Fabián Hernández nunca tuvo en claro los motivos de su elección. Ser policía distaba mucho de la carrera de su padre, ingeniero agrónomo, y más aún de la de su madre, que se desempeñaba como médica de guardia en cuanto hospital requiriese de sus servicios. Cierta vez, la psicóloga de la institución le había dicho que su vocación policial tenía que ver con el fatal accidente en la ruta que le cercenó la infancia, privándolo de sus padres. De alguna manera, ser policía se constituía en un acto simbólico, reflejo de un deseo subyacente por restaurar lo perdido. Buscaba recomponer el orden, la sacralidad de las leyes, la inmutabilidad de las normas que un irresponsable al volante había violado propiciando la tragedia. Odiaba a ese camionero que jamás llegó a conocer, y tomó conciencia de ese odio que lo llagaba por dentro cuando mató por primera vez. Fue en un tiroteo con motochorros, dos pájaros de cuenta que habían dejado inconsciente a una anciana tras robarle la cartera. El aviso oportuno de un comerciante lo puso en alerta. Los enfrentó. Intercambiaron disparos y su puntería fue más certera. Al ver los cadáveres bajo la moto sonrió. No se dio cuenta, pero sonrió.
A
pesar de los vanos intentos de un fiscal ambicioso, no hubo cargos en contra de
Fabián. Los delincuentes estaban armados y habían gatillado, según la básica
observación de los hechos. Los peritajes no tomaban en cuenta una sonrisa. Sin
embargo, los jefes decidieron que el oficial tomara algunas sesiones con la
psicóloga, para que todo quedara prolijito. De aquella abúlica relación
terapéutica, Fabián extrajo solo una cosa en limpio, un secreto al que ni la
joven licenciada pudo acceder. Fabián Hernández le había tomado el gusto a
matar.
Fueron
otros dos tiroteos en los que abatió a delincuentes de alta peligrosidad. Ése
era su requisito, tenían que ser hampones armados y en lo posible de amplios
antecedentes, a los que sabía dónde buscar. El perfecto maquillaje para su sed
de sangre, el aura de un tenaz justiciero, como Charles Bronson en El Vengador
Anónimo, sólo que él no sabía realmente de qué se estaba vengando. Se jugaba la
vida en la búsqueda de un placer mortuorio. Aniquilar malditos lo aliviaba en cierta
región de lo profundo, le concedía un efímero sosiego, como el porro en una
noche de insomnio. Tras cada matanza, sobrevenía la calma, una fatiga dulce que le desentumecía los músculos, lo aplacaba. Siempre
amparado en el cumplimiento del deber, bajo la sombra de lo estrictamente
legal, disparos en defensa propia, inatacables, invulnerables. Fue así que
ningún fiscal se atrevía a tocarlo, y así también alcanzó el grado de inspector
con todos los honores del cuerpo.
Pero
un día fue demasiado lejos. Quizás porque vio a ese perro muerto en la calle,
al parecer atropellado y olvidado como una bolsa de basura caída del conteiner,
algo que lo sacudió más allá de la memoria. Un dolor añejo que se le enredaba
en la garganta. Un recuerdo intermitente, como el parpadeo de un tubo de luz a
punto de agotarse. La imagen del perro que acompañó su niñez. Un cuzquito
peludo y blanquecino llamado Tomy, acompañándolo en sus juegos solitarios, mitigando
su tristeza, protegiéndolo de las pesadillas al pie de la cama. Sacudió la
cabeza, espantando imágenes reveladoras. Irrumpió sin pensarlo en esa guarida
de narcos y asesinos. Los sorprendió en medio de una transa, el olor avinagrado
a heroína mal cortada, al menos cinco delincuentes. Gritó: ¡Policía! No como
una fórmula disuasiva, sino como un desafío. Una llamada al combate. Su primer
disparo abortó para siempre la flexión de una mano al extraer la Colt. De
inmediato perforó el entrecejo de un grandote que lo buscaba con el caño de su
arma. Quedaban tres. El juego de parapetarse entre los distintos muebles
desvencijados de la casona. Al tercero lo alcanzó cuando asomaba la cabeza
junto a su mano armada, el quejido apagándose confirmaba el impacto. El cuarto
escapó del lugar, lo oyó correr hacia la salida. El quinto, en cambio, se puso
de pie y arrojó su revólver, entregándose. La lógica de Fabián hubiera sido dar
por terminada la batalla, un hombre desarmado no representaba el enemigo
deseado. Pero había algo en ese hombre que lo exasperaba. Puede que su cuerpo
trabajado por horas en algún gimnasio de cuarta, o la breve cicatriz que le
bajaba del ojo hasta el pómulo derecho, o su pelo entrecano cortado casi al ras.
Algo en Fabián lo impulsaba a mantenerlo en la mira de su Browning, sin despegar
su indeciso dedo del gatillo, listo a disparar ante cualquier movimiento
sospechoso. No tuvo tiempo de sacar el celular para pedir un patrullero. Sintió
el estampido y un dolor agudo, punzante, que se abría paso atravesándole la
espalda. Luego la sensación de que todo daba vueltas. Sus piernas doblegándose
y la caída final. Lo último que vio fueron sus propios dedos enredados en la
Browning.
Al
despertar tenía las uñas clavadas en la tierra seca. Abrió un poco los ojos. El
reflejo del sol le peregrinaba sobre los párpados. Tomó una bocanada de aire.
No sentía dolor en la espalda y bendijo al inventor del chaleco antibalas. Se
incorporó hasta quedar sentado sobre el camino polvoriento. Se preguntó qué
diablos hacía en ese lugar, sin duda un paraje despoblado en el interior de la
provincia. Apenas unas casitas en la lejanía. Unos pocos árboles al borde del
camino. Prácticamente, la nada misma. Buscó su celular en los bolsillos aún
sabiendo que no iba a encontrarlo, tampoco tenía la Browning, era lógico. Lo
que no alcanzaba a comprender era el motivo por el que no había sido rematado.
Quizás, elucubró, lo daban casi por muerto y les pareció buena idea dejar el cadáver
fresquito muy lejos del barrio. Quizás. Quién sabe lo que pasa por la cabeza de
un delincuente. Se puso de pie para mirar a uno y otro lado del camino,
tratando de divisar algún vehículo que pudiera acercarlo a una estación de
servicio. Su desazón fue acompañada por la danza errática de un remolino de
polvo.
Fue
entonces que escuchó el gruñido. Pudo advertir que a pocos metros, al costado
del camino, un enorme perro lo acechaba enseñándole los dientes. Era un animal
enorme, no supo precisar la raza pero sí su ferocidad. Un halo de espuma
goteaba de sus fauces entreabiertas, humedeciendo unos colmillos filosos que
brillaban a la luz del sol. Quedó paralizado, no se atrevió a mover un solo
músculo ante la clara amenaza de que el perro, presuntamente con hidrofobia, le
saltase al cuello para despedazarlo. Un nuevo gruñido lo hizo retroceder unos
pasos. Trató de serenarse, de pensar, calcular oportunidades, tal como había
aprendido en el entrenamiento. Su mirada se disparó hacia el árbol más cercano,
un sauce de hojas secas y ramas raquíticas. Volvió a retroceder pero con mayor
lentitud, paso por paso, vigilando los ojos vidriosos del animal, con las manos
alzadas, como si mágicamente pudiera contener su inminente embestida. La
estridencia de un ladrido le prensó las piernas, junto con el aliento. El perro
avanzó unos metros en su busca y se frenó para ladrar con más fuerza. Parecía
listo a soltar toda su furia. Fabián no dudó. Se lanzó a la carrera y cuando ya
escuchaba la respiración del animal muy cerca de la nuca, pudo trepar al tronco
de un salto descomunal que, aun aterrado, le dejó margen para el asombro. Lo
que puede el miedo, pensó entre arcadas de aire.
La
visión del perro bajo sus pies, merodeando el árbol, le producía la misma
inquietud de saberse apuntado desde lejos por un rifle. Se preguntó cuánto
debería estar allí arriba, esperando a que el perro se hartara y fuera en busca
de una presa más accesible. Apoyó las manos en una rama y estiró el cuello para
observar el terreno. Nadie a quien pedir ayuda en ese desierto de pasto
amarillento. No podía entender la ausencia absoluta de todo vehículo en el
camino, como si la localidad se hallara bloqueada por infinidad de piquetes.
Le
llevó unos minutos darse cuenta. Se preguntó dónde se había metido ese maldito
perro. Haberlo perdido de vista no significaba que se hubiese marchado, tal
como deseaba. Podía estar oculto tras uno de los árboles cercanos, o detrás de
una pila de ladrillos que se erigía a pocos metros, rellena de un cemento
ennegrecido y salpicado de barro seco, al parecer como parte de un proyecto inconcluso.
Lo cierto es que se dejó guiar por la prudencia y decidió permanecer un buen
rato en ese árbol. Lo fastidió toda esa pérdida de tiempo. Deseaba que nada de
eso hubiese ocurrido y estar en su departamento, como todas las noches, sentado
frente al televisor y con una copa de algo fuerte en la mano. Ese algo fuerte y
la voz de alguna locutora serían su única compañía hasta muy entrada la
madrugada. Quizás por eso amaba su trabajo, aún con los peores delincuentes se
podía charlar. De todas maneras, no se arrepintió de haber entrado solo en
aquella vieja casona, ni de haberse trabado en lucha con los narcos en tan
desiguales términos, y mucho menos de haber matado. Lo que no paraba de recriminarse
era el error de bajar la guardia, de quedarse mirando a ese imbécil de la
cicatriz, que ya se había rendido, para descuidar ingenuamente su espalda. Un
error estúpido, de principiante. Y se preguntó qué puta cosa lo había
obsesionado con aquel delincuente. No
conocía a ese tipo. Nunca antes lo había visto, ni aun en los archivos policiales.
Quizás no era él en sí mismo, sino esa marca en el pómulo. ¿Por qué le era tan
familiar aquella cicatriz? ¿Por qué se había constituido en un detalle de
relevante importancia? La imagen apareció como un relámpago, como si hubiese
esperado décadas a ser llamada. Del ojo al pómulo derecho, así era la cicatriz
de aquel hombre de pelo largo, muy negro, ese que lo había sorprendido en el
corredor de la casa chorizo por donde él, en ese entonces un niño de ocho años,
se dirigía a la puerta de calle para jugar con su pelota. El hombre de la
cicatriz sonrió forzadamente y le preguntó por su padre. El pequeño Fabián se
alegró de que su padre recibiera amigos y le franqueó la puerta de su hogar,
para enseguida seguir su camino por el corredor. Antes de llegar a la calle
escuchó gritos, y enseguida un estampido que le atravesó la respiración. El
hombre de pelo negro se retiró a paso firme por el corredor sin siquiera
mirarlo. El pequeño entró temblando a su casa, sin soltar la pelota. Vio a su
padre en un sillón, con la camisa destrozada, llorando. Muy cerca estaba Tomy.
Se acercó al perrito, que yacía boca abajo en el piso. Descubrió la sangre
inundando su pelaje blanquecino. Le tomó una de las patas, sacudiéndola,
buscando que cobrara vida, que despertara como siempre lo hacía después de una
siesta al sol. Pero la patita resbaló de sus manos y quedó en el piso, inmóvil.
El llanto de su padre le hería los oídos, pero él no lloró. Sólo apretaba la
pelota contra su pecho, y pensaba, pensaba en que no debió haber abierto la
puerta para ese extraño, que todo lo que había ocurrido se debía a él, Tomy
había muerto por su culpa. Su culpa. Y odió el momento en que decidió salir a
jugar, odió al hombre de pelo negro, odió a su padre, pero por sobre todo,
abonó la idea que lo acompañaría de por vida, la de odiarse a sí mismo.
Nunca relató lo sucedido y por eso nadie lo contuvo, nadie le aseguró que su culpa era infundada, que no cabía en él la responsabilidad del hecho, que era solo un niño y no podía prever lo acontecido. Sin embargo, no hubiera servido de mucho. Nadie se libra del dedo acusatorio de un niño, y mucho menos el adulto que lo lleva dentro. La memoria fue lo suficiente piadosa para borrar ese nefasto día de su conciencia, pero el odio perduró, y se convirtió en la matriz subrepticia de todas sus relaciones en la vida. La sensación de que destruía todo lo que tocaba. Así malogró amistades, proyectos, y la pareja con la única mujer que amó. Hasta quedarse solo, con la oculta, agazapada imposición de pagar esa vieja deuda. Castigarse por el tremendo error, condenarse, ejecutarse. Y por primera vez en mucho tiempo el odio primigenio salía a la luz, retornando a su origen. Y se despreció con toda la fuerza de su infancia herida, la imagen de su perro muerto era un cuchillo removiéndose en el pecho, y lloró, por primera vez lloró. Gritó de dolor. Y golpeó, dio trompadas a la rama del viejo sauce, sin el menor cuidado por la sangre que manaba de su puño. Golpeó deseando que fuera él mismo el objeto de su ira. Hasta que la rama se quebró. Fabián perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la tierra. Escuchó el gruñido llegando desde algún lugar pero ya no le importaba. Había matado a su perro, su único amigo, el único sostén, su refugio en ese hogar estéril de caricias, y ahora otro perro sería su verdugo. Era el justo castigo. Cerró los ojos, aceptándolo.
Eduardo Goldman
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