viernes, 8 de mayo de 2020

EL VENDEDOR DE AGONÍAS


   Es casi una regla general que las cosas no sean como uno previamente las imagina. Incluso, que resulten ser exactamente lo opuesto. Por eso no me sorprendió descubrir que ese extraño negocio anidara muy lejos de un callejón oscuro en los suburbios, indemne a la mirada curiosa de algún policía dispuesto a transar con lo prohibido. De hecho, parecía un comercio respetable, de esos que se agolpan en la avenida Cabildo, en el barrio de Belgrano. Entre zapaterías y locales de ropa interior femenina, el discreto cartel de “Agonías” insinuaba una inocente venta de perfumes exóticos, o a lo sumo un festival de biyuterí. Pero yo sabía muy bien de qué se trataba.
   Admito que ni bien traspuse la puerta empecé a desconfiar de la cordura de mi amigo, y a creer que su entusiasta recomendación no era más que un delirio abonado en su lecho de muerte. El tipo tras el mostrador se veía muy lejos de ser el sicario que me describió. Más bien, se asemejaba al viejito que atendía el kiosco frente a la casa donde nací.
   -¿En qué puedo ayudarlo? –fue lo primero que dijo, con un tono tan cálido que estuve a punto de retirarme, convencido de que había equivocado la dirección-. Sí, es aquí –agregó, con una sonrisa amable y, a mi parecer, misteriosa.
   Eché un vistazo a la gran cantidad de frasquitos multicolores ordenados en los estantes. Había un olor dulzón en el ambiente, algo pegajoso para mi gusto. “Es nomás una puta perfumería”, pensé.
   -¿Lo dice por los frasquitos? –pareció divertirse el viejo.
   Sonreí, ¿qué otra cosa podía hacer?
   -Me adivinó el pensamiento –dije.
   -Es que usted piensa en voz alta, aunque no hable.
   Siempre odié ese tipo de frases que parecen extraídas de alguna filosofía oriental, pero que en el fondo no significan una mierda.
   -Mire… –rezongué, con la paciencia en cero-. Es obvio que mi amigo me dio la dirección equivocada. Así que…
   -Ah, su amigo –me interrumpió-. Lo recuerdo. Un abogado que usa bisoñé, ¿verdad?
   Debí haber bizqueado por algunos segundos, porque su imagen se me hizo oblicua. Sacudí la cabeza para enderezar el mundo.
   -Sí, mi amigo Tomás –atiné a decir-. Pero… ¿cómo lo supo?
   El viejo lanzó una risita.
   -Habilidades que uno tiene, y un poco de suerte. A propósito, ¿le fue bien? Digo, a su amigo.
   -Murió ayer, de fiebre tifoidea.
   -Me alegro por él. Muy buen cliente.
   Sentí la necesidad de acercarme para hablar en confidencia, como si no me percatara de que estábamos solos.
   -Él me dijo que usted vende muertes.
   El viejo pareció ofendido, negó con la cabeza.
   -¿Muertes? No, claro que no. La muerte es algo salvaje y primitivo. La consigue con un tiro en la cabeza, o tirándose bajo el un tren. Mi especialidad es más bien artesanal, le diría, artística. Lo que yo vendo son agonías.
   La palabra “agonía” en su boca me provocó una inquietud cercana al vértigo, no por su promesa de un sufrimiento atroz, sino por la enorme atracción que ejercía sobre mí.
   El viejito se aburrió de mi silencio.
   -¿Va a comprar o no?
   -Yo… -titubeé-. En realidad no sé lo que hago aquí.
   -¿No sabe? ¿O teme saberlo?
   Otra vez con esas frases de libro de autoayuda. Tuve ganas de pegarle en la cara y hacerle volar los lentes.
   -No tiene por qué ser agresivo –sentenció, adivinando otra vez. O quizás por la simple observación del fastidio en mis ojos-. Tranquilo, voy a ayudarlo –y apoyó los codos sobre el mostrador, acercándose-. A usted lo tortura la culpa.
   Me estaba hartando ese viejo.
   -¡Chocolate por la noticia! –me burlé-. ¿Por qué otra cosa quisiera uno agonizar?
   -¿Una mujer? –dijo sin inmutarse.
   Largué el aliento. Eso ya parecía un tango.
   -Hay muchos que deciden agonizar para no sentir el dolor del abandono –comentó-. Pero no creo que sea su caso.
   Volví a mirar los frasquitos, y me sentí un idiota al pensar que alguno de ellos podría mitigar mi tormento. Sin proponérmelo, dejé que se me aflojara la lengua.
   -Ella estaba enamorada de mí, pero yo iba a dejarla por otra. Ibamos en mi auto cuando se lo dije. Lloró, gritó. Me puse muy tenso y en una mala maniobra choqué. Yo no me hice nada, pero ella se lastimó la columna. Quedó paralítica de la cintura para abajo. Nunca va a poder caminar. ¿Se da cuenta? Le arruiné la vida.
   -Y por lo que veo, también la suya.
   -No hay una noche en que no me obsesione con su amargura, con la angustia que debe sentir por renunciar a sus sueños.
   -Y por eso viene a comprar una enfermedad mortal, para sufrir por ella.
   -Quiero sufrir más que ella, darle el consuelo de verme gritar de dolor. Quiero morir sufriendo como un perro.
   -Puedo venderle moquillo.
   Lo miré. Escondí una lágrima bajo un gesto de odio.
   -¿Me está cargando?
   -Un poco, sí –respondió, con su proverbial sonrisa de buda para principiantes-. Mire, yo soy vendedor, pero tengo mi ética. Usted no necesita una enfermedad larga y mortal.
   -¿Ah, no? ¿Y qué necesito? –desafié.
   -Casarse con ella.
   Vi entrechocar mis propias manos en una plegaria violenta.
   -¿De qué habla? –gruñí.
   -Lo que dije, cásese con ella.
   -Pero… ¡qué consejo más estúpido! Ya le dije que no la amo. Si lo hago terminaría odiándola.
   -Correcto. ¿Y qué es peor para usted? ¿El odio o la culpa?
   Fue como un golpe a la barbilla, pero que lejos de lastimar me despertaba. Por primera vez sentí que algo en mis entrañas empezaba a relajarse. Quizás, sólo quizás, había una salida que no fuera una muerte horrible.
   -O sea… -balbuceé-. Quiero decir… que el casamiento sería la mayor de mis expiaciones. El autocastigo apropiado.
   -Mucho mejor que la fiebre hemorrágica.
   Asentí con profundo alivio, como alguien que se está ahogando y de pronto descubre que muy cerca flota un salvavidas.
   -Gracias –le dije-. Quise expresarle más cosas, pero sólo me salió un vulgar-: Me alegro de haber venido.
   El viejo sonrió, comprensivo. Abrió un cajón bajo el mostrador y extrajo un blíster.
   -Tenga –dijo-. Llévese esta muestra.
   -¿Qué es? –pregunté sin desconfianza. Había una pastillita verde bajo la transparencia.
   -Un simple resfrío. Ideal para las tardes de otoño.
   -Le agradezco, pero…
   -Pruébela, es gratis.
   No quise desairarlo, de modo que saqué la pastilla y la puse en mi boca. Tenía un agradable sabor a menta.
   -¿Y? –preguntó-. ¿Qué le parece?
   -Rico. Atchisss.
   -Son muy buenas y no tienen conservantes. –Estrechó mi mano, cálidamente-. Ya sabe. Cualquier cosa que necesite, aquí estoy.
   -Atchisss.


Eduardo Goldman

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