miércoles, 20 de diciembre de 2023

PARCIALIDAD

JUEZ: No lo entiendo, señor fiscal. Asesinaron a una mujer. Los criminales fueron atrapados in fraganti. Se trata de José Bonifacio y Carlos Ancheta. Ambos se ensañaron con la víctima con ocho cuchillazos cada uno, y luego trataron de desaparecer el cuerpo echándolo al río. Ambos, igualmente responsables de este femicidio. Pero usted sólo quiere acusar a Bonifacio. ¿Se puede saber por qué?  

FISCAL: Es que... señor juez. Ancheta es hincha de Boca.

sábado, 19 de agosto de 2023

6 DE AGOSTO

 

           6 de Agosto de 1945                                                  Hamburgo, Alemania

 

Querido Hans,

Aprovecho este vuelo clandestino de mi amigo Von Techner a Tokio para enviarte esta carta, la cual quiero que leas con mucha atención. Te informo algo que probablemente no sepas, debido al estricto   control de prensa que con toda lógica impuso el emperador. Una terrible bomba ha estallado hoy en la isla de Hiroshima, destruyendo prácticamente por entero la ciudad. No sé hasta cuándo van a sostener esta desinformación al pueblo japonés, pero tarde o temprano se sabrá. Imagino que ya te habrán informado que la embajada alemana ha quedado desautorizada por el gobierno de los Aliados, y créeme, se están cobrando venganza. Hay una verdadera caza de funcionarios de nuestro partido. Por suerte mi rango menor me libera de toda sospecha de, ¿puedes creerme?, hablan de crímenes de guerra. Nosotros, los que intentamos llevar la antorcha de la civilización occidental a las tierras bárbaras de Oriente. No me refiero al Japón, claro. Sino a China y Rusia, tú sabes, esos pueblos parásitos.

Pero no es de eso que quiero hablarte. Escúchame bien (sé que suena cómico decir escúchame al tratarse de una carta, pero lo que voy a decirte no es en absoluto cómico). No creo que los generales permitan la rendición incondicional a Hirohito. Y lo que se comenta es que los norteamericanos ya están preparados para lanzar otra de esas bombas. Te lo digo en serio. Ahora trabajo para uno de los administradores de suministros aquí en Hamburgo, mi jefe es un coronel norteamericano. Muy buen tipo, a pesar de ser judío (esto te lo digo en confianza, ya no es conveniente hablar de esta manera). Pues bien, según él, la próxima bomba caerá en la isla de Kyushu. Sí, como te digo. Y me preocupo por ti, Hans. En tu última carta dijiste que dado a como estaba la marcha de la guerra ibas a mudarte precisamente a esa isla. Si aún estás a tiempo, no lo hagas. Tampoco te aconsejo quedarte en Tokio, ya que los Aliados estarán allí de un momento a otro. Guárdate mejor en una de esas islas de que las que nadie ha oído hablar en occidente. Vete allí cuanto antes, hoy mismo si puedes. Dicen que es muy tranquilo Nagasaki. Refúgiate allí, estarás más seguro. Por favor cuídate.

Te envío mi fraternal abrazo de camarada, y espero verte en tiempos mejores.

Heil Eisenhower!!! (sí, Hans, mejor cambiar a que te cambien)

Tu amigo Wilhelm


Eduardo Goldman

miércoles, 26 de julio de 2023

UN MAL NECESARIO

 ADÁN: Oh, Dios. Mi Señor. Creador de los cielos y la tierra. Origen de la vida y de todas las cosas que habitan el Edén. ¿Puedo hacerte una pregunta? Digo, si no es molestia.

DIOS: Para nada, hijo. Adelante. ¿Qué quieres saber?

ADÁN: Entiendo que has creado el universo metódicamente, atento a cada paso, de menor a mayor, ¿verdad?

DIOS: Así es, hijo. El hombre es mi máxima creación. Y la mujer, claro. A la que hice de tu propia costilla.

ADÁN: Lo sé, mi Señor. Leí la Biblia. Pero el caso es, ¿cómo empezó la cosa?

DIOS: ¿La cosa? ¿Te refieres a la Creación? Bueno… antes del hombre y los animales que te rodean, hice a los dinosaurios.

ADÁN: ¿Y antes?

DIOS: Los anfibios. Pero, ¿Para qué me lo preguntas? ¿No sería mejor que te compres una enciclopedia?

ADÁN: Es que… me gusta saber las cosas de primera mano. Me decías de los anfibios. ¿Y antes?

DIOS: No me acuerdo. Tendría que consultar mi agenda. No fue todo soplar y hacer botellas, Adán. Me llevó millones de años todo eso.

ADAN: ¿Cómo? ¿No era que creaste el Universo en siete días? Bah, en realidad seis. En el séptimo inventaste el feriado.

DIOS: Lo de los seis días es una licencia poética. Tiene más punch para el público. Si entro en detalles aburro a medio mundo.

ADAN: Entiendo…. Pero volviendo a mi pregunta. ¿Qué hubo antes de los anfibios?

DIOS: Te estás volviendo obsesivo. ¿Qué te pasa? ¿Otra vez peleaste con Eva?

ADAN: No, está todo bien con ella. Es sólo que quiero saber. ¿Antes de los anfibios, las amebas, y el paramecio?

DIOS: Ufa. Supongo que otros microorganismos. Qué se yo. La bacteria.

ADAN: ¡Ahí es donde quería llegar!

DIOS: ¿A la bacteria?

ADAN: Exacto. Con todo respeto, mi Señor. ¿Por qué creaste esa puta bacteria???

DIOS: Oye…

ADAN: Hace una semana que estoy con una diarrea de locos. ¿No te diste cuenta de que me la paso en el baño?

DIOS: Pensé que te encerrabas para acicalarte frente al espejo. Siempre fuiste un coqueto.

ADAN: Ahora soy una cagón. El chimpancé es mi médico brujo, y dice que se trata de una bacteria. ¡Una bacteria que tú creaste!

DIOS: Era necesario. Es parte de la evolución. Deberías leer a Darwin.

ADAN: Con el máximo de respeto… ¡Yo me cago en Darwin!

DIOS: La tuya es una diarrea epistemológica.

ADAN: Por favor, mi Señor, te lo pido… te lo ruego… Haz que desaparezcan las bacterias de la Creación.

DIOS: Imposible, hijo. Ya están inventariadas. Para eso tendría que borrarlas desde un principio, como si nunca hubieran existido.

ADAN: Eso… Eso… Que desaparezcan de la faz de la Tierra. Que no quede de ellas ni la foto en los manuales de cuarto año.

DIOS: No es tan sencillo.

ADÁN: ¡Porfi! ¡Esto me está matando! ¡Ya se me acabó el papel higiénico!

DIOS: En fin, trataré de complacerte. Tómalo como un regalo de cumpleaños.

ADAN: Gracias, padre. Eres lo más. ¡Que Dios… digo… que Tú mismo te bendigas!

   Fue así que el buen Dios, motivado por el profundo amor que sentía por el hombre, apretó el botón de Delete a la bacteria, eliminándola de la historia de la Tierra. Pero sucedió que la bacteria había dado origen a otras formas de vida, lo que la encadenaba a la existencia del hombre mismo y de todo ser viviente. Tal como se derriba una fila de dominó, toda existencia en el planeta desapareció en segundos, no quedando más que mares y volcanes, y un cactus en la isla Martín García, que pronto se suicidó por no tener con quien charlar. Ante la vista del desastre, la voz todopoderosa de Dios reverberó su desazón en el Universo entero: “Ups”. Le sirvió de consuelo pensar que la diarrea de Adán había desaparecido. Y sin prisa, pero sin pausa, se dispuso a revisar su agenda para volver a empezar, esta vez con una firme decisión. Ya no contestaría preguntas.

Eduardo Goldman

miércoles, 31 de mayo de 2023

LA ROSA DE COLOR ROSA

Caminaste sigiloso por el piso de baldosas porque presentías algo. Tu cuerpo sudaba con olor a urgencia. Te atreviste a saltar el corto muro y entrar a la propiedad no permitida. Una mansión sencilla, de un solo piso y en forma de ele. Sabías que ella estaba sola. El ama de llaves se había retirado horas atrás y tenías el lugar obsesivamente vigilado. Nadie había entrado esa noche. Te acercaste a la ventana de uno de los dormitorios, el velador encendido. Sabías que era el de ella. La luz del farol y la cortina blanca detrás del vidrio forjaron un tenue espejo, y te viste temeroso ante tu propia imagen. Asombrado, por haber llegado demasiado lejos; como en un sueño alucinante que de pronto se vuelve real. Tuviste miedo. No querías que ella te descubriera, acechándola. Tuviste miedo. No querías asustarla, provocar su rechazo. Tuviste miedo, de que nada de eso sucediera. De que fuera otra de esas noches vacías merodeando aquel paraje. El 12305 Fifth Helena Drive. No hacías más que repetir la dirección en tu mente solo para no pensar en ella. Y sin saber cómo, te enfrentaste a aquella puerta. Tocaste la madera, como si la acariciaras. Maniobraste el picaporte y, para tu sorpresa, giró abriéndote paso. El living estaba oscuro. Te sentiste un ladrón, un asesino, y quisiste emprender la retirada. Estabas a tiempo para evitar el desastre. Pero el peso de una vida impulsándote hacia ella no podía detenerse. Te sentías jugado en un póker a todo o nada. Te atrajo el reflejo del velador que venía del dormitorio. Tardaste en reaccionar, pero fuiste decidido. Solo verla, o mejor aún, ser visto por ella. Existir por algunos segundos en su vida. Aunque fuera tu único recuerdo atesorado en la cárcel. Toqueteaste la rosa de color rosa que llevabas prendida al ojal del saco, sabías de memoria que ella las amaba. Terminaste de abrir la puerta. Ella estaba tendida en la cama, parecía dormida, pero sus ojos brillaban. Te acercaste. Quisiste sentarte a su lado para que te viera, era demasiado para tu pobre audacia, y te arrodillaste sobre la alfombra. Sus labios pintados al rojo, su lunar flotando en la mejilla rosada, un mechón de pelo rubio desperdigado en la almohada. Ella te estaba mirando, podías jurarlo. Y supiste que la magia se había realizado. Pudiste ver los frascos vacíos, las pocas pastillas tiradas en la alfombra, su aliento apenas latente, y adivinaste su última mirada. Quisiste rendirle tu póstumo tributo, una ofrenda de ese amor que nunca tuvo, o no tuviste, y, lentamente, con la ternura de un príncipe, despediste a la cenicienta con un beso. Hundiéndote de a poco en sus labios tiernos, maniatando tu propia lengua para no perturbarla. Su boca permanecía quieta. Pero sus ojos, quizás por primera vez desde su lejana infancia, sonreían con gratitud. Es lo que pensaste, y sonreíste también mientras la besabas. Luego, muy pronto, la viste apagarse, marchitarse. Fue entonces que sentiste el cosquilleo en una de tus manos. Le echaste una mirada y, sin el menor asomo de miedo, la viste traslucirse, como si fuera a desaparecer en un instante. Luego la otra. Y tuviste ganas de reír de felicidad mientras se desvanecía dedo por dedo, todo el largo de tus brazos, la coraza de tus hombros. Tu cuerpo se evaporaba, desprendiendo un humillo blanquecino que por momentos se tornaba celeste. Hasta que desapareció por completo. Solo quedó la rosa de color rosa desprendida de tu saco, que se deslizó hasta acunarse en las manos inmóviles de ella. Fue así que la encontraron.

Se dice que el forense que trató su cuerpo, desechó la rosa en el cesto de papeles. Pero una vez terminada su lúgubre tarea, descubrió que la rosa, aun en el cesto, permanecía tan fresca y lozana como recién extraída del rosal, con su perfume suave y dulzón, indeleble en el tiempo. Conmovido por ese apego casi sobrenatural a la vida, el forense regresó la rosa de color rosa a las manos de Marilyn. Y ya nadie se atrevió a quitársela, ni aún en su funeral, en el cementerio Westwood Village Memorial Park, el 8 de agosto de 1962.

Eduardo Goldman

De la antología en honor a Marilyn Monroe, "M.M.", Vencejo Ediciones, Barcelona, 2023.

jueves, 18 de mayo de 2023

HABRÁ OTROS DOMINGOS

    Entré al London para zigzaguear la mirada sobre cada una de las mesas con la esperanza de que, aún en mi exasperante, abusiva tardanza, pudiera descubrir su cabello rojizo, o un par de ojos azules escrutándome con una mezcla de alivio y resentimiento. No tuve ocasión de presentar excusas. Ella no estaba en el bar.

   Caminé como un zombi por entre las mesas para asegurarme de que no había sido mi metódica negación lo que me impidió reconocerla. Siempre estoy alerta sobre mis sabotajes internos, o de mi rapidez para evitarme reproches que, justificados o no, mudos o manifiestos, me producen un insomnio que puede durar por varias noches. En este caso, el reproche partía de mí mismo. ¡Cómo pude cometer la idiotez de no alistarme a tiempo para la cita! Había llegado a la confitería –miré el reloj del celular- a las siete menos diez, casi dos horas tarde. Es curioso, pensé. La coincidencia era un ejemplo perfecto de aquella frase que siempre le escuchaba decir a mi abuelo. Lo que la vida te da, la vida te quita, aseveraba, como repitiendo algo que había leído y que le servía para mostrarse sabio. En este caso, no era la vida sino el tren Sarmiento. Tres días antes había ocurrido algo que me recordó una vieja historia que leí en mi adolescencia, y que ahora experimentaba en carne propia. Fue justamente en el Sarmiento. Yo viajaba hacia la pensión donde vivo, cerca de la estación Haedo, y ella iba en sentido contrario rumbo a Plaza Miserere. Lo cierto es que ambos trenes coincidieron al detenerse en Flores, de tal manera que mi ventanilla quedó frente a la suya, igual que en esa historia -quizás fue una novela, no recuerdo el nombre-. En la misma, el protagonista quedaba prendado de la mujer que tenía enfrente, y pese a que sus ventanillas podían abrirse, él no se atrevió a intentar nada. Se quedó mirándola, esperando el milagro de que los trenes se detuvieran allí para siempre, apareándolos en un tiempo infinito, pero eso no ocurría en la Europa de principios del siglo XX. Tampoco iba a ocurrir con el Sarmiento. Y en un acto nada usual para mi enfermizo miedo al papelón, agité la mano atrayendo su mirada, que, por una fracción de segundo, recaló en mí para enseguida ser desviada hacia algún lugar indefinido del techo. Dibujé un “Hola” con mis labios, tres o cuatro veces. Hasta que ella acusó recibo y me lo devolvió, divertida. Los vidrios que nos separaban no debieron presentar el menor riesgo para ella. Todo un desafío para mi creatividad, tratar de conseguir su teléfono en un idioma de señas. Abrí mi portafolios y saqué rápidamente la factura de unos pendrives que había comprado. Iba a pedirle su número, pero se me ocurrió que hoy día la inseguridad en que vivimos haría de eso una misión imposible. Apresurado por la sirena electrónica del tren, opté por tirarme a la pileta sin fijarme en el nivel del agua, si es que la había. Tenía que proponer una cita lo más accesible que pudiera. Quizás, no en días de semana, por si el trabajo o la Facultad se lo hacían incómodo, por no decir imposible. Ni lo sábados. Siempre puede haber una fiesta los sábados, o un encuentro con amigas, o lo que sea. Como una ráfaga de viento pasó por mi mente la imagen de Cortázar, y en el dorso blanquecino de la factura escribí: “El London, perú y av de mayo. domingo 17 hs”. Ella se vio sorprendida. Junté las manos parodiando una plegaria, cosa de mostrarme divertido, y a la vez suplicarle que viniera. Los trenes empezaban a alejarse, no supe ni me interesaba saber cuál de ellos se estaba moviendo. Ella dudó unos instantes, hasta que sacó su celular y tomó una foto. ¿A mí? ¿Para mostrarla a sus amigas como quien expone a un payaso engreído? ¿Un machirulo al que daría una lección con su alevosa ausencia? ¿O al cartel que yo le mostraba, para tenerlo presente, y quizás, de esa manera, aceptar mi invitación del domingo?

   Puede que por inseguridad o por miedo a decepcionarme, demoré mi estadía en el sofá por una serie de Netflix y me vestí casi al filo de lo planeado. Lo justo para llegar a tiempo. Mi abuelo tenía razón, lo que los trenes te dan, los trenes te quitan. Se desató una huelga ferroviaria vaya uno a saber por qué. Desesperado, corrí hacia la parada del colectivo. Casi cuarenta minutos esperándolo. Un lento viaje de domingo y luego el subte. Y la ley de imprevisibilidad con su corolario fallido se cumplió a rajatabla. Ella, de quien no sabía ni siquiera el nombre, ya no estaba. Se habrá ido odiándome, pensé. ¿Cuánto habrá esperado? ¿Media hora? ¿Una? Seguramente no mucho más. Habrá meneado la cabeza con una sonrisa irónica y pedido la cuenta para marcharse lo más rápido posible. Se habrá sentido humillada por tomar en serio a un imbécil con un cartel arrugado y una letra desprolija. O quizás, nada de eso. Quizás ni siquiera haya venido. Quizás, en ese mismo momento yo era exhibido ante sus amigas como el payaso machirulo del tren. Supuse que nunca sabría la verdad. Así y todo, cuando de pura suerte conseguí una mesa junto a la ventana, no dejé de buscarla entre la escasa gente que caminaba sin rumbo, alejándose de Florida, o la que regresaba por Perú, dando por terminada su visita a San Telmo. La avenida de Mayo recogía los últimos destellos del atardecer, y mi atención saltaba del paisaje urbano a la puerta de la confitería toda vez que percibía la entrada de alguien, cualquiera que no era ella. Se me acercó el mozo. Un hombre de mediana edad, chaleco oscuro y modos amables, dignos del London. “Un café cortado”, pedí. Y antes de que se alejara con mi orden, lo llamé. Fue casi instintivo. Sin gran expectativa pregunté si poco antes había estado una muchacha de pelo rojizo, sola, como esperando a alguien que nunca llegó. Se quedó pensando y enseguida miró hacia un sector del salón. “Un momentito”, dijo, con voz átona. Lo seguí con la mirada. Intercambió unas palabras con otro mozo, de idéntico chaleco pero bastante más joven, cabello negro tirado hacia atrás, atado en colita. Ambos me echaron una rápida mirada y por un momento tuve la absurda idea de que iban a llamar a un patrullero. El primer mozo pareció venir hacia mí con deprimentes noticias, pero se desvió para atender otra mesa. El de colita habló con el tipo del mostrador y luego de algunos segundos, el tipo, supongo que el cajero, buscó algo bajo el mostrador y le entregó un papelito. De inmediato “Colita” llegó hasta mí para dejar sobre la mesa un barquito hecho con una hoja de papel. “Me dice el cajero que una pelirroja dejó esto, a lo mejor es para usted”. Y sin esperar respuesta siguió haciendo lo suyo. Miré el barquito sin entender nada. Parecía una broma de extraño mal gusto, o tal vez un ingenioso mensaje por parte de ella, significando que nuestra cita había naufragado como el Titanic, es decir, para siempre. Tomé el barquito con cierta aprehensión. Lo examiné. ¿Por qué no habrá sido más clara dejando una nota?, me pregunté. Y ahí mismo supe que en realidad la había dejado. Ella no tenía un sobre donde colocarla -nadie lleva un sobre para casos como éste-, y no podía dejar un papel doblado, que sin duda atraería la curiosidad del cajero. Deshice el barquito y allí estaba, muy breve, con una letra cursiva, prolija y hasta, si se quiere, sensual: “Habrá otros domingos”, decía. Y abajo la firma: Laura.

   Ahora sabía su nombre. Y algo más importante, que había estado esperándome. Y que me había perdonado al insinuar la posibilidad de encontrarnos algún otro domingo. Desde entonces mi vida ha cambiado. Ya no más el oscuro trabajo de oficina sabiendo que al final de la semana sólo me esperaba una rutina silenciosa, desierta, por momentos distraída con alguna serie de Netflix. Ahora, desde el mismo viernes empiezo a soñar con encontrarla. No ha venido al siguiente domingo, ni al otro, ni al tercero. Pero ya lo ha dicho, habrá otros domingos, puede ser cualquiera. Y yo estaba dispuesto a persistir, a estar listo desde temprano, asegurarme de tomar el tren a una hora prudente. A caminar muy despacio por la Avenida de Mayo sólo para hacer tiempo, admirando cada cúpula de los viejos edificios que me llevan al London. Sin faltar un solo domingo, con un café cortado y el barquito de papel sobre la mesa, como siempre, de cinco a siete.


                                                                                        Eduardo Goldman

lunes, 15 de mayo de 2023

DISCURSO ELECTORAL

 CANDIDATO: Y quiero advertir a la nación toda, que si no me votan en las próximas elecciones, un gran peligro se cernirá sobre nuestra querida patria. ¡Ellos tomarán el poder, con sus fauces abiertas! ¡Ellos destruirán nuestro país! ¡Hablo de los brutales comunistas!

ASESOR: (ALARMADO, EN VOZ BAJA) Señor… señor…

CANDIDATO: El blasfemo trapo rojo ondeará en lugar de nuestra querida bandera…

ASESOR: Señor… señor…

CANDIDATO: Terminaremos reemplazando a San Martín por Lenin, por Stalin, por Trotsky…

ASESOR: Señor… señor… ¡Señoooooor!!!

CANDIDATO (POR LO BAJO): ¿Qué pasa???

ASESOR: Memorizó un discurso viejo, señor. Ese ya no funciona.

CANDIDATO: Ahhh… con razón nadie me aplaude. No se preocupe. Lo arreglo enseguida. (AL PÚBLICO) Y como les decía… el enemigo se apresta a lanzar sus garras sobre el cuello de nuestro querido pueblo. ¡Hablo de la derecha! Ese monstruo agazapado que urde nuestra perdición y…

ASESOR: Señor… señor…

CANDIDATO: ¡La derecha expoliadora! ¡Esa que se dice de Centro pero que en el fondo es un lobo disfrazado de Caperucita! ¡No caigamos en la trampa del maldito capitalismo! O terminaremos reemplazando a San Martín por Adam Smith, por Milton Friedman, por Álvaro Alsogaray…

ASESOR: ¡Señooooooooor!!!

CANDIDATO: (POR LO BAJO) ¿Qué pasa ahora?

ASESOR: ¡Ese discurso también atrasa! ¡Debió agarrar el que le dejé sobre el escritorio! Estamos en el simposio nacional de medicina preventiva, ¡y usted debe exponer su futura política para erradicar el Dengue!

CANDIDATO: Ah, entiendo, entiendo… (AL PUBLICO) Como les decía… ¡No debemos permitir que ese repulsivo mosquito imponga sobre la patria sus repulsivas patas! ¡Un mosquito que intenta sembrar el pánico en la población… el caos social… una corrida bancaria… y así llevar a nuestro país hacia… hacia… (AL ASESOR, POR LO BAJO) Oiga… ese puto mosquito, ¿es comunista o de la derecha?

                                                                                                              Eduardo Goldman

miércoles, 10 de mayo de 2023

THE PINK COLORED ROSE

By Eduardo Goldman

(Translated by Martín Lazzarini)  

 

Went with a stealthy walk over the tile floor because you had a feeling about something. Your body perspired a scent of urgency. You dared jump over the low wall and trespass the unauthorized property. A plain mansion, only one floor, L-shaped. You knew she was alone. The housekeeper had left hours ago and you had monitored the place obsessively. No one came in that night. You approached one of the bedroom windows. The bedside lamp was lit. You knew it was her. The light from the lamp and the white curtains behind the glass made a tenuous mirror where you saw yourself fearful of your own image. Shocked at having gone too far, like a hallucinating dream that became real. You were afraid. You did not want her to discover you were stalking her. You were afraid. You did not want to frighten her. To provoke her rejection. You were afraid that none of this would happen. That it would be another one of those empty nights meandering this setting. At 12305 Fifth Helena Drive. You kept repeating the address in your mind, to not think of her. Who knows how, you ended up facing that door. You knocked on that hardwood, as if stroking it. You moved the handle and, to your surprise, it opened the way. The living room was dark. You felt like a thief, an assassin, and you wished to withdraw.  You still had time to avoid disaster. The weight of a whole life was pushing you towards her and could not stop. It felt like playing an all or nothing round of poker. You were lured by the reflection of the lamp that came from the bedroom. You were late in your reaction but you went on, resolute. If only to see her- or better yet -be seen by her. To exist, for a few seconds, in her life. Even if it would have been your sole memory treasured in jail. You fingered the pink colored rose you slipped in the buttonhole of your jacket, knowing by heart that she loved them. You finished opening this door. She was lying in bed, she seemed asleep, but her eyes were twinkling. You moved in closer. You wanted to sit by her side, so she could see you, it was too much for your poor modesty, and you knelt on the carpet. Her lipstick painted red, her mole floating on her rosy cheek, a tress of blonde hair scattered all over the pillow. She was staring at you, you could swear it. You knew magic had happened. You could see empty jars, a few pills over the carpet, her barely latent breathing, and you guessed her last sight. You wished to give her your posthumous tribute, proof of that love she never had- or you never had -and slowly, with the tenderness of a prince, kissed your Cinderella goodbye. Sinking a little on her soft lips, holding back your tongue to not disturb her. Your mouth remained still. Your eyes, maybe for the first time since childhood, smiled with gratitude. This is what you thought, and you smiled while you kissed her.

Later, soon after, you saw her extinguish, whither. It was then that you felt a tickle in one of your hands. You looked down, and without the least hint of fear, saw through a translucence,  as if it was about to disappear in an instant. Then, the other. You felt like laughing from happiness, while finger by finger they faded away, then the arm, and up to the breastplate of your shoulders. Your body, evaporating, dissipating in white fumes that turned light blue at times. Until it vanished completely. Only the pink colored rose remained, detached from your jacket, gliding down until it landed in one of her unmovable hands. Which is the way it was found. They say the coroner treated her body, discarded the rose in the waste basket, then discovered that the rose, still in the waste basket, remained fresh and lush as if recently cut from a garden, with a soft and sweet perfume, indelible in time. Moved by this supernatural attachment to life, the coroner returned the rose to Marilyn's hand. And no one else dared to take it away, not even on her funeral, at the Westwood Village Memorial Park, on August 8th, 1962.

 

Este cuento es parte de una antología recientemente publicada en España (Vencejo Ediciones), titulado “M.M.”, en homenaje a Marilyn Monroe. Participan autores españoles, argentinos, mexicanos, cubanos, colombianos, ecuatorianos, panameños, venezolanos, italianos y franceses.

miércoles, 8 de febrero de 2023

RELATIVISMO

 

   -¡Señor, señor! ¡Venga! ¡Se está ahogando una mujer!

   -¿Qué decís, nene! ¿Cómo que se ahoga una mujer?

   -¡Allá, cerca del muelle! ¡En el agua! ¡Se ahoga!

   -¿Dónde?

   -¡Venga! ¡Aquí! ¿La ve? ¡Esa que agita los brazos!

   -¿La que grita?

   -¡Esa! ¡Yo no puedo salvarla! ¡No sé nadar!

   -Yo nado muy bien. Fui campeón en los intercolegiales, hace unos cuántos años. Eran otros tiempos.

   -¡Se hunde!

   -Esperá que me saque los zapatos y me tiro.

   -Déle, déle que se ahoga.

   -Las medias también, son nuevas. ¿No sabés cómo se cayó al agua?

   -No se cayó. La tiraron unos tipos mientras prendían velas.

   -¿Velas? Ah, sí. Son del rito Brataviano. Provienen de una cultura antiquísima del Himalaya. Hace tiempo que se establecieron en esta ciudad.

   -¿Se va a tirar o no?

   -Pará, pará, nene. Vos no entendés. Si arrojaron a esa mujer al agua fue cumpliendo con los preceptos de su religión.

   -¡Está pidiendo socorro! ¿No la escucha?

   -Sí, sí. Pero también escucho la otra campana. Tenemos que respetar la excepcionalidad cultural.

  -¿La qué?

   -Los distintos puntos de vista acerca de lo moral y lo ético. Quiero decir, no podemos juzgar las acciones de otro grupo cultural bajo nuestros parámetros.

   -¡Nos está puteando mientras se ahoga!

   -Más bien interpreto que está rezando, dando gracias a los dioses por haber sido elegida para el sacrificio ritual.

   -Recién dijo “viejo de mierda”. Creo que hablaba de usted.

   -O es una forma distinta de dirigirse a la deidad. Mucho más familiar que la nuestra. ¿Lo ves? A todo eso se le llama relativismo cultural.

   -Capaz que grita para que la salvemos. ¿Quiere que le pregunte?

   -Bueno, dale. Preguntale, así te sacás la duda.

   -¡Señoraaaa!!! ¿Me escuchaaaa??? ¿Quiere que la salvemosoooosss???

   -No se escucha bien. Hay mucho viento. ¿Qué contestó?

   -Dijo algo como… glup glup glup…

   -¿No ves? Hasta tienen su propio dialecto. Respetemos eso y dejémosla ahogarse tranquila.

   -Bueno. Gracias, señor.


Eduardo Goldman

(Mi humilde homenaje a las mujeres en su lucha por la liberación) 

 

  

sábado, 28 de enero de 2023

NOVELA

 

CAPÍTULO 1

   El pájaro mecánico se eleva indiferente al celo de las palomas.

   Desde una de las múltiples pantallas arracimadas en la sede policial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la sub oficial Sonia García custodia con atención flotante el circuito del dron sobre un área populosa de Villa Lugano. Grandes complejos de viviendas sociales, unas pocas plazas, movimiento de tránsito, colectivos, pre metro, hormigueo de gente. García detiene la cámara sobre un descampado. Una modesta aglomeración de personas perimetrea el área restringida por una producción cinematográfica. “O de la televisión”, especula ella con interés adolescente. ¿Trabajará Joaquín Vicuña? Su actor favorito, a quien le prometería cualquier cosa con tal de que la lleve en brazos hasta su cama. O al menos a un baño público, tal como fantaseó más de una vez, sentado él sobre el inodoro y ella encima de su bragueta.

   A centímetros de la febril mirada de García, otra pantalla exhibe una escena de nulo interés para la fuerza policíaca. Un hombre joven, de campera azul, entra a un bar de la zona comercial, más precisamente de la avenida Escalada. Nadie podría sospechar que ese acto tan simple y cotidiano en una calle de Buenos Aires, sería el inicio de una historia de horror.

 

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   La cucharita no deja de revolver la espuma cremosa que rebalsa su café. Adrián despega la mirada del pocillo y la pasea por un ventanal salpicado de polvo que da a la calle. Se masajea desanudando tensiones en cada pequeño músculo del cuello. Saca una carta documento del bolsillo de su campera. La desdobla y empieza a leer por milésima vez, meneando la mirada. A mitad del texto hace un bollo de papel. Fue Octavio, piensa. Fue él. ¡El muy hijo de puta! Esa última palabra, puta, se le ha escapado del pensamiento para ser pronunciada en voz alta, como un desafío, atrayendo la atención de un hombre de saco negro sentado en la mesa contigua. El mozo también la escuchó, mientras servía gaseosas a una pareja de jóvenes, pero se hizo el sordo. Adrián entrecierra los ojos, la confusión y el dolor le avasallan el gesto. Octavio era un amigo, de años, se recibieron juntos en la Facultad de Derecho, y juntos consiguieron trabajo en ese estudio jurídico, uno de los más prestigiosos de la ciudad. No podía creer lo que le dijo Melina, la recepcionista, que Octavio lo había traicionado, que lo culpó ante el director de un error garrafal que él mismo había cometido, que el estudio había perdido a ese importante cliente por culpa… ¿mía? ¿Qué decís, Meli? ¿Por culpa mía? Pero si fui justamente yo quien le aconsejó a Octavio cambiar de estrategia, armar un alegato más sólido, más complicado, sí, pero también más efectivo… Al principio, Adrián se había negado a creerlo, pero esa carta documento era el testimonio de que Melina no mentía. Octavio se cagó en la amistad, no le importó dejarlo en la calle, y a pocos días del aniversario, un año ya de la noche más triste de su vida. Evocar la sonrisa de quien creyó su amigo lo encharca en imágenes violentas. Su respiración agitada reclama venganza. Aprieta los labios. Su mano cobra vida propia y barre con furia el pocillo de la mesa, vertiendo en el piso un riacho amarronado del que aún se desprende un vaho con olor a café.

   Desde la caja registradora parte el grito de sorpresa que culmina en una mirada torva de alguien en mangas de camisa, un hombre musculoso y de bigote poblado que cruza la barra y se acerca a Adrián, para increparlo.

   -¿Qué hiciste, loco de mierda?

   Adrián se incorpora, turbado, observa las gotitas de café sobre su propio pantalón

   -Perdón… Fue un accidente -intenta disculparse. Y se agacha para recoger los pedazos dispersos del pocillo.

   -¡Accidente las pelotas! ¡Te estuve mirando todo el tiempo, boludo! ¡Estoy harto de drogones como vos!

   El hombre de saco negro bebe un sorbo de té y permanece atento a la reacción de Adrián, quien, aún confuso, se endereza como por un resorte, sosteniendo un trozo del pocillo entre sus dedos.

   -Mire… yo no soy ningún drogón –se defiende, mordiéndose el labio para sofocar un incómodo temblor, al tiempo que deja el trozo desgarrado sobre la mesa. Aun retumba en sus vísceras la voz amenazante del cajero, y el miedo le facilita una solución rápida-. Le voy a pagar por lo que rompí- ofrece.

   Extrae su billetera del pantalón para acercarle un billete de mil. El cajero se lo saca de la mano, aun ofuscado.

   -¡Y ahora andate! ¡No vuelvas más por acá!

   Adrián gira como para irse, apesadumbrado, pero se arrepiente y decide encararlo.

   -Escuche… -Intenta ser firme, su orgullo está en juego-. Quiero ser claro en esto. No soy ningún drogón. –Vuelve a sacar la billetera y de la misma una tarjetita blanca-. Soy abogado. Tenga. –Y deja la tarjeta sobre la mesa-. Por el carácter que tiene seguro la va a necesitar.

   Y se va, con la desagradable sensación de saberse observado desde cada una de las mesas del bar. Ya en la puerta, escucha la humillante recomendación del cajero: “¡Andá a cagar!”.

   Y sigue su camino.

   Mientras el mozo agrupa más trocitos del pocillo pasando un trapo al estropicio de café, el hombre de saco negro toma la tarjeta que aún sobrevive en la mesa de al lado. Le echa una ojeada a través de sus gruesos lentes: Adrián C. Pelaso, abogado, matrícula…

   “Es la señal”, murmura. Paga y sale rápidamente del bar.

 

Eduardo Goldman