jueves, 18 de agosto de 2022

VIAJE AL FIN DE UN LARGO PRINCIPIO

Tu hijo se está muriendo.

No podía sacarse la frase de la cabeza. Ni cada palabra, a las que desmenuzaba una y otra vez en busca de un significado distinto a ese trágico mensaje recibido esa misma tarde. ¿O fue la tarde de ayer?, se le hacía confuso enhebrar el tiempo ya que llevaba horas conduciendo por la ruta que debía llevarlo a Catriel, a la dirección escrita con birome negra en el dorso de aquel sobre. Había cruzado la provincia de Buenos Aires y la noche lo sorprendió llegando a La Pampa. Allí lo detuvo gendarmería. Le exigieron de todo. Registro, documento, cédula verde, seguro, permiso de circulación. Pero más que nada, la constancia del hisopado negativo no mayor a 72 horas de antigüedad. Hubiese querido abreviar ese viaje desesperado con alguna de las aerolíneas, la primera en partir hacia el aeropuerto de Neuquén, pero los vuelos estaban cancelados en todo el país a causa de la ya prolongada cuarentena. Tu hijo se está muriendo. La voz de su esposa al teléfono. Ex esposa, se empeñaba en precisar. Casi ocho años que no sabía de Élida. Ni le importaba. Fueron muchas escenas de maltrato por parte de ambos, una fuente de resentimiento, de locura, humillaciones, hasta que ella encontró una salida rápida instalándose bien lejos, en el norte de Río Negro, tierra natal de su familia. Nada que reprochar, sólo el sabor amargo y ese odio residual estancado en los recuerdos.

 

Tu hijo se está muriendo. El llamado bien podía resultar en una de sus crueles venganzas. La voz en el celular sonaba distante, como si estuviese alejándose y la conexión se tensara hasta ser un hilo quebradizo. Intentó llamarla tantas veces que amagó estrellar el celular contra la pared. No parecía haber señal. La maldijo mil veces por dejarlo en ese vendaval de pensamientos nefastos. ¿Cómo que se está muriendo? ¿Tuvo un accidente? ¿Un ACV? ¿Cáncer? ¿Covid? Las preguntas le rebotaban en la lengua. Lo consoló una frágil esperanza; ella no dijo que había muerto. “Se está muriendo” podía ser una aseveración temeraria en boca de una mujer que tendía a ver catástrofes por todos lados. Puede que Gabriel estuviera reponiéndose de alguna enfermedad, quizás algo seria, pero reponiéndose. Incluso grave, pero reponiéndose. Repitió una y otra vez esa palabra excluyente.

 

Tu hijo se está muriendo. Era un goteo incesante que horadaba la mente y nublaba el asfalto. No podía concebir que Gabriel fuera a desaparecer de su vida. No así, para siempre. Se negaba a creerlo. Volvió a pensar en el Covid. Los medios informaban que los jóvenes mostraban síntomas leves y que en gran parte eran asintomáticos. Lo decían en todos los canales. Gabriel es joven y fuerte, pensó, repetidamente, como un mantra, buscando un alivio que al poco tiempo se transmutaba en angustia. Aceleró aún más el motor. ¿A cuánto iba? ¿Ciento veinte? ¿Ciento cuarenta? No parecía ser suficiente.

 

La sola idea de ser detenido por un patrullero y perder un tiempo valioso en la burocracia pueblerina le hizo retomar una velocidad prudente. Se detuvo en un paraje oscuro, junto a una estación de servicio que permanecía abierta. Utilizó el baño. Luego compró una gaseosa expendida por una máquina. Se apoyó en la puerta del Volvo mientras un joven de barba despoblada y sombra de sueño le llenaba el tanque; su barbijo salpicado de aceite le colgaba de una oreja. Terminado el trámite del pago con tarjeta y un billete de cien que despejó las lagañas del muchacho, se metió en el coche. Sacó de la gaveta el sobre con la invitación. Hacía un par de años que Gabriel se había casado. Cuando recibió aquel sobre tuvo la firme intención de viajar para la boda, pero la sola idea de ver a Élida lo retrajo. Envió un telegrama a la dirección en Catriel, pretextando un evento muy importante de la agencia para esa fecha, y le pidió a su joven secretaria que enviara un regalo apropiado. Luego se enteró de que su obsequio de bodas había sido una licuadora, de tres velocidades, según aclaró la chica.  

 

Una hora después entraba a la ciudad de Santa Rosa. Cruzó unas pocas calles hasta toparse con el hotel del Automóvil Club. No le importó que el restaurante del predio estuviera cerrado, su estómago también lo estaba. Fue hasta la oficina para rentar una habitación. Pagó con la tarjeta sin siquiera prestar atención al precio. Entró a su cuarto. El baño despedía un tenue aroma a pino que debía sobrevivir de la limpieza de la mañana. Se lavó la cara. No le bastó con eso y llenó la piletita para sumergir la cabeza en el agua fría, varios segundos, aguantando la respiración, como si al incorporarse pudiera despertar de un espantoso sueño en el baño de su departamento en Barrio Norte, con todas las cosas en orden, la joven secretaria esperándolo en la cama, Élida lejos, muy lejos, y Gabriel, también lejano, como siempre lo estuvo por culpa de su madre, que lo apañó contra él. Acarició la esperanza de encontrarlo algún día para tomar un café, charlar, reconciliarse, ¿y por qué no?, ser amigos. Es lo que fantaseó al emerger la cabeza del agua. Pero la opresión que se le había enquistado en el pecho diluía todo pensamiento mágico. Se sentó en la cama y echó una mirada al cuarto. Un televisor colgado de la pared por un soporte metálico, aire acondicionado, ventana con cortinas gruesas, una pequeña heladera. Todo lo que en otro momento hubiera servido para su confort, pero que ahora le producía un vacío muy cercano al miedo. Encendió el televisor para distraerse un poco, necesitaba tomar distancia. No había canal que no informara algún tema sobre el Covid. Su pulgar dejó de manipular el control ante la imagen de una joven tirada en el piso de un hospital, fallecida por esa nueva y cruel enfermedad. Se estremeció al pensar en que no importaba la juventud de Gabriel. Sus veintiséis años podían no ser más que una defensa ilusoria contra el Covid. Apagó el televisor. Apoyó la nuca en la almohada pero supo al instante que no iba a pegar un ojo en toda la noche. Se incorporó, recogió el bolso y salió del cuarto.

 

Nuevamente en la ruta. Su mente giraba a mil por hora. Pensamientos contrapuestos, trágicas visiones, desenlaces fatales a los que sólo oponía una ilusión efímera. La camioneta venía en dirección contraria y se acercaba sin bajar las luces. Los focos lo encandilaron. Tuvo miedo de quedar enceguecido y chocar contra ese bólido. La imagen de una luz blanca y brillante. La pantalla de una tablet, sostenida por las manos temblorosas de Élida, segundos interminables de un resplandor inhóspito y un sonido siseante, como el de una serpiente a punto de atacar, hasta que aparecieron las imágenes en color de la fiesta de cumpleaños. Un paneo abrupto de varios tíos y primos, de su hermana Clara y el marido con una copa en mano, los padres de Élida brindando a cámara. Un corte y enseguida Gabriel, con sus seis años a punto de cumplir, la torta y las velitas encendidas, junto a una figura de Harry Potter con galera negra. El canto de feliz cumpleaños acompasado por palmas, y el niño que mira las velitas, inquieto, se diría que alerta, varias voces lo animan a soplarlas, hasta que él mira a un costado y pregunta: ¿no viene papá? El gesto de odio en Élida cuando corta el video para arrojarle la tablet al estómago. “¡Tomá!”, le escupe. “¡Esto es lo que le hacés a tu hijo!”.

 

Las gomas derraparon y el coche terminó fuera del camino, chocando contra unos arbustos. El golpe en la quijada contra el volante lo aturdió. Pudo desabrochar el cinturón de seguridad e instintivamente buscó la manija de la puerta, con mano torpe, desorientada. Trató de calmarse. Al parecer no hubo daño, se dijo. ¿No lo hubo? Sin saber por qué recordó ese día. Élida le había llevado unos dibujos que trazó esmeradamente con una regla T. Eran ideas, bosquejos que imaginó sobre el diseño de esa casita planeada en el country. Recordó el desdén con que la miraba, a ella y a esos papeles. ¿Acaso Élida creía ser mejor que el arquitecto? Era uno de los mejores, y bien pago, por cierto. Ella, que no había terminado su carrera en Arquitectura, cómo podía tener alguna idea siquiera coherente. Seguí participando, se burló, y ella se encerró en el dormitorio a llorar. Él siempre supo donde herir en lo profundo.

 

Cuando despertó aún estaba agarrado al volante, como resistiendo en sueños la mano que tiraba de su brazo y que terminó haciéndolo caer en el pasto. De inmediato una patada en las costillas lo despabiló. No alcanzó a preguntar qué pasaba cuando recibió una trompada en la cara, mientras otro de los hombres husmeaba dentro del coche. Los faros de la moto ennegrecían aún más la oscuridad del campo; los movimientos de esos dos motoqueros eran rápidos y dejaban a su paso una estela de sombras que no parecía propia de seres humanos, más bien de figuras fantasmales, o para horror de su mente, aniñada por cientos de viejas películas tenebrosas, demonios rurales que se alimentaban de los muertos ofrendados a la ruta. Hasta que uno de ellos encontró la billetera dentro de la guantera, y su grito de triunfo dio por terminada la batalla. Una nueva patada fue la despedida. Y pronto el estruendo del motor alejándose. Tardó en levantarse. Le dolía la cara. Supo que le sangraba el labio por el gusto salado que le entintaba la lengua. Al sentarse frente al volante sintió una punzada en un costado. Tanteó con los dedos una a una cada costilla bajo la camisa, hasta que, a su entender, no había nada roto. El dolor era muscular. Pensó que la había sacado barata, podían haberlo matado sin que su cadáver fuese descubierto hasta después de varios días. Hizo un control de daños. Le habían robado la billetera con todo su dinero más las tarjetas de débito y crédito. También desapareció su celular. La cédula verde permanecía en el parasol, pero no sería de gran utilidad frente a una requisitoria policial; su documento y el registro de conductor estaban en la billetera. Supo que radicar la denuncia en un destacamento significaría no poder seguir conduciendo hasta obtener los permisos. Y también que cualquier detención en un control policial, sin documentos que mostrar, haría que le secuestrasen el coche. Encendió el motor. Logró zafar de los arbustos y retomar la ruta.

 

La doble línea amarilla en el asfalto, esa prohibición de cambiar el carril en la proximidad de una curva o pendiente, ejercía sobre él un efecto casi hipnótico. No podía despegar la vista de la misma, como si necesitara de una barrera interna que lo previniera de traspasar el límite hacia la locura. Aunque no siempre lo lograba. Por momentos, en violentos pantallazos, revivía cada uno de los golpes que había recibido, en consonancia con el dolor de los impactos en cada herida de su cuerpo. Las imágenes empezaron a borronearse, ya no era los dos motoqueros que lo agredieron, sino él mismo empujando con toda su bronca a Gabriel, quien, con la fuerza de sus dieciocho años, devolvía cada empellón con más y más rabia, espetándolo por haber insultado a su madre. El clima en la casa se volvía insoportable. ¿Quién te creés que sos, mocoso de mierda, para enfrentarte a mí? ¡Soy tu padre! ¡Me debés respeto! A lo que el joven le retrucaba: ¡Y vos a mamá! Suspiró de alivio cuando ese desagradecido y su madre se fueron para siempre. Pero ahora estaba arrepentido. Quizás, si lo hubiera charlado con Gabriel. Quizás, si hubiera hecho terapia como le pedía Élida. Quizás, si hubiera pasado más tiempo en casa. Pero ya era tarde para eso. Gabriel lo había empujado con los dientes apretados, y eso lo enfureció aún más. Ejerció una fuerza inusitada para arremeter contra el joven, y demostrar que era él y no otro el macho alfa en la familia. Su hijo cayó de espaldas y golpeó la nuca contra el piso. Se asustó al verlo aturdido, pero no atinó a mover un músculo. Gabriel se incorporó lentamente y se retiró con dolor en la mirada. Pensó en llamarlo, en preguntarle si estaba bien, en decirle que lo lamentaba. Lo pensó, solo eso.

 

Amanecía cuando vio el cartel de bienvenida a Río Negro. Fue cuando cruzaba el puente sobre el río Colorado. Divisó a dos policías custodiando el lugar. Rápidamente, recogió el barbijo caído en el piso y se lo ajustó a la cara. Hacer la denuncia por el robo era su única opción, poco creíble teniendo en cuenta que debió haberlo hecho en cualquier pueblo de La Pampa. Sabía que le iban a requisar el coche hasta que estuvieran los papeles, así que decidió no frenar. Iría despacio hasta que intentaran detenerlo, y entonces oprimiría el acelerador a fondo. No le importaba que lo siguieran, o que dieran la orden de captura a alguna patrulla. Estaba obsesionado en no detener su marcha, no a esa escasa distancia que lo separaba de Catriel, porque si su hijo estaba agonizando, como había dicho Élida, si realmente eran sus últimos momentos de vida, necesitaba imperiosamente llegar a tiempo para verlo, para estar con él, para apoyar la mano en su hombro, para decirle tantas cosas que nunca le dijo, para buscar la manera de pedirle perdón. Los uniformados no se molestaron en detenerlo, incluso uno de ellos levantó la mano a modo de saludo, puede que aburrido. Pero él no se sintió afortunado. Pensó que Dios, o lo que fuere que gobernaba el universo, le estaba allanando el camino por alguna razón. Quizás, porque a Gabriel le quedaba poco tiempo.

 

Las manos húmedas pegadas a un volante que por momentos parecía hervir. El sol reflejado en el vidrio delantero y unos lentes oscuros que nunca aparecieron, por falta de voluntad para buscarlos. Fue devorando esa veintena de kilómetros a una velocidad que ni siquiera podía descifrar, con la mente en blanco, suspendida. Poco antes de alcanzar las edificaciones suburbanas de Catriel, detuvo la marcha y estacionó a un costado del camino, como si recién entonces tomara conciencia de que no tenía idea de lo que iba a hacer. La ráfaga de un camión circulando por la ruta hizo vibrar la estructura liviana del Volvo, luego dos coches más. Hablar con Élida, pensó. Debería hacerlo desde algún locutorio, si es que había uno en aquella ciudad. ¿Hablar? ¿Preguntar por el estado de Gabriel? ¿Pedirle desesperadamente que le diga dónde está internado? Ya imaginaba la respuesta: ¡Ahora te preocupás por él, ahora que se está muriendo! Recreaba cada tono, cada reproche de ella. Su furia contenida por años. Ella nunca le perdonaría aquella última noche, antes de que Gabriel y ella misma se marcharan para siempre, la forma en que le gritó, lo llamó vago de mierda, inservible, bolsa de papas, y todo por no estudiar lo que él hubiera deseado, ni de unirse a la agencia para trabajar con él, por perder la vida tocando su guitarra en la calle, por empeñarse en ser un don nadie, un fracasado, una vergüenza para el perfil de su padre.

 

La lata abierta de gaseosa, ya sin gas, tenía gusto a jarabe amargo. Abrió la guantera y tomó el sobre. Deseó que siguiera siendo el domicilio de Gabriel. El Volvo se adentró por una calle hasta llegar a lo que parecía ser el centro de la ciudad. La plaza, los árboles, las casas linderas, la zona comercial. Detuvo la marcha junto a la oficina de turismo, sin soltar el sobre. Una amable asesora le midió la temperatura con un aparatito y le roció alcohol en las manos, para luego lo orientarlo hacia uno de los barrios. Fue un breve trecho por distintas callejuelas, hasta frenar abruptamente frente a una casita. Pequeña, muy sobria, de tejas rojas algo descoloridas. Respiró profundo, varias veces. El cuerpo le temblaba. Pensó en Gabriel y se le anudó la garganta. Esperó unos minutos hasta rehacerse, bajó del coche. Se ajustó el barbijo y caminó hasta la puerta de la casa, con el sobre pegado en la mano, como un amuleto que lo protegería de la más aberrante de las evidencias. No había timbre. Le tomó algunos segundos animarse a golpear, suavemente, casi pidiendo permiso. El tiempo que siguió fue una eternidad. El estómago se le contrajo presagiando la tragedia. Tuvo miedo de encontrarse frente a Élida. Tuvo miedo de sus palabras. Su gesto crispado y su sonrisa amarga, diciéndole que llegaba tarde, que no le alcanzaron las bolas para despedirse de su hijo. Escuchó pasos detrás de la puerta. Sin saber por qué elevó la mano que estrujaba el sobre, y tardó varios segundos en volverla a su lugar. El ruido de la llave fue un sacudón, casi deseó que la puerta no se abriera nunca, tener todo el tiempo del mundo para escapar del lugar, pese a que hubiera sido imposible, las piernas no parecían responderle, eran dos estacas de madera que guarecían su sangre congelada. Cuando vio a la chica se sintió confuso. Era agradable. Sugería lindas facciones alrededor del fino barbijo rosa. Una mirada calma. Su delgadez, envuelta en ropa holgada, hacían evidente un embarazo propio de los últimos meses.

   Al principio un silencio incómodo por parte de ambos. El carraspeó, tuvo la sensación de que había equivocado la casa. Se disculpó y volvió a mirar la dirección en el sobre.

   -Es usted, ¿verdad? –adivinó ella-. El papá de Gabriel.

   Se imaginó a sí mismo, con sombra de barba y la fatiga sudándole en la cara. Asintió, dubitativo. Su respiración se hizo agitada, temió preguntar. No fue necesario.

   -Lo siento mucho -dijo ella, con los ojos húmedos.

   El tardó unos segundos en entender. Sus piernas se doblegaron y cayó de rodillas al piso. La joven se inclinó a socorrerlo, asustada-. ¡Vení! –gritó, hacia el interior del living.

   Cuando él vio la mano fuerte que asía su brazo, y el gesto preocupado de Gabriel, sintió que no quería pararse, sino permanecer así, sostenido por esa ilusión que parecía ser su hijo, negándose a despertar.

   -Vamos, papá, te ayudo.

   Se dejó incorporar, sin fuerzas para oponerse. Su cuerpo había envejecido en ese viaje.

   -Gabriel… -fue lo único que pudo articular.

   -¿Cómo te enteraste? –se intrigó el muchacho-. Iba a llamar para decírtelo, pero no hubo tiempo. Vos sabés, los trámites te vuelven loco. Hace cuatro días que murió, el lunes, y recién ayer la enterraron.

   -¿Enterraron? –Sacudió la cabeza, confuso-.  ¿A quién?

   Gabriel y la chica se miraron.

   -¿Cómo a quién? Por eso viniste, ¿no? A mamá.

   Fue como caer desde un precipicio, impactar el cuerpo contra un fondo de rocas. Fue estallar en pedazos que nunca volverían a unirse.

   -¿De… de qué estás hablando, Gabriel? –reaccionó-. ¿Cómo que murió? Élida no… es imposible.

   Gabriel dudó antes de dar detalles que podrían ser muy dolorosos. Ella intervino.

   -Tuvo un accidente… doméstico. Cayó de la escalera mientras limpiaba los ventanales. No sufrió nada. La muerte fue instantánea, es lo que nos dijeron en el hospital.

   Intentó dar un paso a ciegas, pero las piernas seguían sin responderle. Lo ayudaron a entrar y sentarse en un sillón.

   -Le traigo agua –dijo la chica.

   A Gabriel no se le ocurrió otra cosa que frotarle la espalda. Lo invadía un extraño sentimiento, de querer acercarse y no querer hacerlo.

   -¿Estás mejor, papá? Si te sentís mal llamo a la ambulancia.

   -No, no. Pasa que… Lo que decís es imposible. -Sintió que se ahogaba y se desprendió el barbijo-. Tu madre me llamó ayer, a la tarde.

   El muchacho meneó la cabeza.

   -Estás confundido.

   -Te digo que sí. Reconocí su número en mi celular, y su voz. Era ella. Ayer, creo.

   -Ayer la enterramos, papá. Y su celular lo tengo desde el accidente. Está sin batería. No salió ningún llamado de ahí.

   Miró con cierta pena a su padre, ese hombre al que una vez tanto temió. Ahora, impensadamente, lo veía sufrir. La boca entreabierta, carente de palabras. Los ojos llorosos, enrojecidos. ¿Será posible?, pensó. ¿Será posible que en verdad, de alguna manera, haya guardado algo de amor por mamá?

 

   Al otro día, una mañana ventosa de diciembre, siguió con su hijo el caminito de grava que habría de llevarlos a la tumba de Élida. Un modesto rectángulo de tierra y una placa provisoria con su nombre. Sólo llegaron ellos, ya que no eran permitidas más de dos personas por visita debido a las restricciones de la pandemia. Sendos ramos de flores. El primero en acercarse a la placa fue Gabriel. Colocó las flores dentro de una canaleta apenas húmeda y se deshizo del barbijo. Murmuró unas palabras apagadas por el viento. No fueron muchas, como si en los últimos días las hubiese pronunciado todas. Muy sentido, pronto se retiró para dejar lugar a su padre. Éste se acercó para depositar su ramo. En un principio no se atrevió a mirar la placa. Pensó en retirarse ya cumplido su homenaje, pero supo que era el momento de decirlo todo. No habría otra oportunidad. Y apoyó una rodilla sobre el césped. La vista del nombre de Élida y las fechas de ambos vértices de su vida le trajo el recuerdo de la fiesta de casamiento. La juventud de ella, su belleza. El vals de los novios y la torpeza de él con los pasos descosidos. La risa de Élida. La gota de vino tinto sobre su vestido blanco, derramada por el primo pasado de copas. Y de nuevo su risa. ¿Cuándo dejaste de reír, Élida?, pensó. ¿Cuándo te llené de amargura? Quizás fue Gabriel el que nos separó. Pero no por su culpa ni la tuya, sino la mía. Fui egoísta, bien que lo sé. Fui en extremo exigente con él. Y tu odio hacia mí no fue más que el reflejo de mi desprecio, mi frustración por aquel a quien yo debí amar con toda mi fuerza, en lugar de juzgarlo. Ahora entiendo tu amor doliente de madre.

   No dijo una sola palabra frente a la tumba. Lo que en verdad deseaba era mostrarle a ella lo mucho que había cambiado en esas pocas horas. No habría de preguntarse cómo llegó la voz de ella a su teléfono, decidió considerarlo el principio de un milagro. Habló largas horas con Gabriel la noche anterior, como nunca antes lo había hecho. Supo que manejaba un taxi y que tocaba con su grupo en casamientos, cumpleaños y bautismos. Y hasta en algunas fiestas municipales. Es lo que quería mostrarle a ella, que ahora estaba orgulloso de su hijo, que respetaba su propio camino, que le había pedido perdón y él fue capaz de comprenderlo. “Empezamos para la mierda, viejo”, le dijo Gabriel. “Pero ahora vamos para adelante”. Eso le dijo. Y ahora estaba feliz por recuperar a ese hijo al que recién empezaba a conocer, y sabía que ya nunca iba a alejarse de él, ni de su futuro nieto. No dijo una sola palabra. Sólo quería eso, mostrarle a ella.

 

Eduardo Goldman