miércoles, 31 de mayo de 2023

LA ROSA DE COLOR ROSA

Caminaste sigiloso por el piso de baldosas porque presentías algo. Tu cuerpo sudaba con olor a urgencia. Te atreviste a saltar el corto muro y entrar a la propiedad no permitida. Una mansión sencilla, de un solo piso y en forma de ele. Sabías que ella estaba sola. El ama de llaves se había retirado horas atrás y tenías el lugar obsesivamente vigilado. Nadie había entrado esa noche. Te acercaste a la ventana de uno de los dormitorios, el velador encendido. Sabías que era el de ella. La luz del farol y la cortina blanca detrás del vidrio forjaron un tenue espejo, y te viste temeroso ante tu propia imagen. Asombrado, por haber llegado demasiado lejos; como en un sueño alucinante que de pronto se vuelve real. Tuviste miedo. No querías que ella te descubriera, acechándola. Tuviste miedo. No querías asustarla, provocar su rechazo. Tuviste miedo, de que nada de eso sucediera. De que fuera otra de esas noches vacías merodeando aquel paraje. El 12305 Fifth Helena Drive. No hacías más que repetir la dirección en tu mente solo para no pensar en ella. Y sin saber cómo, te enfrentaste a aquella puerta. Tocaste la madera, como si la acariciaras. Maniobraste el picaporte y, para tu sorpresa, giró abriéndote paso. El living estaba oscuro. Te sentiste un ladrón, un asesino, y quisiste emprender la retirada. Estabas a tiempo para evitar el desastre. Pero el peso de una vida impulsándote hacia ella no podía detenerse. Te sentías jugado en un póker a todo o nada. Te atrajo el reflejo del velador que venía del dormitorio. Tardaste en reaccionar, pero fuiste decidido. Solo verla, o mejor aún, ser visto por ella. Existir por algunos segundos en su vida. Aunque fuera tu único recuerdo atesorado en la cárcel. Toqueteaste la rosa de color rosa que llevabas prendida al ojal del saco, sabías de memoria que ella las amaba. Terminaste de abrir la puerta. Ella estaba tendida en la cama, parecía dormida, pero sus ojos brillaban. Te acercaste. Quisiste sentarte a su lado para que te viera, era demasiado para tu pobre audacia, y te arrodillaste sobre la alfombra. Sus labios pintados al rojo, su lunar flotando en la mejilla rosada, un mechón de pelo rubio desperdigado en la almohada. Ella te estaba mirando, podías jurarlo. Y supiste que la magia se había realizado. Pudiste ver los frascos vacíos, las pocas pastillas tiradas en la alfombra, su aliento apenas latente, y adivinaste su última mirada. Quisiste rendirle tu póstumo tributo, una ofrenda de ese amor que nunca tuvo, o no tuviste, y, lentamente, con la ternura de un príncipe, despediste a la cenicienta con un beso. Hundiéndote de a poco en sus labios tiernos, maniatando tu propia lengua para no perturbarla. Su boca permanecía quieta. Pero sus ojos, quizás por primera vez desde su lejana infancia, sonreían con gratitud. Es lo que pensaste, y sonreíste también mientras la besabas. Luego, muy pronto, la viste apagarse, marchitarse. Fue entonces que sentiste el cosquilleo en una de tus manos. Le echaste una mirada y, sin el menor asomo de miedo, la viste traslucirse, como si fuera a desaparecer en un instante. Luego la otra. Y tuviste ganas de reír de felicidad mientras se desvanecía dedo por dedo, todo el largo de tus brazos, la coraza de tus hombros. Tu cuerpo se evaporaba, desprendiendo un humillo blanquecino que por momentos se tornaba celeste. Hasta que desapareció por completo. Solo quedó la rosa de color rosa desprendida de tu saco, que se deslizó hasta acunarse en las manos inmóviles de ella. Fue así que la encontraron.

Se dice que el forense que trató su cuerpo, desechó la rosa en el cesto de papeles. Pero una vez terminada su lúgubre tarea, descubrió que la rosa, aun en el cesto, permanecía tan fresca y lozana como recién extraída del rosal, con su perfume suave y dulzón, indeleble en el tiempo. Conmovido por ese apego casi sobrenatural a la vida, el forense regresó la rosa de color rosa a las manos de Marilyn. Y ya nadie se atrevió a quitársela, ni aún en su funeral, en el cementerio Westwood Village Memorial Park, el 8 de agosto de 1962.

Eduardo Goldman

De la antología en honor a Marilyn Monroe, "M.M.", Vencejo Ediciones, Barcelona, 2023.

jueves, 18 de mayo de 2023

HABRÁ OTROS DOMINGOS

    Entré al London para zigzaguear la mirada sobre cada una de las mesas con la esperanza de que, aún en mi exasperante, abusiva tardanza, pudiera descubrir su cabello rojizo, o un par de ojos azules escrutándome con una mezcla de alivio y resentimiento. No tuve ocasión de presentar excusas. Ella no estaba en el bar.

   Caminé como un zombi por entre las mesas para asegurarme de que no había sido mi metódica negación lo que me impidió reconocerla. Siempre estoy alerta sobre mis sabotajes internos, o de mi rapidez para evitarme reproches que, justificados o no, mudos o manifiestos, me producen un insomnio que puede durar por varias noches. En este caso, el reproche partía de mí mismo. ¡Cómo pude cometer la idiotez de no alistarme a tiempo para la cita! Había llegado a la confitería –miré el reloj del celular- a las siete menos diez, casi dos horas tarde. Es curioso, pensé. La coincidencia era un ejemplo perfecto de aquella frase que siempre le escuchaba decir a mi abuelo. Lo que la vida te da, la vida te quita, aseveraba, como repitiendo algo que había leído y que le servía para mostrarse sabio. En este caso, no era la vida sino el tren Sarmiento. Tres días antes había ocurrido algo que me recordó una vieja historia que leí en mi adolescencia, y que ahora experimentaba en carne propia. Fue justamente en el Sarmiento. Yo viajaba hacia la pensión donde vivo, cerca de la estación Haedo, y ella iba en sentido contrario rumbo a Plaza Miserere. Lo cierto es que ambos trenes coincidieron al detenerse en Flores, de tal manera que mi ventanilla quedó frente a la suya, igual que en esa historia -quizás fue una novela, no recuerdo el nombre-. En la misma, el protagonista quedaba prendado de la mujer que tenía enfrente, y pese a que sus ventanillas podían abrirse, él no se atrevió a intentar nada. Se quedó mirándola, esperando el milagro de que los trenes se detuvieran allí para siempre, apareándolos en un tiempo infinito, pero eso no ocurría en la Europa de principios del siglo XX. Tampoco iba a ocurrir con el Sarmiento. Y en un acto nada usual para mi enfermizo miedo al papelón, agité la mano atrayendo su mirada, que, por una fracción de segundo, recaló en mí para enseguida ser desviada hacia algún lugar indefinido del techo. Dibujé un “Hola” con mis labios, tres o cuatro veces. Hasta que ella acusó recibo y me lo devolvió, divertida. Los vidrios que nos separaban no debieron presentar el menor riesgo para ella. Todo un desafío para mi creatividad, tratar de conseguir su teléfono en un idioma de señas. Abrí mi portafolios y saqué rápidamente la factura de unos pendrives que había comprado. Iba a pedirle su número, pero se me ocurrió que hoy día la inseguridad en que vivimos haría de eso una misión imposible. Apresurado por la sirena electrónica del tren, opté por tirarme a la pileta sin fijarme en el nivel del agua, si es que la había. Tenía que proponer una cita lo más accesible que pudiera. Quizás, no en días de semana, por si el trabajo o la Facultad se lo hacían incómodo, por no decir imposible. Ni lo sábados. Siempre puede haber una fiesta los sábados, o un encuentro con amigas, o lo que sea. Como una ráfaga de viento pasó por mi mente la imagen de Cortázar, y en el dorso blanquecino de la factura escribí: “El London, perú y av de mayo. domingo 17 hs”. Ella se vio sorprendida. Junté las manos parodiando una plegaria, cosa de mostrarme divertido, y a la vez suplicarle que viniera. Los trenes empezaban a alejarse, no supe ni me interesaba saber cuál de ellos se estaba moviendo. Ella dudó unos instantes, hasta que sacó su celular y tomó una foto. ¿A mí? ¿Para mostrarla a sus amigas como quien expone a un payaso engreído? ¿Un machirulo al que daría una lección con su alevosa ausencia? ¿O al cartel que yo le mostraba, para tenerlo presente, y quizás, de esa manera, aceptar mi invitación del domingo?

   Puede que por inseguridad o por miedo a decepcionarme, demoré mi estadía en el sofá por una serie de Netflix y me vestí casi al filo de lo planeado. Lo justo para llegar a tiempo. Mi abuelo tenía razón, lo que los trenes te dan, los trenes te quitan. Se desató una huelga ferroviaria vaya uno a saber por qué. Desesperado, corrí hacia la parada del colectivo. Casi cuarenta minutos esperándolo. Un lento viaje de domingo y luego el subte. Y la ley de imprevisibilidad con su corolario fallido se cumplió a rajatabla. Ella, de quien no sabía ni siquiera el nombre, ya no estaba. Se habrá ido odiándome, pensé. ¿Cuánto habrá esperado? ¿Media hora? ¿Una? Seguramente no mucho más. Habrá meneado la cabeza con una sonrisa irónica y pedido la cuenta para marcharse lo más rápido posible. Se habrá sentido humillada por tomar en serio a un imbécil con un cartel arrugado y una letra desprolija. O quizás, nada de eso. Quizás ni siquiera haya venido. Quizás, en ese mismo momento yo era exhibido ante sus amigas como el payaso machirulo del tren. Supuse que nunca sabría la verdad. Así y todo, cuando de pura suerte conseguí una mesa junto a la ventana, no dejé de buscarla entre la escasa gente que caminaba sin rumbo, alejándose de Florida, o la que regresaba por Perú, dando por terminada su visita a San Telmo. La avenida de Mayo recogía los últimos destellos del atardecer, y mi atención saltaba del paisaje urbano a la puerta de la confitería toda vez que percibía la entrada de alguien, cualquiera que no era ella. Se me acercó el mozo. Un hombre de mediana edad, chaleco oscuro y modos amables, dignos del London. “Un café cortado”, pedí. Y antes de que se alejara con mi orden, lo llamé. Fue casi instintivo. Sin gran expectativa pregunté si poco antes había estado una muchacha de pelo rojizo, sola, como esperando a alguien que nunca llegó. Se quedó pensando y enseguida miró hacia un sector del salón. “Un momentito”, dijo, con voz átona. Lo seguí con la mirada. Intercambió unas palabras con otro mozo, de idéntico chaleco pero bastante más joven, cabello negro tirado hacia atrás, atado en colita. Ambos me echaron una rápida mirada y por un momento tuve la absurda idea de que iban a llamar a un patrullero. El primer mozo pareció venir hacia mí con deprimentes noticias, pero se desvió para atender otra mesa. El de colita habló con el tipo del mostrador y luego de algunos segundos, el tipo, supongo que el cajero, buscó algo bajo el mostrador y le entregó un papelito. De inmediato “Colita” llegó hasta mí para dejar sobre la mesa un barquito hecho con una hoja de papel. “Me dice el cajero que una pelirroja dejó esto, a lo mejor es para usted”. Y sin esperar respuesta siguió haciendo lo suyo. Miré el barquito sin entender nada. Parecía una broma de extraño mal gusto, o tal vez un ingenioso mensaje por parte de ella, significando que nuestra cita había naufragado como el Titanic, es decir, para siempre. Tomé el barquito con cierta aprehensión. Lo examiné. ¿Por qué no habrá sido más clara dejando una nota?, me pregunté. Y ahí mismo supe que en realidad la había dejado. Ella no tenía un sobre donde colocarla -nadie lleva un sobre para casos como éste-, y no podía dejar un papel doblado, que sin duda atraería la curiosidad del cajero. Deshice el barquito y allí estaba, muy breve, con una letra cursiva, prolija y hasta, si se quiere, sensual: “Habrá otros domingos”, decía. Y abajo la firma: Laura.

   Ahora sabía su nombre. Y algo más importante, que había estado esperándome. Y que me había perdonado al insinuar la posibilidad de encontrarnos algún otro domingo. Desde entonces mi vida ha cambiado. Ya no más el oscuro trabajo de oficina sabiendo que al final de la semana sólo me esperaba una rutina silenciosa, desierta, por momentos distraída con alguna serie de Netflix. Ahora, desde el mismo viernes empiezo a soñar con encontrarla. No ha venido al siguiente domingo, ni al otro, ni al tercero. Pero ya lo ha dicho, habrá otros domingos, puede ser cualquiera. Y yo estaba dispuesto a persistir, a estar listo desde temprano, asegurarme de tomar el tren a una hora prudente. A caminar muy despacio por la Avenida de Mayo sólo para hacer tiempo, admirando cada cúpula de los viejos edificios que me llevan al London. Sin faltar un solo domingo, con un café cortado y el barquito de papel sobre la mesa, como siempre, de cinco a siete.


                                                                                        Eduardo Goldman

lunes, 15 de mayo de 2023

DISCURSO ELECTORAL

 CANDIDATO: Y quiero advertir a la nación toda, que si no me votan en las próximas elecciones, un gran peligro se cernirá sobre nuestra querida patria. ¡Ellos tomarán el poder, con sus fauces abiertas! ¡Ellos destruirán nuestro país! ¡Hablo de los brutales comunistas!

ASESOR: (ALARMADO, EN VOZ BAJA) Señor… señor…

CANDIDATO: El blasfemo trapo rojo ondeará en lugar de nuestra querida bandera…

ASESOR: Señor… señor…

CANDIDATO: Terminaremos reemplazando a San Martín por Lenin, por Stalin, por Trotsky…

ASESOR: Señor… señor… ¡Señoooooor!!!

CANDIDATO (POR LO BAJO): ¿Qué pasa???

ASESOR: Memorizó un discurso viejo, señor. Ese ya no funciona.

CANDIDATO: Ahhh… con razón nadie me aplaude. No se preocupe. Lo arreglo enseguida. (AL PÚBLICO) Y como les decía… el enemigo se apresta a lanzar sus garras sobre el cuello de nuestro querido pueblo. ¡Hablo de la derecha! Ese monstruo agazapado que urde nuestra perdición y…

ASESOR: Señor… señor…

CANDIDATO: ¡La derecha expoliadora! ¡Esa que se dice de Centro pero que en el fondo es un lobo disfrazado de Caperucita! ¡No caigamos en la trampa del maldito capitalismo! O terminaremos reemplazando a San Martín por Adam Smith, por Milton Friedman, por Álvaro Alsogaray…

ASESOR: ¡Señooooooooor!!!

CANDIDATO: (POR LO BAJO) ¿Qué pasa ahora?

ASESOR: ¡Ese discurso también atrasa! ¡Debió agarrar el que le dejé sobre el escritorio! Estamos en el simposio nacional de medicina preventiva, ¡y usted debe exponer su futura política para erradicar el Dengue!

CANDIDATO: Ah, entiendo, entiendo… (AL PUBLICO) Como les decía… ¡No debemos permitir que ese repulsivo mosquito imponga sobre la patria sus repulsivas patas! ¡Un mosquito que intenta sembrar el pánico en la población… el caos social… una corrida bancaria… y así llevar a nuestro país hacia… hacia… (AL ASESOR, POR LO BAJO) Oiga… ese puto mosquito, ¿es comunista o de la derecha?

                                                                                                              Eduardo Goldman

miércoles, 10 de mayo de 2023

THE PINK COLORED ROSE

By Eduardo Goldman

(Translated by Martín Lazzarini)  

 

Went with a stealthy walk over the tile floor because you had a feeling about something. Your body perspired a scent of urgency. You dared jump over the low wall and trespass the unauthorized property. A plain mansion, only one floor, L-shaped. You knew she was alone. The housekeeper had left hours ago and you had monitored the place obsessively. No one came in that night. You approached one of the bedroom windows. The bedside lamp was lit. You knew it was her. The light from the lamp and the white curtains behind the glass made a tenuous mirror where you saw yourself fearful of your own image. Shocked at having gone too far, like a hallucinating dream that became real. You were afraid. You did not want her to discover you were stalking her. You were afraid. You did not want to frighten her. To provoke her rejection. You were afraid that none of this would happen. That it would be another one of those empty nights meandering this setting. At 12305 Fifth Helena Drive. You kept repeating the address in your mind, to not think of her. Who knows how, you ended up facing that door. You knocked on that hardwood, as if stroking it. You moved the handle and, to your surprise, it opened the way. The living room was dark. You felt like a thief, an assassin, and you wished to withdraw.  You still had time to avoid disaster. The weight of a whole life was pushing you towards her and could not stop. It felt like playing an all or nothing round of poker. You were lured by the reflection of the lamp that came from the bedroom. You were late in your reaction but you went on, resolute. If only to see her- or better yet -be seen by her. To exist, for a few seconds, in her life. Even if it would have been your sole memory treasured in jail. You fingered the pink colored rose you slipped in the buttonhole of your jacket, knowing by heart that she loved them. You finished opening this door. She was lying in bed, she seemed asleep, but her eyes were twinkling. You moved in closer. You wanted to sit by her side, so she could see you, it was too much for your poor modesty, and you knelt on the carpet. Her lipstick painted red, her mole floating on her rosy cheek, a tress of blonde hair scattered all over the pillow. She was staring at you, you could swear it. You knew magic had happened. You could see empty jars, a few pills over the carpet, her barely latent breathing, and you guessed her last sight. You wished to give her your posthumous tribute, proof of that love she never had- or you never had -and slowly, with the tenderness of a prince, kissed your Cinderella goodbye. Sinking a little on her soft lips, holding back your tongue to not disturb her. Your mouth remained still. Your eyes, maybe for the first time since childhood, smiled with gratitude. This is what you thought, and you smiled while you kissed her.

Later, soon after, you saw her extinguish, whither. It was then that you felt a tickle in one of your hands. You looked down, and without the least hint of fear, saw through a translucence,  as if it was about to disappear in an instant. Then, the other. You felt like laughing from happiness, while finger by finger they faded away, then the arm, and up to the breastplate of your shoulders. Your body, evaporating, dissipating in white fumes that turned light blue at times. Until it vanished completely. Only the pink colored rose remained, detached from your jacket, gliding down until it landed in one of her unmovable hands. Which is the way it was found. They say the coroner treated her body, discarded the rose in the waste basket, then discovered that the rose, still in the waste basket, remained fresh and lush as if recently cut from a garden, with a soft and sweet perfume, indelible in time. Moved by this supernatural attachment to life, the coroner returned the rose to Marilyn's hand. And no one else dared to take it away, not even on her funeral, at the Westwood Village Memorial Park, on August 8th, 1962.

 

Este cuento es parte de una antología recientemente publicada en España (Vencejo Ediciones), titulado “M.M.”, en homenaje a Marilyn Monroe. Participan autores españoles, argentinos, mexicanos, cubanos, colombianos, ecuatorianos, panameños, venezolanos, italianos y franceses.