sábado, 28 de enero de 2023

NOVELA

 

CAPÍTULO 1

   El pájaro mecánico se eleva indiferente al celo de las palomas.

   Desde una de las múltiples pantallas arracimadas en la sede policial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la sub oficial Sonia García custodia con atención flotante el circuito del dron sobre un área populosa de Villa Lugano. Grandes complejos de viviendas sociales, unas pocas plazas, movimiento de tránsito, colectivos, pre metro, hormigueo de gente. García detiene la cámara sobre un descampado. Una modesta aglomeración de personas perimetrea el área restringida por una producción cinematográfica. “O de la televisión”, especula ella con interés adolescente. ¿Trabajará Joaquín Vicuña? Su actor favorito, a quien le prometería cualquier cosa con tal de que la lleve en brazos hasta su cama. O al menos a un baño público, tal como fantaseó más de una vez, sentado él sobre el inodoro y ella encima de su bragueta.

   A centímetros de la febril mirada de García, otra pantalla exhibe una escena de nulo interés para la fuerza policíaca. Un hombre joven, de campera azul, entra a un bar de la zona comercial, más precisamente de la avenida Escalada. Nadie podría sospechar que ese acto tan simple y cotidiano en una calle de Buenos Aires, sería el inicio de una historia de horror.

 

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   La cucharita no deja de revolver la espuma cremosa que rebalsa su café. Adrián despega la mirada del pocillo y la pasea por un ventanal salpicado de polvo que da a la calle. Se masajea desanudando tensiones en cada pequeño músculo del cuello. Saca una carta documento del bolsillo de su campera. La desdobla y empieza a leer por milésima vez, meneando la mirada. A mitad del texto hace un bollo de papel. Fue Octavio, piensa. Fue él. ¡El muy hijo de puta! Esa última palabra, puta, se le ha escapado del pensamiento para ser pronunciada en voz alta, como un desafío, atrayendo la atención de un hombre de saco negro sentado en la mesa contigua. El mozo también la escuchó, mientras servía gaseosas a una pareja de jóvenes, pero se hizo el sordo. Adrián entrecierra los ojos, la confusión y el dolor le avasallan el gesto. Octavio era un amigo, de años, se recibieron juntos en la Facultad de Derecho, y juntos consiguieron trabajo en ese estudio jurídico, uno de los más prestigiosos de la ciudad. No podía creer lo que le dijo Melina, la recepcionista, que Octavio lo había traicionado, que lo culpó ante el director de un error garrafal que él mismo había cometido, que el estudio había perdido a ese importante cliente por culpa… ¿mía? ¿Qué decís, Meli? ¿Por culpa mía? Pero si fui justamente yo quien le aconsejó a Octavio cambiar de estrategia, armar un alegato más sólido, más complicado, sí, pero también más efectivo… Al principio, Adrián se había negado a creerlo, pero esa carta documento era el testimonio de que Melina no mentía. Octavio se cagó en la amistad, no le importó dejarlo en la calle, y a pocos días del aniversario, un año ya de la noche más triste de su vida. Evocar la sonrisa de quien creyó su amigo lo encharca en imágenes violentas. Su respiración agitada reclama venganza. Aprieta los labios. Su mano cobra vida propia y barre con furia el pocillo de la mesa, vertiendo en el piso un riacho amarronado del que aún se desprende un vaho con olor a café.

   Desde la caja registradora parte el grito de sorpresa que culmina en una mirada torva de alguien en mangas de camisa, un hombre musculoso y de bigote poblado que cruza la barra y se acerca a Adrián, para increparlo.

   -¿Qué hiciste, loco de mierda?

   Adrián se incorpora, turbado, observa las gotitas de café sobre su propio pantalón

   -Perdón… Fue un accidente -intenta disculparse. Y se agacha para recoger los pedazos dispersos del pocillo.

   -¡Accidente las pelotas! ¡Te estuve mirando todo el tiempo, boludo! ¡Estoy harto de drogones como vos!

   El hombre de saco negro bebe un sorbo de té y permanece atento a la reacción de Adrián, quien, aún confuso, se endereza como por un resorte, sosteniendo un trozo del pocillo entre sus dedos.

   -Mire… yo no soy ningún drogón –se defiende, mordiéndose el labio para sofocar un incómodo temblor, al tiempo que deja el trozo desgarrado sobre la mesa. Aun retumba en sus vísceras la voz amenazante del cajero, y el miedo le facilita una solución rápida-. Le voy a pagar por lo que rompí- ofrece.

   Extrae su billetera del pantalón para acercarle un billete de mil. El cajero se lo saca de la mano, aun ofuscado.

   -¡Y ahora andate! ¡No vuelvas más por acá!

   Adrián gira como para irse, apesadumbrado, pero se arrepiente y decide encararlo.

   -Escuche… -Intenta ser firme, su orgullo está en juego-. Quiero ser claro en esto. No soy ningún drogón. –Vuelve a sacar la billetera y de la misma una tarjetita blanca-. Soy abogado. Tenga. –Y deja la tarjeta sobre la mesa-. Por el carácter que tiene seguro la va a necesitar.

   Y se va, con la desagradable sensación de saberse observado desde cada una de las mesas del bar. Ya en la puerta, escucha la humillante recomendación del cajero: “¡Andá a cagar!”.

   Y sigue su camino.

   Mientras el mozo agrupa más trocitos del pocillo pasando un trapo al estropicio de café, el hombre de saco negro toma la tarjeta que aún sobrevive en la mesa de al lado. Le echa una ojeada a través de sus gruesos lentes: Adrián C. Pelaso, abogado, matrícula…

   “Es la señal”, murmura. Paga y sale rápidamente del bar.

 

Eduardo Goldman