miércoles, 17 de marzo de 2021

MOSCA

 Una mosca sobrevuela el cadáver. No impávida, no indiferente, no insensible. Solo hambrienta.

miércoles, 10 de marzo de 2021

EL VENDEDOR DE AGONIAS 2

 

Parpadeó en mi memoria lo ya vivido un año atrás, y que ahora evocaba como en un sueño odioso y recurrente. La misma sensación de extrañeza al descubrir el cartel de Agonías, los frasquitos de colores expuestos en anaqueles como una vulgar selección de perfumes y cremas faciales. Alguna que otra cadenita con medallón dorado como parte de una biyuterí. Nada emparentado con la muerte, a excepción de la Bersa 9 milímetros que, a diferencia de la primera vez, ahora llevaba en el bolsillo de mi campera.

   Traspuse la puerta de madera rústica, delatado por un quejido de bisagra que parecía servir de alarma. El mismo perfume pegajoso y dulzón de aquel día. El mostrador al frente, el mismo viejito de anteojos, la sonrisa empotrada en su boca, como la de esos muñecos de plástico a los que muchos niños arrancan la cabeza de puro fastidio.

   -Qué gusto verlo de nuevo -exclamó, con un tono jovial que me sonó a burla.

   No perdí tiempo en sacar el arma y apuntarle justo sobre el entrecejo.

   -Se acuerda de mí? -desafié.

   -Por supuesto -respondió sin inmutarse-. Usted es el que se casó con la paralítica. Porque al final se casó, ¿verdad?

   Mis palabras salieron como escupitajos.

   -¡Me casé! ¡Por su culpa!

   -Yo nunca lo obligué. Usted tomó la decisión. Y no me va a negar que eso lo salvó de sufrir mis agonías.

   -Agonía es lo que estoy viviendo ahora, por seguir su consejo.

   Supurada mi primera carga de resentimiento, tomé un largo sorbo de aire y bajé el arma.

   -No, no -dijo él, sorpresivamente- Siga apuntándome. Nada más estimulante que una amenaza de muerte.

   Elevé a medias el caño de la Bersa, confuso, como un niño que obedece la orden de su padre sin por eso entenderla. El viejito apoyó los codos sobre el mostrador generando cercanía. Parecía un almacenero amable que aceptaba la devolución de una conserva en mal estado.

   -Y ahora explíqueme cuál es su reclamo -quiso saber, aunque sospeché que ya lo sabía.

   Cambié de mano la pistola y refugié la otra en el bolsillo.

   -Hace un año le conté mi historia, mi tragedia. No puedo creer que la haya olvidado.

   -Nunca olvido una historia, de las muchas que me cuentan aquí. Había una mujer enamorada, pero usted no le correspondía. Le dijo la triste verdad cuando iban en su auto. Ella se largó a llorar, usted quiso consolarla, una imperdonable distracción, y una mala maniobra que terminó en accidente. Ella quedó paralítica.

   Asentí lentamente. Mi desgraciada historia relatada en pocas palabras resultó más que vívida, fue como si el tiempo nunca hubiese transcurrido desde aquel fatídico choque en la autopista. El mismo dolor naciendo en la boca de mi estómago. La misma tortura al verla enclaustrada en esa silla, con los ojos tristes de quien vela sueños muertos.

   -Exacto -reafirmó el viejito, con su exasperante hábito de adivinar pensamientos-. Recuerdo cuando vino usted aquí esa primera vez. Recuerdo su expresión de hombre vencido, dispuesto a comprarme cualquier brebaje con que envenenarse paulatinamente, solo para que ella tuviera el consuelo de verlo sufrir hasta el infinito, expiando la culpa de no haberla amado.

   Sacudí la cabeza, algo en las palabras del viejo me irritaba.

   -No necesito compasión  –rezongué-. Y menos esa perorata cursi.

   -La cursilería es la esencia misma de la vida, antes de ser desmantelada por la razón. Pero no quiero importunarlo con estas frases de autoayuda doméstica, tal como lo definiría usted con ironía.

   -Escuche…

   -Déjeme terminar. –Se sacó los lentes para masajearse un ojo con los nudillos-. Hace un año usted estaba dispuesto a terminar con su vida, no sin antes conocer el infierno sobre la Tierra, por eso vino a mí, para que yo le proveyera de una agonía terminal. La purgación perfecta para el mayor de sus pecados. Pero estalló en alivio y felicidad cuando le sugerí que casarse con ella sería el mayor de los castigos, evitándose el tormento de una muerte dolorosa. Pensó en reparar el daño causado entregando nada menos que su propia libertad como moneda de cambio. Y eso funcionó por un tiempo, ¿verdad?

   -Por un tiempo.

   -Luego empezaron las demandas de ella al presentir que su amor no era auténtico. Con cada demanda crecía su resentimiento. Como usted mismo lo predijo, empezó a odiarla. Al punto que hasta le sedujo la idea de asesinarla.

   -Fue justamente por eso que compre esta pistola. Para matarla, o suicidarme.

   -Pero no hizo nada de eso. ¿Por qué?

   -No lo sé. Nunca me animé a comprar las balas.

   Me encogí de hombros y dejé la pistola sobre el mostrador, como quien se deshace de un cacharro inútil. El viejito la miró con sorna y la hizo girar como un trompo, igual que en esos juegos mortales al estilo de la ruleta rusa. El caño dejó de girar, apuntándome. De inmediato me interpelaron sus ojos, ávidos, de alguna manera, bestiales.

   -¿Y ahora qué? -inquirió.

   -¿Ahora? -Y dejé que todo el peso de mi cuerpo de mi cuerpo descansara sobre la mano apoyada en el mostrador-. Ahora estoy igual que antes, o peor. Me muero de culpa solo por pensar en matarla.

   -Tampoco se ha suicidado.

   -Si lo hago, ella sentiría que algo de culpa tuvo en mi decisión. No, prefiero una muerte lenta, culpar a una enfermedad terminal nos libera a los dos. Es por eso que vine. Esta vez sí, voy a comprarle una agonía.

   Él meneo la cabeza. Parecía decepcionado. Como un jugador que descubre la fragilidad deportiva de su contendiente.

   -La agonía está bien para el final. Pero aún no agotó sus posibilidades.

   -¿Posibilidades de qué?

   -De seguir buscando una salida menos… trágica.

   -No me ilusione. Yo sé que no hay otra salida.

   -Siempre hay otra salida, hasta que ya no la hay

   Una secreta, intrusiva esperanza, me quitó de las manos la soga fantasmal que estaba anudando a mi cuello.

   -¿A qué se refiere? –musité.

   -Una de las armas para combatir esa trampa de odio y culpa es la distracción. Me refiero a producir un hecho convulsivo que desvíe la atención del foco central, como hacen muchos gobiernos.

   -Perdón, pero no lo entiendo.

   -Cómo explicarle. A ver… -Abrió un cajón bajo el mostrador, revolvió un rato lo que por el sonido serían unos blisters, y por fin sacó uno-. Tenga -dijo ofreciéndomelo. Bajo la transparencia, esta vez, había una pastilla grande y marrón. La miré con desconfianza.

  -¿Qué es?

   -La salida. Vamos, anímese.

   Me resultaba sacrílego negarme a seguir la sugerencia de alguien que me miraba a través de sus lentes con la convicción de un médico especialista. Extraje la pastilla y dejé que mi lengua la atrapara. Me sorprendió el sabor dulce, intensamente familiar.

   -¡Muy rica! -aprobé-. ¿Es de chocolate?

   -Uno de los ingredientes es chocolate.

   La pastilla se deshacía con rapidez en la boca, extasiando mi paladar.

   -¿Y usted cree que con esto…?

   -Tenga paciencia. Pronto sentirá el efecto.

   -¿Efecto? -me alarmé-. ¿Qué clase de efecto?

   -Ya le dije, una distracción. Lo que usted ha tomado es un super purgante.

   Tragué saliva junto con el diminuto resto de pastilla.

   -¿Cómo un purgante? No entiendo… ¿para qué?

   -Justamente para purgar la culpa acantonada en su vientre. Verá, esto lo tendrá un tiempo ocupado en el baño, despidiendo heces históricas, y gases, y también maldiciones.

   -Pero… esto es ridículo. Yo no sufro de estreñimiento.

   -De alguna manera, sí.  Pero no importa, usted obtendrá grandes beneficios con esto. Los retorcijones no lo dejarán pensar en su culpa, y mucho menos en matar a su esposa. Y cuando todo pase se sentirá tan fresco y livianito que la vida le parecerá maravillosa.

   -¿Me lo dice en serio?

   -Este proceso durará una semana. Luego, sus males pueden recrudecer, entonces podrá tomar otra pastilla y repetir la experiencia. Y si al cabo de unos meses la intensidad de su culpa no mejora, entonces sí, pensaremos en una agonía que valga la pena.

   En ese momento sentí un retorcijón a la altura media del vientre. Al principio leve, pero que fue creciendo hasta presagiar una procesión fastuosa a todo lo largo de mis intestinos.

   -Uuyuy… -gemí, al tiempo que mi cuerpo se arqueaba sobre el mostrador.

   Él se limitó a sonreír celebrando mi pequeño martirio con orgullo profesional.

   -Buena la pastilla, ¿verdad?

   -Uyyyyyyy… déjeme pasar al baño.

   -Lo siento, pero está ocupado. Mi esposa tomó a la mañana una de estas pastillas y todavía sigue ahí.

   -Uyyyyyyyyyyyyyyyy…

   -Espere… ¿A dónde va? Ya le dije que el baño está ocup… ¡No entre! ¡Oiga! Pero… Perdón, querida… es un cliente y… ¡Salga de ahí, cretino! ¡Basta! ¡Suelte a mi esposa! ¡Por favor! ¡Dejen de pelear por el maldito inodoro!


Eduardo Goldman

lunes, 8 de marzo de 2021

EL CRIMEN NO DEBE PAGAR

   

   Se le hacía más que un pasatiempo imaginar una laguna oscura en cuyo centro un remolino lo succionaba con fuerza de las piernas hasta hundirlo en la profundidad cenagosa de donde, lo aterraba, ya nunca podría salir a flote. El juego consistía en tomar conciencia de que solo se trataba de su taza de café, y que el remolino cesaría en cuanto dejara de revolver la cucharita. Una estrategia mental que le brindaba el efímero alivio de saber que la realidad no podía ser tan espantosa como esa tragedia fantaseada. Lo circundante, sin importar cuán terrible llegara a ser, no le deparaba ni por asomo la angustia de hundirse en las aguas de un pantano. Sólo que esta vez, por una razón que solo él conoce, su truco no está dando resultado.

   -Muy rico el postre –aprueba el senador Valdez, al tiempo que se pasa la servilleta por los labios manchados de chocolate-. Debería probarlo, Robledo.

  -No me apetece –repone el aludido-. A mi edad se pierde el gusto por los sabores intensos. Además, no encuentro nada más acogedor que un buen café después de cenar. –Echa una mirada a la joven periodista-. Apenas ha comido.

   Ella abandona la cuchara sobre su charlotte, como quien tira la toalla.

   -Casi no como de noche. En serio, ni siquiera me preparo un té. Llego muy cansada del canal y…

   -Hace muy bien, Karina –se interpone Valdez-. Yo tampoco ceno cuando estoy en Buenos Aires. Mejor acostarse liviano. –Y mira a Robledo-. Lo de esta noche es una excepción. Por su cumpleaños.

   -Todavía me sorprende que me haya invitado –murmura ella, y espera a que Robledo termine el último sorbo de café antes de seguir-. ¿Sabe que me cuesta dirigirme a usted por su nombre?

   Valdez ríe ampulosamente, buscando llamar la atención.

   -Yo hace rato superé ese prejuicio–alardea-. Llámelo como lo haría en uno de sus reportajes. Señor juez le diría, ¿no?

   -Ex juez- aclara innecesariamente el magistrado, quizás porque odia que hablen por él-. Ahora soy un humilde abogado.

   -No tan humilde, Robledo. Debe haberle salido una fortuna este reservado, sólo para nosotros.

   -Es algo que todavía no me cuaja –agrega ella, y enfoca sus almendrados ojos de gata en el rostro del juez, previendo algún indicio de incomodidad por lo que va a exponer-. Festeja su cumpleaños sólo con dos personas que, usted bien sabe, lo detestan. Y en un restaurante boutique carísimo. ¿Qué busca? ¿Que lo amemos?

   Contra todos los pronósticos, Robledo sonríe muy calmo.

   -¡Sí que lo amamos! –se apresura Valdez, retando veladamente a la chica-. O al menos lo respetamos, yo lo respeto. –Y por no saber cómo seguir, levanta su copa chisporroteando malbec-. ¡Por sus setenta y tantos años, Robledo!

   El juez inclina la cabeza, como quien acepta un cumplido.

   -Muy gentil, Valdez. Pero usted sabe que a partir de la cero hora voy a contar ochenta primaveras.

   -No lo parece –resulta lo único amable capaz de entregar la periodista. Y recoge su copa.

   El brindis y la consiguiente ingesta de un buen vino se hace mecánica, gustosa pero aburrida. Las copas a medio tomar regresando al mantel blanco dejan tras de sí una orfandad de palabras. ¿Y ahora qué? Solo el más inseguro abomina el silencio.

   -Debo protestar ante su insistencia de venir sin regalos –se lamenta Valdez, abriendo las manos como si ofreciera su pecho-. Me incomoda no haberle traído un presente, aunque sea una pavada.

   -No se preocupe, senador. En realidad, soy yo quien va a agasajarlos con un obsequio.

   -¿A nosotros? A ver si le entendí, Robledo. ¿Usted nos trajo un obsequio?

   -Tómelo como uno de esos sourvenirs de cumpleaños. Es lo que se estila. ¿no?

   Sin esperar a que Valdez termine de fabricar la maqueta de un gesto emotivo, Robledo recoge del piso un gran portafolio de cuero, de esos que se usaban antes de que naciera el attaché, lo abre y extrae una gruesa carpeta de tapa celeste. La apoya sobre la mesa y cierra el portafolio para dejarlo nuevamente en el piso. La mirada de Valdez juega un pin pon entre la carpeta y la cara del juez.

   -¡Qué nervios! –bromea el senador-. No me diga que va a regalarme un título de propiedad. ¿Una casa en Miami tal vez?

   Karina lo festeja con una sonrisa frágil. Su mirada se ausenta y revolotea hasta la silla contigua, vacía, de cuyo respaldo cuelga su cartera marrón. Se pregunta si habrá recordado encender la pequeña grabadora que esconde en su interior. La duda le acentúa el ceño. Últimamente olvida cosas. La memoria le viene fallando desde agosto, más precisamente el 7 de agosto, San Cayetano, fue cuando confirmó lo que tanto temía.

   -¿Pasa algo? –le pregunta el juez, hábil cazador de gestos.

   Ella sacude la cabeza y le devuelve una mirada esquiva.

   -No me deje así, Robledo –se impacienta el político, mientras alisa con los dedos su prolija barba candado-. ¿Qué hay en esa carpeta?

   El juez la deja descansar por un instante en su mano, exacerbando una intriga que acompaña con una mirada incisiva sobre su interlocutor. Finalmente, se la extiende a Valdez para que éste se apropie de ella con mano rapaz.  Al senador le lleva pocos segundos exprimir una sonrisa lánguida frente a la carátula. Luego, con los rasgos momificados, hojea rápidamente algunas páginas, alejando de a poco su nariz, como si el expediente oliera a meo de rata. Hasta que cierra la carpeta y libera un gesto de fiera acosada.

   -¿Tiene idea de lo que está haciendo? –desafía.

   -Por supuesto, es la prueba de su mayor acto de corrupción en su paso por el ministerio. Esa compra de material de tercera, a un precio exorbitante. –Y mira satisfecho a la periodista-. Usted lo debe recordar. El ferry que se hundió causando decenas de víctimas.

  Karina entreabre la boca, las palabras que debieran acudir se extraviaron en algún lugar de su mente. No sabe si el juez está jugando con fuego o simplemente inicia el conocido periplo de la extorción.

   -¿Qué es esto? –inquiere Valdez-. ¿Una trampa? -Su voz suena mecánica, inexpresiva. La furia volcada en una entonación estéril es la más amenazante.

   -Ninguna trampa, mi querido senador. Esos folios son justamente mi obsequio.

   -¿De qué habla?

   -Lo que tiene en sus manos es la última copia que existe de sus, digamos, actividades comerciales. No queda nada que lo incrimine, ya me encargué de borrar todas las pruebas. No me pregunte cómo hice.

   Valdez repiquetea los dedos sobre el mantel, bajo su propia, escondida mirada. Parece estar ajustando la mente a una situación inédita que le cuesta comprender. Su atención regresa a Robledo.

   -¿Y ella? -dice, señalando con su índice a la chica-. Todo esto me suena a trampa.

   Robledo sonríe.

   -¿Lo dice por la grabadora que lleva escondida en su cartera?

   A Karina se le incendia la mirada. Sus labios reprimen un leve temblor antes de abrirse en una sonrisa tiesa.

   -¿A qué se refiere…? -musita.

   -A la pequeña grabadora profesional que, a mi modo de ver, sin necesidad, guarda en su hermosa cartera símil cuero.

   Ella se defiende con un gesto de perturbación.

   -Siempre llevo una grabadora, soy periodista. Pero le aseguro que…

   La mano de Valdez arrancando la cartera de la silla desvalija sus excusas.

El senador se hace de la grabadora. La sacude en su mano, examinándola. Y aprieta el botón de stop.

   -Lo que dije, una trampa. 

   -Solo en su imaginación, Valdez. –El juez trata de aplacarlo acariciando el aire con sus palabras-. Piénselo, usted no ha dicho nada que lo involucre con nada. El único que se compromete en esa grabación soy yo.

   -Entonces, si me permite… -Aprieta el botón rojo que indica delete-. Voy a descomprometerlo.

   -¡Deme mi cartera!

   Valdez se la devuelve con una sonrisa que inspira al asesinato.

   -Y la grabadora.

   -¡Cuando termine de borrar todo, tramposa!

   Karina encara al juez.

   -¿Como lo supo?

   -Uh. Es lo que dicen por ahí. El diablo sabe por diablo pero más por viejo.

    La mirada ofuscada de Karina se dirige al senador, quien no deja de manipular la grabadora.

   -¡Deje eso! ¡Ya borró lo que quería!

   Valdez no para de apretar botones y acercar la oreja al aparato.

   -Si confiara en los periodistas no sería político –murmura-, no al menos del oficialismo.

   El juez carraspea como una llamada a la tregua, y vuelve a centrarse en el tema que más le interesa.

   -También hay un obsequio para usted, Karina –revela-. Bueno, en realidad, no es un obsequio, sino un intercambio.

   -¿Intercambio? ¿Qué quiere decir con intercambio?

   -No se apresure, ya habrá tiempo para explicaciones. ¿No termina su charlotte?

   -Ya le dije que estoy llena. Es más, creo que ya debo irme.

   -Solo un poco más, al menos hasta que brindemos a las doce, por mi cumpleaños. –Empieza a irritarlo la ráfaga de voces que el senador reproduce al manipular la grabadora-. Valdez, ¿le molestaría dejar eso en paz?

   -Pero… es que debo asegurarme…

   -Ya debe haber borrado hasta la marca del aparato. Por favor, confíe en mí. Lo que se habló acá no sale de esta mesa.

   El bufido de Valdez resuena como una bandera blanca que se agita en la trinchera. Sin embargo, esquiva la mano de la periodista y deja la grabadora detrás de la botella de vino.

   El juez se quita los lentes y utiliza la servilleta que cubría su pantalón para limpiarlos con suavidad.

   -No quisiera olvidarme de felicitarla, Karina –comenta-. Por su premio. Muy merecido.

   Ella vuelve a quedar descolocada. No sabe con qué se viene ahora ese tipo.

   -Gracias -dice cautamente.

   -¿Qué premio?-pregunta el político, sin que por eso le interese la respuesta.

   -Por su documental acerca de los años ‘70. 

   Valdez cambia su actitud, vislumbra como en un espejismo que la periodista, después de todo, podría ser una impensada aliada política.

   -¿De los ‘70? –exclama, acariciándose el mentón-. Temo que no lo vi. Pero voy a buscarlo. Me parece muy bien que se homenajee a nuestros muchachos en esos duros años de la lucha armada. -Y levanta su copa para dedicarle un trago-. ¡Por su premio!

   Karina sonríe preparando la estocada.

   -Mi documental no es un panegírico de criminales, senador.

   Valdez se atraganta con el vino.

   -Muy cierto -confirma el juez-. Se trata de una obra maravillosa sobre la vida de su padre. ¿No es así, Karina?

   Ella aprueba, sensible y guerrera al mismo tiempo.

   -Mi padre creyó en las ideas maravillosas de la solidaridad, la justicia, la libertad. Y sobre todo, el respeto a cada persona. A cada ser viviente.

   -Ya veo. –El labio torcido de Valdez solo puede significar desprecio-. Uno de esos ilusos que se la pasaba oliendo florcitas.

   -¡Usted no tiene idea de quién era él! –dice Karina mordiendo las palabras-. Fue un hombre que buscaba mejorar el mundo. No destruirlo, como hicieron sus muchachos y los militares mesiánicos. Todavía no nos reponemos de toda esa locura.

   -¿Locura? –La carcajada forzada de Valdez derrama cinismo-. Locura es esta democracia mal entendida que estamos viviendo. Y que tarde o temprano vamos a cambiar. ¿No le parece, Robledo?

   El juez deniega la complicidad con el senador. Exhala cansancio, pero se mantiene erguido en su silla.

   -Amigo, Valdez –se aviene a contradecir-. No me haga perder tiempo defendiendo lo indefendible, no estamos en el Congreso. Así que vayamos al grano.

   -¿Al grano? –exclama el senador aguzando los ojos, desconfiado hasta de su propia corbata a rayas.

   -Es la mejor idea que escuché en toda la noche -exclama Karina-. Terminemos con esta opereta, Robledo. –La rabia le permite llamarlo por su nombre-. ¿Para qué diablos me citó? ¿Para usarme como testigo impotente de su acto de corrupción? Porque desbaratar pruebas de un delito tan grave como el del senador, es un descomunal prevaricato.

   -Es cierto -acepta el juez-. Soy culpable de lo que usted me acusa. Tan culpable como Valdez, por su valioso aporte a esta mafia multisectorial a la que hipócritamente llamamos república. –Vuelve a colocarse los lentes-. Pero ahora hablemos de usted, Karina.

   Ella se indigna.

   -¡Ni siquiera lo intente! No trate de igualarme porque no soy como ustedes. Me gano la vida honestamente. Jamás me metí en una transa, como algunos de mis colegas. ¡No tiene nada que achacarme!

   -No se enoje, nada tiene que ver su honestidad en todo esto, que bien resguardada está y por eso la respeto.

   -¿Entonces qué? ¿Tiene algo para decir de mí?

   -Más precisamente… de sus manos.

   Ella lo mira sin comprender. Dirige la mirada a sus propias manos, agarrotadas en puño sobre la mesa. Luego le regresa la atención, algo tensa.

   -¿Qué pasa con mis manos?

   -Cada vez que agarra su copa, algunos de sus finos dedos parecen temblar, y es como si debiera hacer un esfuerzo para controlarlos. En un momento casi se le resbala la copa.

   -Es cierto -interviene Valdez-. Lo noté. Pero… No me pareció importante. -Interroga al juez con un gesto-. ¿Lo es?

   -Responda, Karina. ¿Lo es?

   Ella se revuelve en la silla, incómoda.

   -Claro que no. Los nervios. Esta charla me fastidia. Es todo.

   -No tiene que disimular sus males, Karina. Estamos… entre amigos.

   Valdez se regodea.

   -¿Qué es? ¿Qué secreto esconde, señorita periodista?

   -No se haga ilusiones -lo frena el juez-. Ninguna de las miserias que a usted y a mí nos caracterizan. Más bien, es una cruz. ¿Verdad, Karina?

   Ella se pone de pie, abruptamente. Se inclina sobre la mesa para agarrar la grabadora y la introduce en su cartera. Camina hacia la puerta cuando una palabra, una terrible palabra pronunciada por el juez la paraliza. “Huntington”.

   -¿Qué dijo? -curiosea Valdez, sin obtener respuesta.

   Ella acuchilla a Robledo con los ojos, se acerca a él, desafiante.

   -¿Cómo lo supo? –Su voz es barrosa, el tono gélido-. ¿Acaso tiene espías en todas partes?

   -Digamos que sí. Prerrogativas de un juez. Siéntese, por favor. Entiendo su dolor, pero la cena no ha terminado. -Ella duda. El juez se incorpora y le acerca la silla-. Por favor.

   La voluntad de la chica flaquea, se sienta, sus brazos no dejan de abrazar la cartera, necesita algo de qué agarrarse. Robledo se acomoda junto a ella y le sirve más vino.

   -Beba, le hará bien -sugiere.

   Luego de un momento ella lo hace, de un largo y desesperado trago. Valdez se encoge de hombros.

   -Perdón, creo que entré a mitad de la película. ¿Alguien va a explicarme que es lo que pasa aquí?

   El juez parece esperar a que ella responda. Ante el silencio, decide hacerlo por su cuenta.

   -El Huntington es un mal degenerativo de las células nerviosas. Puede empezar con esa torpeza en los dedos de la mano, y termina con la pérdida total de control de todo el cuerpo, y la mente. Es una agonía terrible, donde el final, la muerte, es una verdadera liberación.

   Ella se sirve más vino. Antes de beber le dedica su odio.

   -No tenía por qué recordármelo. A menos que disfrute al hacerlo.

   Valdez se pasa el dedo por el interior el cuello de la camisa, incómodo. Tarda un poco en decir lo que cree que debe decir.

   -Bueno, pero… debe haber una cura para eso, ¿no? Hoy día… la medicina…

   Ella se apresura a dinamitar tanta palabra vacía.

   -No hay cura –dice, con sequedad.

   -Pero… algo con qué aliviar ese suplicio…

   Un nuevo trago arranca de la periodista una sonrisa burlona, le place enterrar a Valdez en la impotencia de un consuelo pronunciado más para sí mismo que para ella.

   -Solo un milagro puede aliviarme –declara- Y yo no soy precisamente devota.

   Es la palabra que esperaba escuchar el juez para intervenir.

   -Sin embargo, Karina, los milagros existen.

   Ella deshilacha una risita socarrona, casi despreocupada por el efecto anestésico del alcohol.

   -Camine sobre el agua, señor juez. Transforme el agua en vino, y entonces quizás me convenza.

   -Solo puedo convencerla de que no soy quien usted cree.

   La risita desemboca en carcajada.

   -¡A eso sí lo llamaría un milagro!

   -¿Qué cree que soy?

   Ella bebe el último sorbo de su copa. Hace un minúsculo buche y lo traga.

   -¿De veras está dispuesto a escuchar?

   -Por supuesto.

   Valdez se cruza de brazos y los apoya en la mesa, acercándose, como dispuesto a presenciar una función de teatro, esto se pone interesante, murmura.

   -Vamos, Karina –insiste Robledo-. Después de todo, fui yo quien arrojó la primera piedra. Hábleme de la pésima impresión que tiene usted de mí.

   -Se queda corto con lo de pésima. Creo que usted es un verdadero hijo de puta. Lo he visto en los programas de televisión, pavoneándose ante las preguntas de sus periodistas adictos. Lo he oído defender su libro, su maldito libro.

   -Nómbrelo. “El crimen no debe pagar”. Un compendio de todas mis ideas acerca de la sociedad.

   -El elogio al psicópata, lo llamaría yo. Quizás usted sea uno de ellos.

   Es más de lo que Valdez puede aceptar, ¡cuidado con lo que dice, señorita!, la espeta, ¿no sabe con quién está hablando?

   -Lo sabe muy bien, Valdez. Por eso quiero escucharla.

   La voz de la periodista se hace más grave, de alguna manera, sosegada.

   -Su… su teoría acerca del criminal inocente… sus enseñanzas en la facultad cuestionando las bases mismas del Derecho… Le ha lavado el cerebro a generaciones de abogados…

   -No he obligado a nadie a pensar como yo. Si los he convencido es porque debo haberles hecho tomar conciencia de algo.

   -No se vanaglorie, señor juez. En un país normal nadie lo tomaría en serio. Pero estamos en la Argentina, hubo una dictadura militar, ¿se acuerda? Hubo gobiernos corruptos, autoritarios…  Nos han legado una trágica herencia… El límite impreciso entre lo que está bien y lo que está mal.

   El juez mira su copa y solo atina a levantarla.

   -Brindo por sus convicciones, y su vehemencia. Es usted muy valiente.

   -¡Por favor! -salta el senador-. ¡Es una irrespetuosa! –Y baritonea su índice frente a la nariz de la chica-. ¡Sepa que el juez Robledo es respetado en todo el mundo por sus ideas de avanzada! 

   -Ideas que ningún país cuerdo aplicaría, senador.

   -¡Usted no es quien para afirmar una cosa así! Está ninguneando al más brillante de los hombres de leyes que ha dado el país. Y no lo digo solo como juez, también como respetabilísimo abogado.

   Robledo asiente con la cabeza.

   -Es curioso, Valdez. Ha tocado el tema que deseaba charlar con ustedes. Mi actividad como abogado. –Acerca la mano al plato de postre de la periodista-. ¿Me permite?

   Ella se encoge de hombros. Robledo lleva para sí el charlotte a medio comer y lo prueba. ¡Riquísimo!, exclama entrecerrando los ojos. Valdez se rasca los bigotes, lo tiene harto esa afición del juez por crear expectativa.

   -La primera defensa que encaré fue hace unos cinco años, cuando me jubilé como juez. El caso Belfiore. ¿Lo recuerda, Valdez?

   -¡Cómo no voy a recordar! –se jacta el senador-. Un caso apasionante, digno de su estatura. ¿Belfiore dijo? El caso de… de… -Y el chasqueo de sus dedos marca el ritmo árido de su desmemoria.

   -Una chiquita de ocho años, violada por tres salvajes y luego estrangulada  –aclara la periodista, para de inmediato dirigirse al juez-. Homicidio criminis causa en el peor de los delitos. Y usted defendió a los tres asesinos.

   Valdez deja caer las manos sobre la mesa en un gesto de hartazgo.

    -¿Y qué tiene eso de malo, señorita periodista? Todo sospechoso tiene derecho a la mejor defensa posible, ¿no? Está en la Constitución. ¿O va a negar eso?

   -No lo niego. Solo que el ex juez utilizó todos los trucos legales y manipuló al jurado sembrando dudas por todas partes, para que los terminaran condenando solo a cuatro años. ¡Cuatro años lo que debió ser cadena perpetua para esos miserables!

   -O pena de muerte –sentencia el juez.

   El senador toma su copa y reflexiona antes de beber.

   -Cierto. La verdad que esos animales merecían morir como ratas. Lástima que nuestras leyes no permiten la… -Un corto sorbo le aclara la memoria-. Ahora que recuerdo. ¿No los habían matado a esos criminales? Sí, sí. Al poco tiempo de salir de la cárcel. Los mataron uno por uno. Me acuerdo que hasta acusaron a alguien de contratar a un sicario, un profesor de la chiquita en el orfanato. Pero creo que fue absuelto.

   El juez se queda mirándolo.

   -En efecto, fue absuelto. El hombre era inocente.

   -¿Cómo está tan seguro?

   -El asesino usó una Bersa 9 milímetros, de numeración limada, que aun debe estar hundida en el fondo del río. Muy cerca del muelle de los pescadores. 

   Las miradas confluyen en el juez. Valdez esboza una risita que es más bien una muestra de confusión.

   -¿Y usted como lo sabe, Robledo?

   -Es que… yo la arroje ahí. A las pocas horas de ejecutar al último de los criminales.

   El silencio cae como una llovizna helada, los ojos navegan sin rumbo. El senador apresura las palabras.

   -¿Que dice, Robledo? ¿Qué clase de broma es ésta?

   -Ninguna broma. Lo planeé cuidadosamente. Presenté una defensa brillante para sacarlos de prisión en poco tiempo. Consideré que una cadena perpetua no era suficiente para ellos. Les hice creer que saldrían bien librados de todo. Les alimenté una falsa esperanza, para que la muerte fuese aun más dolorosa. Debieron ver las caras de cada uno al recibirme en sus viviendas miserables. Al ver a su amigable abogado sacar el arma para dejarlos tiesos. Murieron con la incredulidad en los ojos.

   -Nos está tomando el pelo -reacciona ella.

   -No, Karina. Me estoy adelantando a su descubrimiento.

  -¿Qué descubrimiento?

   -Yo sé que usted está armando un programa especial sobre el caso. No me pregunte cómo, simplemente lo sé.

   -Pero…

   -Sin duda hará preguntas en el orfanato donde se resguardaba a la niña, el hogar Belfiore. Y sé que pronto descubriría que ese hogar recibía puntualmente un cheque para que a la niña no le faltara nada. Más aun, que los cheques los firmaba yo.

   Fiel a su estilo, sumado al impacto por tamaña revelación, Karina lo deja hablar sin interrupciones.

   -La obvia conclusión, confirmada en un análisis de ADN, develaría que la niña era hija mía. Ilegítima, claro. Sé que suena extemporáneo, pero tuve miedo a lo que se diría de mí. Su madre, con quien tuve una relación efímera y secreta, era poco menos que una prostituta. Ella murió en el parto y… tengo que aceptar que no lo viví como una mala noticia. –Su mano toma el pocillo vacío de café, y sepulta la mirada en el fondo blanquecino-.  En cuanto a la niña… Debí reconocerla. Debí aceptarla como mi hija. Debí cagarme en la opinión de todos mis colegas. Pero ya es algo tarde para eso, ¿verdad? –Usa la servilleta para secar el sudor de su frente-. No pude darle un padre, pero al menos pude vengarla.

   Karina cruza miradas con Valdez. Ambos se ven conmocionados por el peso de la confesión, y cada uno reacciona a su manera.

   -Tranquilo, Robledo –intenta contener el senador-. Yo… Por supuesto que no he escuchado nada de lo que dijo. Nada. –Se dirige a la periodista-. Y espero lo mismo de usted, señorita.

   -¿Pretende que calle esto?

   -No tiene pruebas. Y yo pienso negar cada afirmación que usted haga.

   -Usted no entiende, senador. Se trata de un crimen. No importan los motivos, ni que los malditos se lo hayan merecido. Es un crimen.

   -¿Y qué? ¿Tiene idea de lo que se mata en este país, y por razones insignificantes?

   Ella siente que habla con una pared, y dirige su impotencia contra Robledo.

   -¡Usted es… más miserable de lo que pensé! Le importa una mierda las miles de víctimas fogoneadas bajo sus ideas, pero cuando le toca sufrir a usted, viola sus propias normas convirtiéndose en asesino.

   -Lo sé. Y es por eso que merezco la pena capital.

   Valdez intuye que alguna idea nefasta sobrevuela la mesa.

   -¿Qué dice, Robledo?

   -Merezco esa condena. La destrucción y el olvido a mi persona, pero no a mi libro.

   -Su libro y usted son lo mismo –acusa ella.

   -Ya no. –El juez se sirve el resto de vino que queda en la botella, quizás deseando que fuera la cicuta que acabó con Sócrates-. Se olvida que mis propias ideas me condenan, Karina. Maté a tres víctimas de la sociedad.

   -Tres asesinos –define ella.

   -A los que ejecuté sin remordimientos. Merezco el mismo fin.

   La confunde esa doble mirada del juez. Desde su libro habla de víctimas, desde su dolor, en cambio, de asesinos que merecían la muerte. ¿Cuál es el verdadero juez?

   -De acuerdo –decide. Le propongo un linchamiento público si eso alivia su sentimiento de culpa. Un reportaje. Una confesión frente a las cámaras del canal.

   -¿Esta loca? –estalla Valdez-. ¡Nunca vamos a permitir semejante cosa! El juez Robledo es patrimonio de nuestro partido. Nuestro caballito de batalla en el Poder Judicial. El juez no se toca. Y si sabe lo que le conviene, usted se olvida de todo lo que se habló aquí.

   -¿Me amenaza?

   -Puede tomarlo como quiera.

   Los sorprende el campanilleo de la copa que el juez golpea suavemente con la cucharita de café.

   -No es necesario ser grosero, Valdez –amonesta, al parecer de mejor ánimo-. Karina no hablará de todo esto.

   -¿Por qué está tan seguro? –pregunta ella enarcando una ceja.

   -No lo estoy, pero confío en que así será. Hace un rato le hablé de un intercambio.

   -Explíquese.

   -Le dije que existían los milagros, la posibilidad de que usted no sufra la agonía de esa cruel enfermedad. Esa que ya empieza a entorpecer el control de sus piernas. Le propongo ese milagro, a cambio de su silencio.

   Ella sacude la cabeza, turbada.

   -Va a tener que hablar más claro.

   -Le estoy ofreciendo un milagro, queda en usted aceptar o no. La supervivencia de mi libro queda en sus manos.

   El senador entorna los ojos y se masajea la nuca.

   -La verdad que no entiendo nada, Robledo. ¿Qué le está proponiendo a la chica?

   Karina empieza a entender. No le importa que sean las doce menos cinco, ni que haya entrado el mozo con una botella de champagne. Ni que extraiga el corcho sin ruido, ni que sirva cuidadosamente en las copas que ha traído sobre una bandeja plateada. Ahora entiende por qué ha sido invitada a esa cena. El afán de Robledo por recibir su castigo, no por haber matado, sino por violar las reglas de su propio libro, al que otorga más importancia que a su vida misma, ya que ese libro no es más que su ego proyectado al infinito, inmortal como un dios, y al que no quiere dejar la mancha de su inconducta. Esa noche el juez morirá para que su libro sobreviva. Pero como un acto final, imprescindible, debía confesarlo todo para de alguna manera sentirse redimido. Y que fuera precisamente ella, su más dura crítica, quien escuchase la comisión de su crimen, para dar un valor objetivo a su absolución. Pero también era muy importante que la periodista callara, que no develara el fiasco que condenaría a su libro por la falsedad de su autor. Y ese silencio estaba garantizado por algo que Karina no podía negarse a aceptar. El milagro de no sufrir esa lenta, inútil agonía. ¿Por qué no? ¿Acaso no fue ella misma quien suplicó a ese médico piadoso que terminara con una inyección el sufrimiento terminal de su madre, a quien tomó de la mano para verla cerrar los ojos por última vez, y la que vuelve a tomar en cada una de sus pesadillas? Por un momento se rebela. No quiere morir, no así, de golpe, sin despedirse de los suyos. De sus amigos, de su perro. Toma el impulso de incorporarse pero su pierna derecha le falla, y su trunco movimiento no parece más que un fallido intento por acomodarse en la silla. El mozo se retira. Ella mira el portafolio de Robledo en el piso. Se pregunta si allí se esconderá la bomba. O si la habrá colocado bajo la mesa, al momento de llegar, antes que sus invitados. Solo le intriga la presencia de Valdez en esa última cena. Qué sentido tendría arrastrarlo también a él hacia la muerte. Ciertamente es un delincuente, como muchos en la política. Pero Robledo no lo castigaría por ello con la pena capital. No igualaría esos pecados con su terrible crimen.

   -¿Qué me dice, Karina? –pregunta Robledo, ofreciéndole una copa burbujeante de champagne-. ¿Acepta el milagro?

   Ella le sostiene la mirada por un instante. Acepta la copa y la eleva apenas.

   -Feliz cumpleaños, señor juez.

   Valdez toma su copa y los mira extrañado.

   -¿Se puede saber qué significa todo esto?

   Robledo se lo aclara:

   -Significa… que son las doce.

   Un brutal fogonazo da paso a la oscuridad.

 

   Todos los medios de la mañana reflejan la tremenda explosión seguida por un conato de incendio ocurrida en el reservado de un notorio restaurante de la zona de Belgrano. Abundan los reportajes a figuras del medio televisivo acongojadas por la muerte trágica de Karina Bedoya, la querida periodista y premiada documentalista argentina. Varias personas han dejado flores y todo tipo de mensajes en la puerta del canal donde trabajaba.

   Hay estupor en los medios judiciales por el atentado que terminó con la vida del ex juez Damián Robledo, un intachable hombre de leyes, reconocido internacionalmente, que fundó su vida en la búsqueda de una sociedad más humana y equitativa.  

   No sucede lo mismo con el diputado Ricardo Valdez. Si bien el Congreso ha suspendido las sesiones en señal de duelo, se tejen versiones diversas que lo señalan como el verdadero objeto del atentado, según trascendidos, por sus negocios con la mafia sindical y los zares de la droga. Fuentes policiales aseguran que se ha abierto una investigación por un posible ajuste de cuentas.

   A solicitud de varios juristas, hoy por la noche se velarán los restos del ex juez Robledo en el palacio de los Tribunales. Se descuenta la emotividad del acto, ya que en el mismo habrá un stand donde se podrá apreciar el legado inmortal que nos deja Damián Robledo. Su libro: El crimen no debe pagar.

  

Eduardo Goldman