abultada papada.
-Es una
broma, supongo.
-Supone
mal. Hasta hoy temprano estaba desorientado. No tenía idea de quién podía haber
ordenado su ejecución. Pero las películas nacionales inspiran.
-¿De qué
está hablando, Bonet? No tengo mucho tiempo para perder en acertijos.
El inspector
pasea la mirada a lo largo del escritorio. Un lapicero de cuero, una gruesa
carpeta de tapa dura, la tablet y una lluvia de estrellas como protector de
pantalla, teléfono de línea, un gran cenicero de vidrio, los cigarros junto al encendedor,
una lámpara flexible, y, algo de costado, alcanza a ver el retrato con la foto
de una mujer madura abrazando a un joven de no más de quince años. Asiente sin
saber por qué.
-Bonet…
–insiste Achával, irritado.
-¿Juega al póker?
–pregunta el policía, con el tono casual de quien curiosea por la preferencia
futbolística de su interlocutor.
Achával lo
estudia antes de responder.
-A veces.
¿Por qué?
-¿Qué
siente cuando recibe de primera mano tres cartas iguales?
-¡No
entiendo a qué viene todo esto!
-¿Qué
siente? Tres cartas iguales, digamos, tres reyes, y dos nueves.
-Fulll de
reyes. ¿Y qué?
-Eso. Full
de reyes. El rey de la industria pesquera, que es usted. Germán Casona, rey, o
ceo, de una importante compañía petrolera. Y por último, Camilo Expósito, uno
de los ministros más agresivos y autoritarios de este gobierno, rey a su
manera, aunque se deshaga en elogios por los valores democráticos.
-Escuche, Bonet.
Si tiene algo que decir, hágalo de una vez. De lo contrario, debo partir hacia
una reunión de negocios.
-¿Sabe? Hay
algo que siempre me llamó la atención. Cuando apareció la noticia de la muerte
del juez, algunos medios destacaron su trayectoria honesta, y sobre todo, las
causas que tenía en sus manos. Un par de ellas tenían que ver con narcotráfico
y lavado de dinero. Bartolomeu estaba investigando una empresa offshore que lo
tenía a usted en el directorio.
-¡Ya lo
expliqué! ¡Se lo dije a cuanto periodista me ponía el micrófono bajo la nariz!
Solo estuve un tiempo en ese directorio! ¡Renuncié en cuanto sospeché de
ciertos manejos raros!
-Manejos
que usted nunca denunció a la Justicia.
-¡Porque no
tenía pruebas!
-Sin
embargo… Bartolomeu pensaba todo lo contrario. Usted era uno de los que estaban
en su mira.
-Fue una
causa armada. Una confabulación política para perjudicarme.
-Es curioso
que hable de confabulación. Tras la muerte del juez, usted, Casona y Expósito,
los tres reyes magos, fueron las caras más visibles de una campaña de prensa
tendiente a desprestigiarlo. Usted dijo que Bartolomeu era un mujeriego que
frecuentaba a prostitutas. Casona… algo
así como que tenía relaciones homosexuales con menores, y que derrochaba dinero
no justificado por su sueldo de juez. Y Expósito dijo…
-¡No me
importa lo que dijo! Puedo asegurar que Bartolomeu era un corrupto, y eso fue
lo que declaré a la prensa! ¡Casona y Expósito pensarían lo mismo! ¡No sé! ¡No
tengo nada que ver con ellos! ¡Ni siquiera los conozco!
-¿De veras
no los conoce? Tienen algo en común con usted. Ellos también eran investigados
por la misma causa, y algunas otras.
-Jamás los
traté. Puede que hayamos coincidido en algún evento, pero jamás intercambié más
de dos palabras con ellos.
Bonet exhibe
una media sonrisa. Sabe que Achával es un gran mentiroso, que está metido hasta
el cuello en el negocio del narcotráfico, sobornando a políticos y policías
para que hagan la vista gorda frente al creciente tráfico de drogas, arruinando
la vida de miles de chicos, como ese mismo que sonríe inocente desde el
retrato. Mira la hora en su celular.
-¿Sabe? En
este momento, Germán Casona debe estar respondiendo las preguntas del fiscal
Nieto. Un tipo muy nervioso este Casona, de esos que se quiebran ante una
mirada acusatoria. Puede que decida colaborar jugando al arrepentido, y en ese
caso, usted va a estar en serios problemas, Achával.
-Eso es
estúpido! ¡Yo no tengo nada que ocultar! –Y levanta el tubo del teléfono para
pulsar los números-. ¡Ya mismo llamo a mi abogado!
Bonet se
incorpora para apoyar sus dedos sobre la horquilla, abortando la comunicación.
-Sí,
llámelo, porque le va a hacer falta. Pero antes me va a escuchar. Al juez Reston
le tocó hacerse cargo de las causas de Bartolomeu. Mala suerte para usted, otro
juez probo. Incorruptible. La investigación va a seguir, Achával. –Lo agarra de
la camisa para acercarlo a su cara, se le ocurre que el aliento del tipo huele
a salmón ahumado-. Y eso no es todo. Le aseguro que el sicario que acabó con Bartolomeu
finalmente va a caer, y yo mismo voy a encargarme de que confiese quienes lo
contrataron. –Lo suelta y se sacude las manos-. No lo envidio, Achával. De aquí
en más su vida va a ser un infierno. Que duerma bien.
Bonet sale del estudio y, antes de llegar a
la puerta de calle, escucha el furioso manotazo del empresario barriendo con
todo lo que habitaba el escritorio. Sonríe. Afuera lo espera el sargento Rivero
de brazos cruzados, apoyado en la puerta del patrullero.
-¿Y?
–pregunta Bonet.
El sargento
asiente sonriendo.
-Me dijeron
que ese Casona está cantando todo frente al fiscal. Parece un recital de rock.
Bonet
aplaude sin sonido y se dirige al asiento del acompañante.
-Esperá,
Sergio –lo frena el sargento-. ¿Cómo supiste?
-¿Qué cosa?
-Todo esto.
¿Cómo descubriste que esos tres eran socios?
-Yo no lo
descubrí. Fue Olga.
El
inspector entra al patrullero. Rivero se rasca la cabeza mientras murmura su
confusión.
-¿Olga?
¿Qué Olga?
Esa noche Bonet
se acomoda en su sillón con una copa rebosante de champagne. Reactiva en el
televisor una película en blanco y negro, ya empezada. La voz de Pablo llamando
a Marianela lo devuelve a la trama, la historia del hombre ciego que ve la
belleza donde otros no pueden. Inoportunamente, suena el teléfono. Bonet sabe
que a esa hora sólo puede ser ella, la única ella a la que atendería. Pero no
ahora. Antes debe cumplir con ese rito, que como todo rito, se le ha vuelto
insoslayable. Detiene la imagen en Marianela, su fino rostro tersado por la
luna. El mayor fracaso de la industria cinematográfica argentina, lograr a
fuerza de maquillaje que Olga Zubarry se viera como una chica fea. Bonet
levanta su copa y brinda por ella.
El teléfono
sigue sonando, inclaudicable.
Eduardo Goldman
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