Entré al London para zigzaguear la mirada sobre cada una de las mesas con la esperanza de que, aún en mi exasperante, abusiva tardanza, pudiera descubrir su cabello rojizo, o un par de ojos azules escrutándome con una mezcla de alivio y resentimiento. No tuve ocasión de presentar excusas. Ella no estaba en el bar.
Caminé como un zombi por entre las mesas para asegurarme de que no había sido mi metódica negación lo que me impidió reconocerla. Siempre estoy alerta sobre mis sabotajes internos, o de mi rapidez para evitarme reproches que, justificados o no, mudos o manifiestos, me producen un insomnio que puede durar por varias noches. En este caso, el reproche partía de mí mismo. ¡Cómo pude cometer la idiotez de no alistarme a tiempo para la cita! Había llegado a la confitería –miré el reloj del celular- a las siete menos diez, casi dos horas tarde. Es curioso, pensé. La coincidencia era un ejemplo perfecto de aquella frase que siempre le escuchaba decir a mi abuelo. Lo que la vida te da, la vida te quita, aseveraba, como repitiendo algo que había leído y que le servía para mostrarse sabio. En este caso, no era la vida sino el tren Sarmiento. Tres días antes había ocurrido algo que me recordó una vieja historia que leí en mi adolescencia, y que ahora experimentaba en carne propia. Fue justamente en el Sarmiento. Yo viajaba hacia la pensión donde vivo, cerca de la estación Haedo, y ella iba en sentido contrario rumbo a Plaza Miserere. Lo cierto es que ambos trenes coincidieron al detenerse en Flores, de tal manera que mi ventanilla quedó frente a la suya, igual que en esa historia -quizás fue una novela, no recuerdo el nombre-. En la misma, el protagonista quedaba prendado de la mujer que tenía enfrente, y pese a que sus ventanillas podían abrirse, él no se atrevió a intentar nada. Se quedó mirándola, esperando el milagro de que los trenes se detuvieran allí para siempre, apareándolos en un tiempo infinito, pero eso no ocurría en la Europa de principios del siglo XX. Tampoco iba a ocurrir con el Sarmiento. Y en un acto nada usual para mi enfermizo miedo al papelón, agité la mano atrayendo su mirada, que, por una fracción de segundo, recaló en mí para enseguida ser desviada hacia algún lugar indefinido del techo. Dibujé un “Hola” con mis labios, tres o cuatro veces. Hasta que ella acusó recibo y me lo devolvió, divertida. Los vidrios que nos separaban no debieron presentar el menor riesgo para ella. Todo un desafío para mi creatividad, tratar de conseguir su teléfono en un idioma de señas. Abrí mi portafolios y saqué rápidamente la factura de unos pendrives que había comprado. Iba a pedirle su número, pero se me ocurrió que hoy día la inseguridad en que vivimos haría de eso una misión imposible. Apresurado por la sirena electrónica del tren, opté por tirarme a la pileta sin fijarme en el nivel del agua, si es que la había. Tenía que proponer una cita lo más accesible que pudiera. Quizás, no en días de semana, por si el trabajo o la Facultad se lo hacían incómodo, por no decir imposible. Ni lo sábados. Siempre puede haber una fiesta los sábados, o un encuentro con amigas, o lo que sea. Como una ráfaga de viento pasó por mi mente la imagen de Cortázar, y en el dorso blanquecino de la factura escribí: “El London, perú y av de mayo. domingo 17 hs”. Ella se vio sorprendida. Junté las manos parodiando una plegaria, cosa de mostrarme divertido, y a la vez suplicarle que viniera. Los trenes empezaban a alejarse, no supe ni me interesaba saber cuál de ellos se estaba moviendo. Ella dudó unos instantes, hasta que sacó su celular y tomó una foto. ¿A mí? ¿Para mostrarla a sus amigas como quien expone a un payaso engreído? ¿Un machirulo al que daría una lección con su alevosa ausencia? ¿O al cartel que yo le mostraba, para tenerlo presente, y quizás, de esa manera, aceptar mi invitación del domingo?
Puede que por inseguridad o por miedo a
decepcionarme, demoré mi estadía en el sofá por una serie de Netflix y me vestí
casi al filo de lo planeado. Lo justo para llegar a tiempo. Mi abuelo tenía
razón, lo que los trenes te dan, los trenes te quitan. Se desató una huelga
ferroviaria vaya uno a saber por qué. Desesperado, corrí hacia la parada del
colectivo. Casi cuarenta minutos esperándolo. Un lento viaje de domingo y luego
el subte. Y la ley de imprevisibilidad con su corolario fallido se cumplió a
rajatabla. Ella, de quien no sabía ni siquiera el nombre, ya no estaba. Se
habrá ido odiándome, pensé. ¿Cuánto habrá esperado? ¿Media hora? ¿Una? Seguramente
no mucho más. Habrá meneado la cabeza con una sonrisa irónica y pedido la
cuenta para marcharse lo más rápido posible. Se habrá sentido humillada por
tomar en serio a un imbécil con un cartel arrugado y una letra desprolija. O
quizás, nada de eso. Quizás ni siquiera haya venido. Quizás, en ese mismo
momento yo era exhibido ante sus amigas como el payaso machirulo del tren.
Supuse que nunca sabría la verdad. Así y todo, cuando de pura suerte conseguí
una mesa junto a la ventana, no dejé de buscarla entre la escasa gente que
caminaba sin rumbo, alejándose de Florida, o la que regresaba por Perú, dando por
terminada su visita a San Telmo. La avenida de Mayo recogía los últimos
destellos del atardecer, y mi atención saltaba del paisaje urbano a la puerta
de la confitería toda vez que percibía la entrada de alguien, cualquiera que no
era ella. Se me acercó el mozo. Un hombre de mediana edad, chaleco oscuro y
modos amables, dignos del London. “Un café cortado”, pedí. Y antes de que se alejara con mi orden, lo llamé. Fue casi instintivo. Sin gran expectativa pregunté
si poco antes había estado una muchacha de pelo rojizo, sola, como esperando a
alguien que nunca llegó. Se quedó pensando y enseguida miró hacia un sector del
salón. “Un momentito”, dijo, con voz átona. Lo seguí con la mirada. Intercambió
unas palabras con otro mozo, de idéntico chaleco pero bastante más joven, cabello
negro tirado hacia atrás, atado en colita. Ambos me echaron una rápida mirada y
por un momento tuve la absurda idea de que iban a llamar a un patrullero. El
primer mozo pareció venir hacia mí con deprimentes noticias, pero se desvió
para atender otra mesa. El de colita habló con el tipo del mostrador y luego de
algunos segundos, el tipo, supongo que el cajero, buscó algo bajo el mostrador
y le entregó un papelito. De inmediato “Colita” llegó hasta mí para dejar sobre
la mesa un barquito hecho con una hoja de papel. “Me dice el cajero que una
pelirroja dejó esto, a lo mejor es para usted”. Y sin esperar respuesta siguió
haciendo lo suyo. Miré el barquito sin entender nada. Parecía una broma de
extraño mal gusto, o tal vez un ingenioso mensaje por parte de ella, significando
que nuestra cita había naufragado como el Titanic, es decir, para siempre. Tomé
el barquito con cierta aprehensión. Lo examiné. ¿Por qué no habrá sido más
clara dejando una nota?, me pregunté. Y ahí mismo supe que en realidad la había
dejado. Ella no tenía un sobre donde colocarla -nadie lleva un sobre para casos
como éste-, y no podía dejar un papel doblado, que sin duda atraería la
curiosidad del cajero. Deshice el barquito y allí estaba, muy breve, con una
letra cursiva, prolija y hasta, si se quiere, sensual: “Habrá otros domingos”,
decía. Y abajo la firma: Laura.
Ahora sabía su nombre. Y algo más importante,
que había estado esperándome. Y que me había perdonado al insinuar la
posibilidad de encontrarnos algún otro domingo. Desde entonces mi vida ha
cambiado. Ya no más el oscuro trabajo de oficina sabiendo que al final de la semana
sólo me esperaba una rutina silenciosa, desierta, por momentos distraída con
alguna serie de Netflix. Ahora, desde el mismo viernes empiezo a soñar con
encontrarla. No ha venido al siguiente domingo, ni al otro, ni al tercero. Pero
ya lo ha dicho, habrá otros domingos, puede ser cualquiera. Y yo estaba
dispuesto a persistir, a estar listo desde temprano, asegurarme de tomar el
tren a una hora prudente. A caminar muy despacio por la Avenida de Mayo sólo para
hacer tiempo, admirando cada cúpula de los viejos edificios que me llevan al
London. Sin faltar un solo domingo, con un café cortado y el barquito de papel sobre
la mesa, como siempre, de cinco a siete.
Eduardo Goldman
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