viernes, 21 de octubre de 2022

EN LA QUIETUD DE LA NOCHE

El zapato de la mujer se introduce azarosamente en el charco vertido por la lluvia de la tarde, provocando un diminuto oleaje que anega buena parte de las baldosas rotas. Nadie, sino Tiberio, observa el reflejo lunar quebrándose en el agua oscura. De a poco, va elevando la mirada hacia cada huella dejada por los pasos de la desconocida. Una prostituta, piensa, por la pollera corta y sensual que la viste, como una telaraña que atrae al cliente para desplumarlo en el cuarto de un hotel con olor a insecticida. Bien que lo sabe.

   Tiberio oprime contra su abdomen el portafolio de plástico donde transporta papeles de la empresa, que en la mañana deberá entregar al Ministerio. La noche fresca y el cielo en parte despejado lo invitan a caminar, sin apuro por deshacer la corta distancia que lo separa del PH donde vive con su madre. Y lo hace, sin saber por qué, detrás de la mujer misteriosa. O sí lo sabe, aunque se niega a pensar en ello. Es una calle solitaria debido a que esa hora sólo deambulan los ladrones, los asesinos, los violadores. Le da gracia esta última ocurrencia, y encuentra divertido el juego mental de preguntarse qué pasaría si le diera por alcanzar a esa puta descarada y violarla en algún callejón oscuro, si es que tuviera uno a mano. Pronto se da cuenta de que sus propios pasos empiezan a sonar más presurosos que los de esa mujer, cuyo taconeo resuena sobre la vereda como si fuese hueca.     

   Ella gira apenas la cabeza para mirar por el rabillo del ojo, alarmada por lo que intuye un peligro en ciernes. Maldice el momento en que decidió internarse en esa calle oscura y apresura el paso. Tiberio acepta el desafío. Una presa que huye despierta al depredador que hay dentro de uno, recuerda haber leído en National Geographic. Y el juego mental, o la fantasía erótica de violar a esa prostituta se convierte en algo mucho más excitante. La idea de estrangularla mientras roza su pene inflamado sobre esa pollera corta y lujuriosa le coloniza el deseo.

   Súbitamente, sin aviso, la mujer se larga a correr tras un taxi que no se detiene. Queda mirando las luces del vehículo alejándose a velocidad, y advierte que la figura obesa de Tiberio se detiene a su lado, jadeando, el gesto desencajado. Ella retrocede con paso torpe y resbala para caer de espaldas sobre el asfalto. Levanta la cabeza con gesto suplicante.

   -¿Qué quiere? –gime.

   Sorpresivamente vuelve a llover. El aguacero se cuela por la escasa cabellera de Tiberio, y eso parece volverlo en sí. O quizás no sea la lluvia sino el pánico que le despierta el propio miedo de la mujer. Ni en su fantasía más salvaje se le ocurrió que podía verle el rostro a su potencial víctima. Y eso lo desarma.

 

 Tiberio camufla su accionar tras el ancho tronco de un árbol callejero, oculto a la vista de los vehículos que a esa hora circulan con esporádica frecuencia, sin el menor reparo en igualarse a un trasnochado impelido por la urgencia de mear dónde pudiere, y sin perjuicio de aceptar que, en realidad, sólo se halla dedicado a las febriles maniobras de la masturbación.

   Su mano intenta abarcar todo lo largo de su minúsculo pene, frotándolo con la misma energía que podría llevarle el pedaleo en una bicicleta de carrera. Su mente inerva las manos que, obedientes, aprietan con fuerza el cuello de la mujer de pollera corta. Goza con el estertor de ese cuerpo que se rinde, ahogándose, moribundo, y finalmente inerte. En nada influye la incómoda realidad de esa mujer que, ante la turbación de él, su parálisis, su balbuceo absurdo, se incorporó del empedrado con la pollera húmeda y se marchó a las puteadas, sin siquiera mirarlo.

   Tiberio alcanza el éxtasis contemplando un hilo de baba que cuelga de la boca de su víctima imaginaria, y manifiesta un leve quejido acompañado de una respiración profunda que lo va relajando.

   Muy cerca, desde la ventana de un segundo piso, un gato lo observa indiferente.

 

Eduardo Goldman