jueves, 29 de abril de 2021

SOMOS UNO

 El diputado Matienzo entra a su departamento y la respiración se le hace bruscamente más pesada. Hay algo en la oscuridad del living, una difusa amenaza, indefinible, inexplicable, que nunca antes había experimentado al momento de tantear la rugosa pintura de la pared en busca del interruptor. 

Enciende la luz disipando tinieblas, barre con la mirada la amplia geografía del living. Todo normal. Excepto por un hombre de finísimo traje gris que desde la comodidad del sofá le apunta con un arma. “Buenas noches, diputado”, saluda el intruso, “cierre la puerta y pase, con cuidado, movimientos lentos, no sabe lo nervioso que me pone la velocidad”.

Matienzo no sabe si reír o indignarse, o ambas cosas a la vez. ¿Qué es esto?, piensa. Achina los ojos para enfocar a ese tipo que, apenas puede creerlo, se trata del mismísimo Joaquín Breda, ministro del interior. “Como broma es bastante siniestra, ministro, y si me permite, de pésimo gusto, ¿qué hace en mi departamento?, ¿cómo entró?”.

Como respuesta, Breda orienta el caño de la pistola hacia uno de los sillones. El diputado resopla con impaciencia, aunque tranquilo, no le pasa por la cabeza que el ministro tenga intenciones de apretar el gatillo. Se sienta cruzándose de piernas. ”Y bien, Breda, ¿va a decirme a qué mierda vino?”.

Un breve silencio antes de responder refuerza el dramatismo de las palabras. “A matarlo”, dice, con suavidad, casi cortésmente. Luego de un instante de lógica zozobra, el diputado opta por tomárselo a broma, una estúpida broma. “Así que a matarme”, y ríe sin ganas, como para seguirle el juego. “Y si no es indiscreción, ¿se puede saber por qué?”.

“Nada personal. Es sólo que sus críticas en el Parlamento me tienen harto, qué digo harto, enfermo es la palabra. Sus ideas extremistas son el cáncer de este país, Matienzo”.

“¿Y ese revólver vendría a ser la cura?”.

“La verdadera cura es una ametralladora, para acabar con todos los que piensan como usted. Pero se empieza por algo, ¿no?”.

El diputado se pregunta si el arma estará realmente cargada, o se trata solo de la verosimilitud de un juguete. Sabe que el ministro es dado a los golpes de efecto y se pregunta en qué momento guardará el arma, muy feliz de haberlo asustado, y de haber transmitido con tanta vehemencia que sería mejor cambiar las ideas antes de que todo ese juego pudiera volverse realidad.

Tranquilizado por sus propias especulaciones, el diputado decide no dejarse humillar. “Está usted traicionando los viejos ideales de su partido, ministro”, lo desafía.

A Breda le encanta ver a la presa luchar en el fondo de la trampa, lo hace sentir en dominio. “¿De veras?”, responde con una media sonrisa, “¿y cuáles serían esos ideales?”.

El diputado descruza las piernas y apoya las manos sobre sus rodillas, mientras lo pulsa con la mirada. “Los que definen a este país como un lugar para todos. ¿Recuerda lo que dijo el prócer cuya memoria ustedes tanto veneran? En esta tierra conviven culturas que representan a todas las etnias, todas las religiones e ideas políticas. Eliminar a cualquiera de ellas, es acabar con la existencia misma del país. Eso dijo, para luego resumirlo en una sola frase: Somos uno”.

El ministro tuerce la boca. No esperaba ser refutado tan vilmente, con las palabras históricas de un prócer a quien nadie osaría discutir. “Es obvio que lo sacaron de contexto”, se defiende.

Matienzo se agiganta frente a la perturbación del otro y decide ser más incisivo. “¿Sabe lo que sucede con ustedes, Breda?, no saben compartir el poder, lo llevan en sus genes, avanzan como tiburones sobre los demás, sabiendo que no pueden detenerse porque si lo hicieran, se ahogarían entre la mesura y la transparencia”.

“Linda metáfora”, es lo único que se le antoja decir el ministro, mira su reloj. Se incorpora tranquilamente para acercarse a una pequeña biblioteca. Desparrama varios libros sobre la alfombra, seguidamente hace lo mismo con un jarrón, y una mesita ratona cuyo vidrio central se rompe en varios pedazos. Matienzo lo mira atónito. “¿Qué hace?”, reacciona, incorporándose, no para enfrentarlo sino para tratar de entender.

Breda lo encara con el caño de su arma, y una sonrisa que trasluce su locura calculada. “Debo hacer pasar esto por un robo”, dice, como quien comenta que está por llover. Y es el preciso momento en que Matienzo advierte que le quedan pocos segundos de vida. “No puede estar hablando en serio”, balbucea, y su irreflexivo paso atrás es abortado por el borde del sillón. “No lo haga, Breda. No somos enemigos. Recuerde que… somos… uno”.

Al estampido le sigue la mirada horrorizada de Matienzo dirigida a su propio estómago. La mano intenta contener el chorro de sangre, sus piernas son dos pilares endebles que ceden hasta hacerlo caer de rodillas.

El ministro observa con distante curiosidad las manos vacías de Matienzo, que resbalan sobre la alfombra hasta el desmorone final de su cuerpo. En su mente, reverbera la última frase pronunciada por su enemigo. “Somos uno, somos uno”. Le fastidia esa repetición obsesiva y se pregunta por qué diablos no puede dejar de pensar en eso. “Somos uno, somos uno”. Percibe con extrañeza la humedad caliente que recorre su entrepierna. Siente una punzada en el estómago, la sangre brota. Es entonces que comprende, aunque demasiado tarde. La muerte llega poco antes de su derrumbe junto al cuerpo de Matienzo.

 

Eduardo Goldman

miércoles, 14 de abril de 2021

SOY PORQUE NO SOY

 

La joven entrecruza las piernas dejando a la vista una buena parte de sus muslos, la espalda erguida, una leve inclinación como para que el bulto de sus pechos bajo la remera no fuera inadvertido por los ojos del profesor. La excusa para haber llegado hasta su casa era más que perfecta. Él mismo había ofrecido a sus alumnos del curso de Filosofía que no dudaran en acercarse si tuvieran alguna duda acerca de la materia.

 

 ¿Cuál es tu duda?, pregunta él, sentándose frente a la chica. El living es acogedor y ella siente que es el lugar perfecto para continuar con el excitante plan de seducción. Se muerde la punta de los cabellos antes de responder. Bueno, nada entendí, eso de, soy porque no soy, no lo entendí. Sin embargo lo expliqué muy bien, repone él. Ella se encoge de hombros. Debo ser algo tonta. Él sonríe. ¿Una cerveza?, invita. Ella asiente con la cabeza, su sonrisa es de una impudicia triunfal. Imagina que la cerveza es el prefacio de una conquista memorable. No ve la hora de contarle a su mejor amiga que tiene al profesor rendido a sus pies.

 

Él se incorpora y va hacia una pequeña heladera, junto a una barra. Saca dos porrones. Ella calcula que no debe hacerse demasiado evidente, y llena de palabras un silencio que amenaza con desnudar intenciones. No entiendo eso que explicaste en la clase, que uno es por lo que no es, más que por lo que es, no entendí nada. El profesor regresa con las botellitas. ¿Y por qué no me lo preguntaste en clase? La chica vuelve a encogerse de hombros. No sé, no quería que los boludos de mis compañeros me trataran de tarada. Entiendo, dice él mientras le alcanza un porrón.

 

Beben. Él dirige la mirada al techo y entuba los labios, buscando un inicio apropiado a su alocución. Ella simula leer alguna cosa en su botella, y cada tanto lo espía por el rabillo del ojo. El primer ejemplo que di en clase es que no existiría la luz de no haber oscuridad, arranca el profesor, al menos el concepto de luz, quizás ni siquiera la palabra luz, ya que todo sería claridad y no habría un estado distinto con que diferenciarla, ¿me explico?

 

¡Ah!, exclama ella, como volviendo de Nebraska.

 

Voy a tratar de ser más claro, tu hermosa cabecita está recubierta de un ensortijado cabello rubio.  A ella le encanta lo de “hermosa cabecita”. Podemos decir que sos rubia, pero, ¿qué pasaría si todo el mundo fuera rubio?, todos, hombres y mujeres, en todo lugar, todos rubios, entonces nadie mencionaría la palabra “rubio”, simplemente diría cabello, porque no habría ninguna persona de pelo morocho como para precisar otra descripción, ¿entendés ahora?, sólo existe el concepto de rubio como oposición al morocho.

 

O al pelirrojo.

 

Claro. A ver, dame un ejemplo para saber si entendiste.

 

Pero ella no quiere hablar, no sólo porque aún no lo tiene demasiado claro, sino porque le encanta ver cómo se mueve sensualmente el bigote con cada palabra de su profesor, en especial cuando pronuncia la “p”. Bueno, y carraspea, no sé, me cuesta pensar en otro ejemplo, los que vos diste son tan, inteligentes.

 

Ya que me elogiás te doy otro, bromea él, halagado. La bondad, sólo puede ser definida al existir su oponente, la maldad, imaginate un mundo donde todos fueran buenos, entonces la palabra bondad perdería el sentido elevado que le otorgamos, para ser una de tantas características orgánicas como la digestión o el aliento.

 

Las palabras meticulosas, asépticas del profesor, son puro fuego de artificio. Sus dilatadas pupilas exhiben el deslumbre por la juventud vibrante de la chica, tan fresca y llena de vida. Brindemos por la fealdad, propone, elevando su botella.

 

¿La fealdad?, se intriga ella, arqueando una ceja, que refleja como espejo su sonrisa invertida.

 

De no existir la fealdad, no podría hablarse de tu belleza.

 

La risa deliberada de la chica revela que su juego se encamina a un escenario de dominio erotizado. Se recuesta sobre el diván, como si fuera lo más natural del mundo, y entreabre la boca invitando a más bocas, o a una sola, apabullante boca, dueña del saber de lo que es porque no es, señora del conocimiento que se traduce en poderío. Hasta que, como el mazazo de un herrero, una mano invisible le presiona la garganta. En sus ojos la llama serpentea hasta apagarse por una ráfaga de desconcierto. Lo mira buscando ayuda, él solo la observa mientras bebe. A la chica le quedan fuerzas para intuir.

 

Mi… cerveza… ¿Le… pusiste algo?

 

Sí, claro, responde él, como quien informa que está nublado.

 

Es lo último que escucha la joven antes de su derrumbe sobre la alfombra. Él se termina la botella y mira con curiosidad el zapato vacío que ha quedado sobre el diván. Me alegra que hayas entendido, sentencia, desplegando un impensado elogio sobre ese cuerpo inerte. Nada se define a sí mismo sino por su opuesto. Toma una bocana de aire y la va soltando de a poco. Mira el rostro de la joven, que adquiere un tono violáceo. Gracias por hacerme sentir vivo, le dice.

 

 

Eduardo Goldman

lunes, 12 de abril de 2021

HUEVADAS

Quién deidifica ideas, termina sacrificando hombres.


 No hay nada más feliz que la felicidad soñada de un adolescente.


Desde los pedestales cuesta ver la realidad, la propia nariz se vuelve el horizonte.


Mi complejo de inferioridad es tan grande que se siente superior a todos los complejos.


Volvió a nacer y nació gato, porque cuando era hombre no conocía el calor de los regazos, ni el sabor de los minutos, ni el alma de las cosas. Nació gato, para regalar caricias con su lengua.


Cuando era chico mi madre me asustaba con el “hombre de la bolsa”. Una figura misteriosa, y por la tonalidad que le ponía ella al nombrarlo, sumamente macabra. Eso lo decía para que yo tomara la sopa, o dejara de pegarle a mi hermanita. Eran otros tiempos. Muchas cosas han cambiado, pero no todo. El hombre de la bolsa todavía funciona, aggiornado, claro.

   Hoy día se le dice “la derecha”. O “la izquierda”, según el caso. Son palabras vaciadas de contenido, simples etiquetas que no significan nada. No importan las promesas electorales que formulan tanto un partido de la denominada derecha como otro de la izquierda, los que, muchas veces terminan llevándonos a lo mismo. El tema que me preocupa es el uso de estas palabras ambiguas, y a esta altura, puramente emocionales, que usan los políticos para asustar a la gente, y de esa manera atraer sus votos.

   ¡Ahí viene la derecha! ¡Salvemos al país! ¡Vótenme o se viene la derecha! Aplique el mismo ejemplo con la izquierda. Los políticos no le explican al electorado su plan de gobierno, ya que desconfían de la capacidad de la gente para comprenderlo. O peor aún, lo que temen es que realmente sea comprendido.



   El espanto tiene muy poco en común con la dinámica de una película, cuyo eterno transcurrir, bajo el mandato de la necesaria acción dramática, va reemplazando segundo a segundo una imagen por otra, una impresión por otra,  más bien, comparte su naturaleza con la fotografía, inanimada, que permanece inmutable en la mente de la víctima, cercándola, ahogando su energía vital.