viernes, 17 de julio de 2020

CUCHILLADAS


ELLA: ¿Qué hiciste, flaco? ¡Lo mataste!
EL: ¿A quién?
ELLA: ¿Cómo a quién? ¡A ese tipo! ¡El que está tirado al lado tuyo!
EL: Ah… ¿Ese? No, no está muerto.
ELLA: ¿Cómo que no? A ver. (LO EXAMINA) ¡No tiene pulso, no respira y está lleno de sangre! ¡Está remuerto!
EL: Pucha. ¿Qué le habrá pasado?
ELLA: ¡Vos sabés lo que le pasó! ¡Todavía tenés el cuchillo en la mano!
EL: Ah, sí. Es un cuchillo artesanal. Me lo regalaron para el día del amigo.
ELLA: ¡Dios mío! ¿Por qué lo mataste?
EL: Yo no lo maté.
ELLA: Pero si tenés el pantalón salpicado de sangre. ¡Lo acuchillaste!
EL: Lo acuchillé, sí. Pero eso no quiere decir que lo haya matado.
ELLA: ¿Qué estás diciendo?
EL: Muy simple. Yo lo acuchillé, pero la decisión de morirse fue de él.
ELLA: ¡Vas a ir en cana, flaco!
EL: ¿Por qué? Te digo que fue su decisión morirse. Es el típico razonamiento burgués. “Si me acuchillan agarro y me muero, así el otro se siente culpable”.
ELLA: ¿Qué?
EL: ¿Cómo reaccionaría alguien de nuestro Partido si lo acuchillan? Se va a los barrios pobres a repartir comida a los chicos, con el cuchillo clavado y todo. ¡Eso es militancia!
ELLA: Flaco… vos terminás en Devoto. O en el manicomio. A vos te falla la cabeza.
EL: Y a vos te falla la ideología.


Eduardo Goldman

viernes, 8 de mayo de 2020

EL VENDEDOR DE AGONÍAS


   Es casi una regla general que las cosas no sean como uno previamente las imagina. Incluso, que resulten ser exactamente lo opuesto. Por eso no me sorprendió descubrir que ese extraño negocio anidara muy lejos de un callejón oscuro en los suburbios, indemne a la mirada curiosa de algún policía dispuesto a transar con lo prohibido. De hecho, parecía un comercio respetable, de esos que se agolpan en la avenida Cabildo, en el barrio de Belgrano. Entre zapaterías y locales de ropa interior femenina, el discreto cartel de “Agonías” insinuaba una inocente venta de perfumes exóticos, o a lo sumo un festival de biyuterí. Pero yo sabía muy bien de qué se trataba.
   Admito que ni bien traspuse la puerta empecé a desconfiar de la cordura de mi amigo, y a creer que su entusiasta recomendación no era más que un delirio abonado en su lecho de muerte. El tipo tras el mostrador se veía muy lejos de ser el sicario que me describió. Más bien, se asemejaba al viejito que atendía el kiosco frente a la casa donde nací.
   -¿En qué puedo ayudarlo? –fue lo primero que dijo, con un tono tan cálido que estuve a punto de retirarme, convencido de que había equivocado la dirección-. Sí, es aquí –agregó, con una sonrisa amable y, a mi parecer, misteriosa.
   Eché un vistazo a la gran cantidad de frasquitos multicolores ordenados en los estantes. Había un olor dulzón en el ambiente, algo pegajoso para mi gusto. “Es nomás una puta perfumería”, pensé.
   -¿Lo dice por los frasquitos? –pareció divertirse el viejo.
   Sonreí, ¿qué otra cosa podía hacer?
   -Me adivinó el pensamiento –dije.
   -Es que usted piensa en voz alta, aunque no hable.
   Siempre odié ese tipo de frases que parecen extraídas de alguna filosofía oriental, pero que en el fondo no significan una mierda.
   -Mire… –rezongué, con la paciencia en cero-. Es obvio que mi amigo me dio la dirección equivocada. Así que…
   -Ah, su amigo –me interrumpió-. Lo recuerdo. Un abogado que usa bisoñé, ¿verdad?
   Debí haber bizqueado por algunos segundos, porque su imagen se me hizo oblicua. Sacudí la cabeza para enderezar el mundo.
   -Sí, mi amigo Tomás –atiné a decir-. Pero… ¿cómo lo supo?
   El viejo lanzó una risita.
   -Habilidades que uno tiene, y un poco de suerte. A propósito, ¿le fue bien? Digo, a su amigo.
   -Murió ayer, de fiebre tifoidea.
   -Me alegro por él. Muy buen cliente.
   Sentí la necesidad de acercarme para hablar en confidencia, como si no me percatara de que estábamos solos.
   -Él me dijo que usted vende muertes.
   El viejo pareció ofendido, negó con la cabeza.
   -¿Muertes? No, claro que no. La muerte es algo salvaje y primitivo. La consigue con un tiro en la cabeza, o tirándose bajo el un tren. Mi especialidad es más bien artesanal, le diría, artística. Lo que yo vendo son agonías.
   La palabra “agonía” en su boca me provocó una inquietud cercana al vértigo, no por su promesa de un sufrimiento atroz, sino por la enorme atracción que ejercía sobre mí.
   El viejito se aburrió de mi silencio.
   -¿Va a comprar o no?
   -Yo… -titubeé-. En realidad no sé lo que hago aquí.
   -¿No sabe? ¿O teme saberlo?
   Otra vez con esas frases de libro de autoayuda. Tuve ganas de pegarle en la cara y hacerle volar los lentes.
   -No tiene por qué ser agresivo –sentenció, adivinando otra vez. O quizás por la simple observación del fastidio en mis ojos-. Tranquilo, voy a ayudarlo –y apoyó los codos sobre el mostrador, acercándose-. A usted lo tortura la culpa.
   Me estaba hartando ese viejo.
   -¡Chocolate por la noticia! –me burlé-. ¿Por qué otra cosa quisiera uno agonizar?
   -¿Una mujer? –dijo sin inmutarse.
   Largué el aliento. Eso ya parecía un tango.
   -Hay muchos que deciden agonizar para no sentir el dolor del abandono –comentó-. Pero no creo que sea su caso.
   Volví a mirar los frasquitos, y me sentí un idiota al pensar que alguno de ellos podría mitigar mi tormento. Sin proponérmelo, dejé que se me aflojara la lengua.
   -Ella estaba enamorada de mí, pero yo iba a dejarla por otra. Ibamos en mi auto cuando se lo dije. Lloró, gritó. Me puse muy tenso y en una mala maniobra choqué. Yo no me hice nada, pero ella se lastimó la columna. Quedó paralítica de la cintura para abajo. Nunca va a poder caminar. ¿Se da cuenta? Le arruiné la vida.
   -Y por lo que veo, también la suya.
   -No hay una noche en que no me obsesione con su amargura, con la angustia que debe sentir por renunciar a sus sueños.
   -Y por eso viene a comprar una enfermedad mortal, para sufrir por ella.
   -Quiero sufrir más que ella, darle el consuelo de verme gritar de dolor. Quiero morir sufriendo como un perro.
   -Puedo venderle moquillo.
   Lo miré. Escondí una lágrima bajo un gesto de odio.
   -¿Me está cargando?
   -Un poco, sí –respondió, con su proverbial sonrisa de buda para principiantes-. Mire, yo soy vendedor, pero tengo mi ética. Usted no necesita una enfermedad larga y mortal.
   -¿Ah, no? ¿Y qué necesito? –desafié.
   -Casarse con ella.
   Vi entrechocar mis propias manos en una plegaria violenta.
   -¿De qué habla? –gruñí.
   -Lo que dije, cásese con ella.
   -Pero… ¡qué consejo más estúpido! Ya le dije que no la amo. Si lo hago terminaría odiándola.
   -Correcto. ¿Y qué es peor para usted? ¿El odio o la culpa?
   Fue como un golpe a la barbilla, pero que lejos de lastimar me despertaba. Por primera vez sentí que algo en mis entrañas empezaba a relajarse. Quizás, sólo quizás, había una salida que no fuera una muerte horrible.
   -O sea… -balbuceé-. Quiero decir… que el casamiento sería la mayor de mis expiaciones. El autocastigo apropiado.
   -Mucho mejor que la fiebre hemorrágica.
   Asentí con profundo alivio, como alguien que se está ahogando y de pronto descubre que muy cerca flota un salvavidas.
   -Gracias –le dije-. Quise expresarle más cosas, pero sólo me salió un vulgar-: Me alegro de haber venido.
   El viejo sonrió, comprensivo. Abrió un cajón bajo el mostrador y extrajo un blíster.
   -Tenga –dijo-. Llévese esta muestra.
   -¿Qué es? –pregunté sin desconfianza. Había una pastillita verde bajo la transparencia.
   -Un simple resfrío. Ideal para las tardes de otoño.
   -Le agradezco, pero…
   -Pruébela, es gratis.
   No quise desairarlo, de modo que saqué la pastilla y la puse en mi boca. Tenía un agradable sabor a menta.
   -¿Y? –preguntó-. ¿Qué le parece?
   -Rico. Atchisss.
   -Son muy buenas y no tienen conservantes. –Estrechó mi mano, cálidamente-. Ya sabe. Cualquier cosa que necesite, aquí estoy.
   -Atchisss.


Eduardo Goldman

viernes, 27 de marzo de 2020

AFUERA


   Acompaña cada maldición con su dedo gordo aporreando el timbre del ascensor, con el consiguiente chirrido de la alarma, para su zozobra, sin la misma fuerza de una hora atrás. Nunca antes había permanecido tanto tiempo encerrado en esa caja metálica, hermética, tan aislada del mundo que desmonta los latidos de su celular.
   ¿Es que nadie escucha ese maldito timbre? ¿Qué pasa ahí afuera? Trata de calmarse. Recuerda la voz de la anciana del tercero C, que hace un rato gritó auxilio. Una exageración, pensó. Sólo había que llamar al Servicio Técnico. Supuso que alguien lo habría hecho y que en cualquier momento vendrían a liberarlo, pidiendo disculpas por la demora. De hecho, en un momento escuchó un fuerte ruido metálico, seguido de otro, y pensó que eran ellos. Pero luego nada. Maldice a los técnicos y a todo el consorcio del edificio. ¿Qué mierda pasa ahí afuera?
   Apoya la oreja en la pared metálica. Lo sorprende un rumor difuso que parece provenir de la calle. Las voces van creciendo y lo estremecen. Los gritos de horror pidiendo auxilio. Se pregunta, ahora con miedo, ¿qué pasa ahí afuera?

Eduardo Goldman

jueves, 26 de marzo de 2020

LA CUARENTENA Y EL ARCA


                         LA CUARENTENA Y EL ARCA
                                                               
                                                                     Por Eduardo Goldman

   Y el Señor le dijo a Noe que se venía una lluvia de locos y que construyera un arca lo suficientemente espaciosa como para salvar a su familia y, al menos, a una pareja de cada animal de la Tierra. Noe, voluntarioso, puso manos a la obra. Le llevó un enorme esfuerzo levantar su empresa naviera, siendo el único empleado, sin planos ni torno eléctrico. Afortunadamente, pudo inaugurar a tiempo un enorme arca fabricado en madera, de las dimensiones del Queen Mary, aunque por desgracia, con un solo baño y ni un rollo de papel higiénico. Así y todo, ante la emergencia, fue aprobado por Salud Pública.
   Todos los animales que resultaron sorteados para salvarse ingresaron a la cuarentena del arca sin chistar. Todos respetuosos y dispuestos a colaborar unos con otros. El tigre dejó de comer jirafas y se hizo vegano. Los toros dejaron de cornear liebres y las invitaron a un torneo de truco. Los zorrinos evitaron molestar a sus compañeros de diluvio llevando como equipaje un cargamento de Chanel Número 5.
   El gran problema para Noe fueron los dinosaurios. No había forma de hacerles entender que la cosa era en serio. El más renuente fue el Tiranosaurio. Cuando el mono Tití fue a avisarle de la cuarentena lo agarró a trompadas diciendo que a él no lo mandaba nadie. Otros, como el Velociraptor, iban por todos lados haciendo caso omiso a las gruesas nubes que se cernían sobre el planeta. “No me jodan”, decían en tono de burla. “Tengo paraguas”.
   El caso más dramático ocurrió con los Pterodáctilos, que tomándose en joda el pronóstico del tiempo, emigraron en masa a Miami. Según un chimento bíblico, al descubrir que Disney estaba cerrado se extinguieron de puro aburrimiento.
   Ciertamente, esta vez el Instituto Meteorológico la pegó, y llovió durante cuarenta días y sus noches. Y a pesar de las enormes olas que azotaban al arca en su deriva, los animales allí dentro se mantuvieron felices y a salvo. Aunque el baño era un desastre.
   Se cuenta que, ya llegándole el agua hasta el cuello, el Tiranosaurio escuchó un pedido de auxilio. Era un Velociraptor que apenas se mantenía a flote agarrado de un tronco de sauce llorón.
   -Che, Tira –alcanzó a decir el Velociraptor-. No era joda que lo que mata es la humedad.
   -No pasa nada –aseguró el otro, mostrando sus enormes colmillos en una sonrisa canchera-. No te olvides que Dios es dinosaurio.

viernes, 24 de enero de 2020

MACABRA NAVIDAD


El comisario Aldújar baja del coche frente a la puerta de la casona. Se afina los bigotes encanecidos, los tornea con sus nudillos. Una acción minúscula, dilatoria; una pausa efímera que brinda un respiro a la ansiedad. Escupe el piso, pero el viento desvía el gargajo hacia su pantalón. Putea, claro. Saca un pañuelo y se limpia. “Esto empieza mal”, predice, con una risita que muere casi al nacer.
     Camina sobre la alfombra oscura que proyecta la casona, cuyo lado opuesto debería estar empapado en luna llena. Antes de que logre divisar el timbre, se acercan tres tipos que parecen extraídos de un casting para sicarios. Lo pechean. Lo arrinconan. No parece importarles la credencial ni la culata de la Browning que nerviosamente exhibe el comisario en su cintura. Sólo uno de ellos, de aspecto oriental, es el que lleva la voz cantante. Y no precisamente para cantar, sino para lanzar una metralla de preguntas que parecen provenir de la Uzi que lleva colgada del cuello. ¿Quién mierda sos? ¿Quién te manda? ¿Qué querés aquí?
     Aldújar no sabe si responder sumisamente a cualquier pregunta de la que pueda aferrarse, o sacar el arma y hacer pesar su condición de policía, con el riesgo de exponerse a un tiroteo claramente desigual. La suerte le ahorra ese debate interno. Una voz metálica vibra en el portero eléctrico. Una voz suave, sin asperezas pero a la vez autoritaria, como la de un animador de fiestas infantiles. La orden desactiva los malos modales de los sicarios. Se transforman en mayordomos atentos que le franquean la puerta con una sonrisa de compromiso, no sin pedirle cortésmente que deje la pistola antes de entrar. «Reglas de la casa», le informan. Y puesto que no porta una orden de allanamiento, el comisario accede.
     Un largo jardín precede a esa única edificación erigida en la manzana. A continuación, otra puerta se abre como por arte de magia, al ritmo de una chicharra. Una multitud de lucecitas intermitentes, que provienen de un frondoso árbol de Navidad, escoltan su paso por el living. El propio general Reverde viene a recibirlo. De unos cincuenta años, barba casi enteramente blanca que contrasta con el delantal, también blanco, pero con grandes manchones rojos. El general adivina la impresión que ese detalle provoca en el comisario.
   —Sí, es sangre –aclara—. Estoy trozando los pollos para cocinarlos en Navidad.
   —Entiendo –dice Aldújar.
     Luego de estrecharse la mano, el comisario carraspea.
   —Me envía el jefe de policía –explica—. Tengo orden de apoyarlo en… eso dijo, apoyarlo. Pero no me explicitó en qué tema.
   —¿Cómo qué tema? Pero, comisario. Todo el mundo habla de eso. Los malditos golpistas.
     Aldújar frunce el entrecejo, desconcertado.
   —¿Golpistas?
   —Usted sabe que soy el presidente de la sociedad de fomento del barrio. Lo sabe, ¿verdad?
   —Mno… La verdad que…
   —El problema es que unos cuantos vecinos se han confabulado para derrocarme. Revanchistas. Vendidos. No toleran mi éxito en la gestión. Dicen que no he colocado ni una sola cloaca en el barrio. Como si las cloacas fueran tan importantes.
   —Pero, ¿lo han amenazado? ¿Lo han atacado o invadido su propiedad?
   —¡Jamás se animarían esos cobardes! Pero hacen algo peor. Murmuran. Murmuran en contra mío. Murmuran tan fuerte que los oigo desde mi dormitorio. Toda la noche murmuran. ¿Cómo puede ayudarme?
     El comisario se rasca la cabeza, perplejo.
   —Es que, si no hay nada concreto que hayan hecho…
     El general mira su reloj.
   —Se me hace tarde. Tengo muchos pollos que faenar. ¿Me acompaña?
     Y sin esperar respuesta, se introduce en un pasillo. Aldújar no tiene el menor interés en seguirlo, pero sabe que el jefe de policía está pendiente de ese encuentro. Su obsecuencia policial lo lleva hasta una sala refrigerada. El aire gélido le produce un escalofrío, pero no es la temperatura lo que le hace temblar las piernas, sino lo que ve. Sobre una mesa metálica, el cuerpo inerte de un hombre, desnudo, con el vientre abierto y las vísceras a medio salir. El general toma un cuchillo grande, de esos que se usan para cortar un costillar, y sigue abriendo el cuerpo hasta separarlo en dos hemisferios. La sangre chisporrotea al paso del filo.
   —Caramba –dice Reverde observando con sorna al comisario—. Se me ha puesto pálido.
   —Yo… yo no sabía que usted… hacía trabajos forenses. Me refiero a… bueno… una autopsia en su propia casa.
   —¿Autopsia? –El general lanza una carcajada—. Tiene un gran sentido del humor, comisario. –Y repite meneando la cabeza—: Autopsia.
     Aldújar es invadido por una oleada de náusea, la misma que le provoca subirse a un bote en aguas profundas; con esfuerzo logra controlarse. Suspira y el olor pútrido de la sangre lo impresiona aún más. Reverde puede adivinar cada una de las sensaciones de su interlocutor.
   —No sé por qué se impresiona tanto, comisario. ¿Nunca antes había visto faenar un pollo?
     El policía lo mira entre sorprendido y asqueado.
   —¿Pollo? ¿Llama usted pollo al cadáver de un hombre?
   —¿Se refiere a esto? Ah, sí. Esto fue un hombre. Ahora es un pollo.
     Aldújar estalla sin proponérselo.
   —¿De qué habla, loco de mierda?
   —Tranquilo, comisario. Déjeme explicarle. Este cuerpo corresponde al que fuera uno de mis vecinos más intolerantes. El que más fuerte murmuraba. Eso hacía, antes de que se convirtiera en pollo.
     El policía extrae con mano temblorosa su celular, y trata infructuosamente de embocar los números que lo conecten con la brigada. Su intensión es pedir un móvil para arrestar al general y sus sicarios.
   —No se moleste comisario. Aquí no hay señal.
     Aldújar casi pierde el equilibrio al notar que el general está muy cerca de él, apuntándole a la cara con una birome.
   —¿Sabe lo que es esto, comisario? ¿Sabe lo que es?
   —Una… birome –atina a balbucear Aldújar.
   —Correcto. Una birome, con un poder mágico. Me la trajo un pajarito en un día de sol intenso, un día de brillo resplandeciente, de esos que presagian el nacimiento de la patria grande indo europea. Pero no entremos en detalles. Le decía que es una birome mágica. ¿Me entiende?
   —Sí… Sí, claro.
   —Si lo toco a usted con la punta de la misma, si le marco un poco de su tinta, usted se convierte de inmediato en un pollo. Y yo no tendría más remedio que faenarlo.
     Justo en ese momento el comisario descubre que la otra mano de Reverde sostiene el cuchillo que casi le roza el vientre. El brillo de la hoja parpadea bajo la potente luz del techo. El efecto en el comisario es devastador. Su cuerpo se paraliza, se congela, al punto que su propia respiración le resuena como el estallido de un volcán.
     El general se descascara de risa y coloca un capuchón a la birome.
   —Tranquilo, Aldújar. Si a usted lo manda el jefe de policía para ayudarme, significa que usted es de los nuestros.
   —Sí sí. Soy de los nuestros. Digo… soy de ustedes.
     Ni la amable aprobación de Reverde logra relajar el cuerpo balcanizado del comisario, que aun tiembla por partes, desbordado, sin el menor atisbo de control. El general lo toma del hombro y lo va llevando hacia una puerta de metal.
   —Escuche, comisario –le dice, afable, como quien le habla a un viejo amigo—. Todo lo que necesito de usted es que vea la forma de justificar la granja.
     Aldújar sólo entiende la palabra “granja”, pero no tiene idea de lo que pueda significar en boca de Reverde. No tiene voluntad siquiera para preguntar. Sólo se deja llevar hacia el interior de una cámara tras la puerta de metal. Y, curiosamente, el cuadro que se le revela ni siquiera lo impresiona. Ver esos cuerpos humanos colgados como reses de unos ganchos carniceros le parece tan natural como ir al supermercado a comprar medio kilo de osobuco. Sus sentidos están anestesiados por el horror. El miedo a terminar siendo una de esas reses, o pollos, como los llama Reverde, le bloquean todo razonamiento crítico. Ya no es un policía. Ni siquiera el hombre que fue antes de ser policía.
     Al notar la cara inanimada del comisario, Reverde siente la necesidad de ser más claro.
   —En concreto, lo único que pido de usted es que invente algo, un accidente, no sé, algo que explique la desaparición de estas expersonas. Para que a los familiares no les de por hinchar en los medios. Pueden ser muy fastidiosos. ¿Me explico?
     El comisario apenas puede asentir con la cabeza, su boca entreabierta le dan un aspecto casi bovino.
   —¡Muy bien! –festeja Reverde—. Ahora vaya a su casa, ni bien tenga un plan de acción me llama. Y no se preocupe. Lo voy a recomendar con el jefe de policía para una promoción. Ya verá, soy muy generoso con los nuestros.
   —Sí… de ustedes… –alcanza a decir Aldújar.
     Y cuando ya se está retirando lo detiene la voz del general.
   —¡Espere! ¡Llévese esto! —El comisario se deja poner una bolsita entre las manos. Reverde sonríe—. Para la cena de Nochebuena, disfrútelo con su familia.
     Aldújar observa a través del plástico transparente una mano humana, regordeta, aún con pelos en la base de cada dedo, y algo de tierra bajo las uñas. Se le ocurre que sería muy rica con papitas al horno.

Eduardo Goldman


martes, 14 de enero de 2020

CLUB DE MALOS


La lente avanza casi rajando la superficie de una laguna oscura y cenagosa. Poco a poco, entre ramas inertes que se expanden bajo el agua quieta y los vapores que exhalan las entrañas del pantano, la cámara de Animal Planet se aproxima a un caño oxidado que gotea cierto líquido negruzco, sospechamos, nauseabundo. Se introduce en la cañería transportándonos como en un tren fantasma por un estrecho mundillo de sombras que se agitan sin que atinemos a descubrir sus verdaderas formas, hasta que, luego de un tenebroso, asfixiante viaje que podría pasar por un tour en el infierno, vislumbramos a lo lejos un círculo de difusa claridad, la famosa luz al final del túnel. Por fin, la cámara sale por un inodoro y se desliza en un rápido travelling (desplazamiento, para los no entendidos) hasta un cuarto en penumbras donde tres hombres, armados de whisky y tabaco, juegan al gold pocker; esto es el popular juego de cartas donde en lugar de dinero apuestan pepitas de oro. Sobre una de las paredes cuelga la bandera negra pirata, con su calavera cruzada por huesos. También una esvástica rediseñada con calas blanquecinas y rosas rojas. Y por un último un cartel, que en letra gótica anuncia: CLUB DE MALOS.
   Uno de los jugadores, de uniforme militar lleno de estrellas, sin su gorra, corta el mazo y reparte las cartas.
   En el borde inferior de la pantalla aparece un subtitulado: “Coronel XX. Graduado en la escuela de formación de oficiales del campo de Guantánamo”.
   —¿Qué tratamos hoy? –dice, mascando la punta de su habano.
   —Lo que aparece en todos las primeras planas, coronel –informa un calvo a lo Bruce Willis, con una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho–. Venezuela. –Y mira sus cartas con cierto disgusto.
   Subtitulado: “Agente NN. Importante funcionario de la CIA y asesino a sueldo en sus ratos libres”.
   —¡Venezuela! ¡Hermoso país, cuando era un país! –exclama el tercero, de lentes y traje enteramente blanco.
   Subtitulado: “Mister BB, hombre de negocios que ha hecho turismo por todo el mundo vendiendo armas”.
   El de blanco se divierte con su propio chiste y bebe un trago de whisky.
   La cámara hace un zoom al vaso y se introduce en el dorado líquido, choca con un cubito de hielo, y al salir da unos saltos debido a un ataque de hipo. Luego se enfoca en las manos del de la cicatriz, que mira sus cartas y después al coronel.
  —Dos –dice.
   Recibe dos cartas y las mira con la expresión de un Buda aburrido.
   —Y bien –murmura el comerciante–. ¿Qué hacemos con Venezuela?
   El coronel lo mira sorprendido, al tiempo que acerca dos pepitas de oro al centro de la mesa.
   —¿Cómo qué hacemos? Lo que hacemos siempre. Somos el club de malos, ¿no?
   —Y como malos que somos… –continúa Cicatriz ocultando sus cartas–. Solo podemos hacer una cosa en Venezuela.
   El comerciante arrima tres pepitas, entusiasmado.
   —¡Por supuesto! ¡Invadir ese país! ¡Derrocar al presidente Maduro y destruir a su pueblo!
   Los tres chocan palmas y lanzan una carcajada salvaje. Música incidental macabra. Acercamiento al rostro del militar, muy concentrado en sus cartas, que de improviso mira a cámara con ojos sanguinolentos. La pantalla temblequea y queda en negro absoluto. Podemos jurar que la cámara ha tragado saliva. Lo siguiente que podemos ver es uno de los ceniceros con un cigarrillo encendido y suficiente ceniza como para sospechar que hay alguien cremado allí dentro.
   Reconocemos la voz del militar cuando dice:
   —¿Y cómo sugieren que logremos ese bello objetivo? ¿Qué opina la CIA?
   Enfocamos a Cicatriz cuando se encoge de hombros.
   —Supongo que lo de siempre. Destruir las industrias para que el país sea insustentable.
   —Temo que no es posible –interviene el comerciante–. Eso fue cumplimentado a la perfección por la política económica de Maduro.
   —¡Mierda! ¡Nos ganó de mano! –exclama el militar, y coloca tres pepitas más sobre la mesa.
   El de la CIA iguala esa cantidad, casi con furia.
   —¡Entonces hay que provocar desabastecimiento! ¡Que no haya comida, medicinas, servicios, y que nadie tenga un céntimo para comprar nada! ¿Me entienden? ¡Matar al pueblo de hambre y enfermedades!
   El militar escupe tabaco al piso. Mira impaciente a Cicatriz.
   —Mi umbral para tonterías es muy bajo, amigo –le reprocha–. Todo eso que usted dijo ya es viejo. Fue la acción de gobierno más exitosa alcanzada por Maduro.
   Pero la CIA nunca se da por vencida.
   —¿Y si fomentamos un régimen militar, bien represivo? –insiste el agente–. Eso que hicimos con America Latina en los ‘70.
   El coronel repiquetea marcialmente los dedos sobre la mesa.
   —¿Es usted de la CIA o de Disney Channel? –le espeta–. Lo de Maduro ya es una dictadura militar, siempre lo fue.
   Cicatriz lo espía por el rabillo del ojo, frunce el ceño. Duelo de miradas. Música incidental de suspenso. El comerciante trata de romper el hielo.
   —¿Y si… hacemos que estalle una guerra civil? –Muestra todos sus dientes; algún televidente puede pensar que se trata de una sonrisa–. Que la gente caiga como moscas, igual que en esos comerciales de insecticida.
   —Temo que tampoco es una opción –dice Cicatriz, con un gesto de soberbia que dirige al coronel–. Nuestros informes dicen que la criminalidad en Venezuela alcanza niveles pavorosos. Ni con una bomba nuclear podríamos igualar eso.
   —¡Maldito Maduro! –El militar da un puñetazo a la mesa y hace saltar algunas pepitas. La cámara, prudente, se aleja unos metros.
   —Nos queda una chance aún, caballeros –dice el comerciante. Los otros dos lo miran con ojos ansiosos y una sonrisa vacía de esperanzas–. ¿Qué tal si hacemos que los países envíen ayuda humanitaria para el pueblo venezolano. Los ilusionamos a todos pero a último momento no entregamos nada.
   El de la CIA deja caer su cabeza, resignado.
   —Tarde –susurra–. La ayuda ya la enviamos, y el mismo Maduro la bloqueó, diciendo que no necesita limosnas.
   El coronel arroja el mazo de cartas contra la pared. Se controla. Suspira, inflándose. Finalmente sonríe, como lo habría hecho el capitán del Titanic.
   —Temo, caballeros –prologa–, que si no encontramos una idea en los próximos diez segundos… estaremos ante el primer completo fracaso del Club de Malos.
   Diez… nueve… ocho… siete… seis… cinco…
   La tensión crece al ritmo del conteo regresivo, solo que en lugar del lanzamiento de un cohete desde Cabo Cañaveral, una onda expansiva de maldad insatisfecha estallará como ojiva nuclear expandiéndose por el mundo.
   Cuatro… tres… dos…
   La cámara se sacude, temblorosa.
   Uno…
   —¡Un momento! ¡Un momento! –irrumpe la voz del comerciante–. ¡Ya sé cuál es la gran maldad que podemos hacerle al pueblo venezolano!
   El coronel lo mira con ojos suplicantes. Cicatriz reza una plegaria atea.
   —¿Qué maldad? –pregunta el militar con un hilo de voz.
   —La peor –masculla el comerciante, y sus ojos sonríen con crueldad–. ¡Apoyemos a Maduro!
   Los tres se miran, cómplices. Chocan palmas al grito de:
   —¡Iupiiiiii!
   Y se ponen de pie para entonar un himno irreconocible. La cámara de Animal Planet se va alejando tímidamente, en un travelling inverso, hasta introducirse nuevamente en el inodoro.

Eduardo Goldman

lunes, 6 de enero de 2020

UN SIMPLE CRIMEN EN WASHINGTON


   4:30 PM

   En la habitación de un lujoso edificio en pleno centro de Washington D. C., un hombre de aspecto rudo y macizo apoya su humanidad en la silla que le señala el fiscal Thomas Perry. El hombre rudo seca el sudor de su frente con un pañuelo arrugado y húmedo, como si el aire acondicionado no terminara de convencer a su empecinado organismo que, por un rato, se ha ausentado del tórrido verano de la planta baja.
   Perry se sienta frente a él. Es un hombre pulcro y de manos cuidadas. Su gesto ansioso revela apuro y cierta molestia por verse obligado a interrumpir su trabajo, dejando un escritorio lleno de papeles y una notebook donde aún no se ha activado el protector de pantalla.
   -Y bien. ¿Qué quería decirme con tanto apuro, Miller? –inquiere el fiscal.
   El rudo se toma su tiempo, sonríe nervioso y de inmediato borra la sonrisa.
   -Bueno. Ante todo, quiero decirle que debe estar tranquilo. Estamos con los ojos bien abiertos.
   -Por favor, vaya al grano. Tengo mucho trabajo y pocas horas para terminarlo.
   -De eso se trata, doctor. De su trabajo. Yo… -Y se acerca para hablarle casi al oído-. Bueno… tenemos indicios de que van a atentar contra usted.
   Para Perry no es precisamente noticia de último momento. Hace rato que recibe amenazas de todas partes. Cuando denunció los manejos del presidente Trump sabía a lo que iba a enfrentarse.
   Su miedo primitivo, visceral, se transforma en desafío.
   -Para eso están ustedes, ¿no? ¡Para cuidarme las espaldas!
   -Sí, sí, claro. Usted sabe que cuenta con nosotros las veinticuatro horas. Sin embargo, habíamos pensado…
   -¿Quiénes?
   Miller afina la mirada.
   -No entiendo –masculla.
   -¿Quiénes han pensado… lo que sea iba a decirme? ¿Usted y quién más?
   -Ah… -No le resulta fácil entender a Perry, nunca sabe con qué puede venirse. Pero todo parece andar bien, y eso le da más confianza-. Rico y yo, los dos. Le decía que habíamos pensado en un tercer anillo de seguridad.
   El fiscal resopla impaciencia.
   -¿De qué anillo me habla? ¿Puede ser más claro?
   -Quiero decir… El primer anillo somos nosotros, los guardias. Los que custodiamos la puerta del edificio y lo seguimos cuando sale, a dónde se dirija; un coche delante del suyo y otro detrás. Somos una muralla. El segundo anillo, o cordón, como quiera llamarlo, es Walker, el chofer, que está armado, por si alguno se nos  llegara a escapar. Nadie puede pasar esa barrera, créame.
   -¿Y?
   -Y… desde que estuvo en ese programa de televisión, usted es el hombre más amenazado del país. Y más ahora que va a presentar cargos contra el presidente. Entiéndame, doctor, no es que dude de nuestro servicio, pero de veras pensamos que no está demás tomar una última precaución para protegerlo.
   -Miller, sigo sin entender de qué me habla. ¿A qué precaución se refiere?
   -Mire, doctor, si algo llegara a fallar, cosa que, insisto, estoy seguro de que no es posible, pero si nuestro sistema defensivo fallara y llegasen a usted, no es bueno que lo encuentren indefenso, ¿me entiende? Creemos que usted debería tener un arma.
   -¿Está loco? ¿Para qué tenemos un servicio secreto? ¡Para que yo deba ir armado como en el far west!
   -No, doctor. No me malentienda. Pero, piénselo. Suponga que un comando asesino logra infiltrarse.
   -¿Qué comando?
   -Ruso. Usted dice tener pruebas para imputar al presidente por haber conspirado con los rusos, en las presidenciales contra Hillary Clinton.
   -Pruebas concluyentes. Trump va derecho al impeachment.
   -Lo sé, lo sé. Pero el tema es… Suponga que en algún momento se infiltra un comando y lo sorprende a usted con sus niños. ¿Qué hará? ¿Eh? ¿Dejar que los acribillen, uno por uno? ¿O querría tener un arma para defenderlos?
   Perry calla. Sus labios apretados son la señal de que está sopesando la situación, horrorizado. Luego asiente con la cabeza.
   -Debo reconocer que tiene razón. Me irrita la idea de llevar un… Pero tiene razón.
   -Bien. Sabemos que usted guarda una pistola en casa de su madre.
   -Es una pistola vieja. Ni siquiera sé si funciona.
   -Podríamos revisarla.
   Perry reacciona con su habitual mal humor.
   -¡Deje a mi madre tranquila! ¡Lo único que falta es que vaya a pedirle la pistola y la deje más preocupada de lo que está!
   -Entiendo. Y… ¿conoce a alguien que pueda prestarle una?
   -¿Por qué no me la consiguen ustedes? Deben tener un montón guardadas por ahí?
   -Desgraciadamente, estamos muy controlados. Ha habido movimiento de armas y sumariaron a varios de nosotros. No es posible que le demos una pistola. Ni siquiera debe saberse que le sugerimos portar una. Vamos, usted conoce a mucha gente. Debe haber alguien que puede prestársela.
   Perry queda pensativo.
   -Mi técnico –murmura-. El muchacho que mantiene mis computadoras. Él tiene una pistola.
   El guardia mira el celular que hay sobre la mesita. Lo agarra y se lo alcanza a Perry.
   -Pregúntele, ya mismo!
   El fiscal lo mira alarmado.
   -¿Por qué tanto apuro?
   -Hay enemigos actuando en las sombras. No hay que arriesgarse –dice Miller, sin la más mínima expresión en el rostro-. ¡Llámelo ahora!


   3:00 AM

   Los golpes a la puerta son pausados, casi educados, golpecitos. Lo único que los hace sobrecogedores es que se escuchan a las tres de la madrugada. Perry despierta sobresaltado. Por un momento trata de dilucidar si sólo se trata de un sueño. Nuevos golpecitos. Enciende el velador y mira la hora. Maldice por lo bajo. El sueño le entorpece los pies y la prudencia. Ni siquiera toma conciencia de que camina hacia la puerta en ropa interior, sin cuidar su imagen, que en plena vigilia adquiere tanta importancia para él.
   -¿Quién es? –pregunta, y la sólida madera de la puerta le devuelve su propia voz distorsionada.
   -Miller –responde alguien desde el otro lado.
   -¿Qué pasa? ¿Sabe la hora que es?
   -Por favor, doctor. Es urgente.
   Perry da un largo suspiro antes de entreabrir la puerta, resguardando su cuerpo detrás de la misma. En cuanto lo hace, una punzada de temor le comprime el vientre. Miller no está solo. Lo acompañan dos tipos a los que no conoce, ambos con una gorra de visera. Uno de ellos lleva un bigote muy poblado, como el de un mariachi. Para alivio del fiscal también está Rico, el otro guardia, un tipo que, hace tiempo se le antojó, tiene aspecto bonachón y confiable.
   Así y todo, Perry desconfía.
   -¿Quiénes son estos señores? –inquiere, atravesando con su mirada los ojos de Miller.
   El mariachi sonríe y hace una venia informal.
   -Dick Anderson, señor. De la CIA. Tenemos órdenes de reforzar su guardia. Mi compañero y yo vamos a estar en el pasillo, custodiando la puerta.
   -Ridículo –se queja el fiscal-. Nunca fue necesario tanta…
   -Lo es ahora, señor. Se ha detectado una célula rusa aquí mismo, en Washington.
   -Es lo que le había dicho, doctor –interviene Miller-. El nivel de riesgo está en alerta roja.
   Es tarde, piensa el fiscal, ¿qué sentido tiene discutir con la CIA? Si esos tipos quieren quedarse ahí afuera que lo hagan. Sólo espera que no fumen ni hagan demasiado ruido.
   -Está bien –acepta encogiéndose de hombros. Amaga cerrar, pero el zapato de Miller lo impide.
   -Disculpe, doctor –dice el guardia-. Pero… su técnico vino esta noche a verlo. Suponemos que le trajo el arma. -Perry lo mira sorprendido. Miller asiente y señala a los de la CIA-. No se preocupe, ellos lo saben.
   -Sí, me trajo una… Bersa, creo. Y ahora si me disculpan…
   -Espere, doctor. Un minuto más. Necesitamos ver esa pistola.
   -¿Cómo? ¿Está loco? ¿Viene a esta hora por esa ridiculez?
   -Ninguna ridiculez, doctor. El agente Anderson es un experto. Debe revisar su arma para verificar que funcione como corresponde.
   -¡Que lo haga mañana! ¡Ahora me voy a dormir! ¡Sabe lo que significa para mí perder estas horas de sueño! ¡Tengo mucho trabajo!
   -Lo sabemos, señor fiscal, pero esto es por su seguridad. -La voz de Mariachi suena calma pero firme, esa clase de voz que no acepta desacuerdos-. Es mi deber no salir de aquí hasta revisar el arma.
   -Pero es que… el técnico me enseñó a amartillarla. Funciona bien.
   -Eso nunca se sabe –replicó la voz calma-. Ha habido casos en que se ha encasquillado al usarla…
   -Pero…
   -Incluso ha explotado por defectos de fábrica, volando la cara del dueño. Lo siento, señor. Debo revisarla ahora mismo. Es el protocolo.
   -¡Dios mío! –estalla Perry, se encamina hacia la mesita de luz-. ¡Ustedes y sus malditos protocolos!
   Perry extrae el arma de uno de los cajones y al voltear se sorprende al ver que los hombres han entrado.
   -Permítame –dice Mariachi acercando su palma. Perry duda un momento y le entrega la pistola. El tipo la manipula con mano hábil-. Es buena. Algo vieja, pero en buen estado.
   -Gracias –ironiza el fiscal, solicitando el arma con su mano-. Y ahora si me permiten…
   Sorpresivamente, el compañero de Mariachi saca una Glock y apunta al corazón de Perry, quien, confuso, mira sonriendo a Mariachi, luego a Miller.
   -¿Qué es esto? –atina a decir.
   -Entre al baño… señor –es el único comentario del agente Anderson, al tiempo que se coloca guantes de hule.
   -Pero…
   Miller busca tranquilizarlo.
   -No se preocupe, doctor. Es… rutina. Van a revisar el departamento, por si hay una bomba.
   Perry se niega a entender, huye de la realidad con su habitual prepotencia.
   -¿De qué bomba está hablando, imbécil? ¡Llame al jefe del operativo! ¡Quiero hablar con el jefe! ¡Ahora mismo!
   -¡Entre al baño! –ruge Mariachi, y su compañero toma a Perry de la camiseta para introducirlo en el pequeño cuarto, aún a oscuras.
   -No se preocupe, doctor –alcanza a repetirle Miller, antes de que la CIA se encierre en el baño con él. Luego le hace un gesto a Rico-. Empecemos.
   Los guardias se colocan guantes de hule, y mientras Miller limpia con un trapo todas las huellas posibles, Rico pasa por el piso una pequeña aspiradora portátil.
   Se escucha un estampido. Miller paraliza su accionar por unos segundos. Luego continúa. Los guardias no se miran. Al rato salen los de la CIA del baño, cierran la puerta.
   -Ajusta la cerradura –le dice Mariachi a su compañero-. Yo me encargo del celular y la computadora.
   Cuando Miller se encuentra frente al agente Anderson, siente algo de miedo. Trata de caerle simpático.
   -El presidente va a estar muy contento… digo… por el operativo.
   Anderson lo mira de arriba a abajo.
   -¿El presidente? Se enterará por los medios. ¿O cree que necesitamos su permiso para hacer nuestro trabajo?
   Miller traga saliva.
   -Claro… claro…
   -Ahora bajen a la guardia y háganse los idiotas, es lo que mejor les sale.
   Miller asiente y se retira. Oprime el botón del ascensor, espera al otro guardia antes de entrar.
   -Odio a ese tipo –le dice en voz muy baja.

 Eduardo Goldman