CAPITULO 1
Vuelve a refregarse el ojo tenso, herido por
el reflejo salvaje del sol en ese desierto de concreto. Piensa en descansar
unos minutos, también en que el jefe suele aparecer por la terraza cuando menos
se lo espera, y el jefe es generoso en castigos. El miedo le gana a la fatiga.
Mejor esperar el relevo en tres o cuatro horas.
La lente se
detiene y retrocede, alerta. Algo se ha movido en uno de los balcones, diminuto
por su lejanía. Gira el rodillo para acercar la imagen. Contiene la respiración
al enfocar ese cuerpo inesperado, suculento. La espalda de una mujer que baja
lentamente por la escalerilla de cuerdas, al parecer con antiparras, y algo
indefinible que le rodea la cintura. La mujer se interna unos pisos más abajo,
dentro de la nube. Y ya no lo ve más.
-¡Mía! –ronca
Laucha. Y se pasa la lengua por los labios resecos.
Una voz
gruesa irrumpe desde atrás.
-¿Tuya… qué?
El jefe cruza
una puertita de metal que le queda chica. Laucha se pone firme, más por susto
que por respeto. Golpea el puño sobre su propia tetilla izquierda.
-¡Viva el
Esportin! –formula, como un saludo establecido.
-¡Qué viste! –insiste el jefe.
No por nada lo llaman jefe. Su aspecto amenazante, asentado en una
musculatura poderosa y una mirada astuta lo han ungido rey, o emperador, o
jefe, da igual.
-Un sobreviviente –se apresura a responder Laucha, para de inmediato
corregir-. Una… sobreviviente. Allá, a unas veinte cuadras.
-Así que una sobreviviente –murmura el jefe. Y lo empuja para mirar por
el telescopio-. ¿Dónde?
-Más allá de la colina de rascacielos. En la línea del cartel de Toyota.
¿Vio que más atrás se ameseta? De los siete edificios es el tercero de la…
El jefe hace girar el telescopio de un manotazo.
-No me vengas con detalles. Y preparate, mañana salís a buscarla.
Laucha espera hasta asegurarse de que no le temblará la voz al
preguntar.
-¿Buscar? ¿A quién?
El jefe tiene la deferencia de mirarlo. Lo toma de la quijada para
acercarlo a su cara.
-¿Cómo a quién? A la mina que viste. ¿No decís que hay una
sobreviviente?
-S… Sí, pero... Yo ya no voy de cacería. No soy del equipo.
-Ahora lo sos. La tenés localizada. Vas a guiar a los cazadores.
El jefe lo deja caer de rodillas sobre las baldosas rotas. Camina hacia
la puertita. Antes de salir habla sin mirarlo:
-La quiero acá mañana mismo. Ya sabés qué hacer con ella. –Y se marcha
dejando la puerta abierta.
-Claro que sé –murmura Laucha, incorporándose. Y enseguida se imagina
sobre ese cuerpo de mujer, besándole el cuello, poniendo sus ávidas manos sobre
los pezones para apretarlos con fuerza, alucinando el brote de una corriente cálida
y lechosa, succionando con la lengua, hundiendo los dientes como si excavara en
un pozo de petróleo blanquecino. Se frota el pene apoyando una mano en el
telescopio, que gira hasta hacerlo trastabillar. Súbitamente mira hacia la
puertita temiendo lo peor. Para su alivio, comprueba que está solo. Y se
promete no volver a soñar.
Divisa un
bulto más abajo, en la escalera. A la instintiva alarma propia de un líder que
ve atentados por todas partes le sigue el fastidio. El doctor. Distingue su boscoso
pelo negro y ese maletín médico que saca a pasear cada vez que lo carga con una
botella, y que ahora yace dos escalones debajo de él.
Le gusta
verlo así. Con toda esa labia, esa educación superior, esa soberbia que lo hace
creerse por encima de todos. Le gusta verlo humillado por el alcohol.
-¿Siempre en
pedo, tordo?
El doctor se
toma unos segundos para mirarlo. Eleva la botella a modo de saludo.
-Es mi estado
favorito, Roldán.
El jefe se
sienta un escalón arriba. Decide ser agradable. El doctor es el único en todo el
complejo a quien le permite llamarlo por su nombre, no porque le agrade, sino
porque es el único médico en todo su dominio y eso lo convierte en una
herramienta de poder. Una de tantas.
-Si llego a
descubrir quién te surte de botellas lo paso a degüello.
-¿Qué tenés contra las pobres botellas? Son la mejor cura para la
sobriedad.
-Lo que siempre digo, sos un vulgar borracho.
-Vulgar no. Beber es humano, embriagarse es divino.
-Para todo
tenés una frase, ¿no? Como buen intelectual. Yo soy bruto, pero te ordeno que
no chupes.
-Muchos andan
chupando y vos mismo los viste.
-Pero ellos
no son médicos. Vos sí. ¿Qué pasa si te necesito y estás como una cuba?
-No te
preocupes, Roldán. Si te veo doble curo a los dos.
Arrima el
pico de la botella a su boca pero el jefe le agarra la mano.
-No estoy
jodiendo. -Le saca la botella y amaga tirarla escaleras abajo, se arrepiente y
toma un buen trago-. ¡Me encanta el whisky! Me hace sentir que la vida es
buena. ¿Pensás que soy alcohólico, tordo?
-Claro, igual
que yo. De tal amo tal criado.
-Mierda. Otra de tus frases.
-Pertenece a
Petronio.
-¿Petronio? –La
risa le hace temblar el pecho-. Qué nombrecito. ¿Y ese en qué club jugaba?
-Me
decepcionás, Magno. Si hubieras leído el libro que te regalé, no harías una
pregunta tan boluda.
-Uhhh... se
calentó el tordo. Vos sabés que no leo libros. Y menos de esos que te gustan a
vos. ¿Cómo se llamaba?
-Petronio.
-Digo, el
libro.
-Quo vadis.
-Mierda. ¿Y
eso qué quiere decir?
-Creo
habértelo dicho. Es latín. Significa… a dónde vas.
El jefe hace
un gesto de extrañeza y se lo toma a broma.
-¿A dónde voy?
Al piso veinticinco.
Se incorpora
y empieza a bajar los escalones.
-Roldán, mi
botella.
-Confiscada.
Sabés que está prohibido beber a esta hora.
-¿Desde
cuándo?
-Desde ahora.
Es la ley.
-No jodas. Aquí no hay nada parecido a una
ley.
Roldán se detiene. Vuelve un par de
escalones y con premeditada parsimonia bebe largamente de la botella. Eructa
mientras la invierte para mostrar que no queda una sola gota.
-Por si no te enteraste –prologa, retomando
la charla-, aquí se hace lo que yo digo. Yo soy el que manda, el que decide lo
que está bien y está mal. En otras palabras, yo soy la ley.
El doctor aplaude sin sonido.
-Muy buen discurso. Ahora que… si me
permitís un comentario, Magno querido, con la inimputabilidad que me da esta
borrachera, la palabra ley es una blasfemia en tu boca.
-¿En serio? ¿Y qué tal si ordeno cortarte la
lengua?
-Tus órdenes poco tienen que ver con algo
tan sagrado como la ley. A ver si abrís un poco esa cabeza pelada que tenés. Las
leyes son una garantía de orden, de… cómo decirlo, estabilidad. Uno sabe qué
esperar de ellas, porque son previsibles. Y no hay nada tan imprevisible como
tu estado de ánimo.
-Bien dicho, tordo. Pero no hacés más que
darme la razón. Imaginate que ahora nos cae un rayo encima. ¿No sería eso
imprevisible? O viene un tornado, o explota un volcán. ¿Quién se esperaría algo
así? Esta misma nube tóxica que nos engulle centímetro a centímetro. ¿Alguna
vez te imaginaste que iba acabar con nuestro mundo? La vida no es previsible,
tordo. Y yo soy precisamente eso, la vida. Les enseño que deben estar
preparados para todo. A que nada es previsible, a que vivan atentos,
despiertos. Porque si cierran los ojos por un instante…
-Estás loco, ¿lo sabías?
Roldán deja caer la botella vacía dentro del
maletín.
-Cuidado con lo que decís. No te arriesgues
a caer bajo el peso de… mi ley.
La carcajada del jefe se va apagando de a
poco, a medida que se aleja por las escaleras. El doctor queda mirando su
maletín, escalones abajo. Las palabras caen pesadamente de su boca.
-Te estás divirtiendo conmigo, Roldán. Me
pregunto cuándo decidiste matarme.
Empieza a
faltarle aire y oprime la goma del salvavidas infantil para una nueva y última
bocanada. El salvavidas a lunares es lo único que le queda de Damiancito.
Recuerda contra su voluntad aquella tarde lluviosa, cuando corrieron juntos
para cruzar la avenida y se refugiaron bajo el toldo del comercio. Esa vidriera
que tentó al niño y lo empecinó a que ella le comprara el pequeño salvavidas,
ese que solo podía flotar en una bañera, ese que nunca usó. “Sabe Dios para qué
te lo compré”, le decía. Ahora sabe para qué. Fue el legado de vida que le dejó
Damián, antes de imaginar su leucemia. Mejor no recordar. ¿No es suficiente la
penosa carga de estar viva? ¿De qué sirve pensar en un féretro que nunca
cierra? Se concentra en la pesada bolsa que arrastra por el piso, llena de
conservas. La linterna en su mano libre. El paso cada vez más rápido porque se
le agota el aliento. Siempre el miedo a perder el camino en esa viscosa masa
que no la deja ver más allá de su brazo extendido. Por fin, el cadáver de la
anciana, o lo que parece haber sido una anciana; un cuerpo informe y
descarnado, solo las fibras más íntimas y la boca casi desdentada en una mueca
que debió ser de terror. Al principio la paralizaba, ahora no es más que una
señal en el camino. Como un cartel indicando la parada del colectivo. La
salvación está cerca. Cinco pasos y a la izquierda. El muro del edificio. La
escalerilla de cuerdas y peldaños de madera. Subir soportando el peso de una
bolsa abarrotada, la linterna de goma aferrada al cuello, la escafandra
convertida en una prisión sofocante. Subir apretando la boquilla con toda la fuerza
de sus labios, apareada a un equilibrio endeble con cada peldaño ganado. Hasta
que emerge de la nube. Su boca se libera de la boquilla para devorar bocanadas
de aire caliente. Se detiene, apoya la frente sobre la pared del edificio y
piensa en lo que le espera allá arriba. La invade el oscuro impulso de dejarse
caer. Su estómago se contrae en arcadas. Y el vómito cae sobre viejos vómitos.
Las gradas de madera que rodean la piscina se
van llenando con un público impaciente que centra la mirada en el lomo grisáceo
del tiburón, o en los bizcochos de zanahoria con que se ha pertrechado para
amenizar el espectáculo. El centro del juego semeja una cancha de waterpolo, aunque
de menores dimensiones, y en lugar de un arco en cada extremo se erigen sendos
postes de madera que sobrepasan en dos metros la altura del agua. Al tope de los
mismos se ha colgado una bolsita transparente, de esas que en un tiempo se
usaban en los supermercados para cargar con uvas o bananas, pero que ahora
están rellenas de un repugnante líquido rojizo. Dos cortas mamparas de plástico,
ubicadas apenas bajo el agua y a cada lado de los postes, hacen de casilla de
seguridad. Un precario resguardo ya que no hay puerta con que bloquear la
entrada del tiburón, si es que a éste lo incitara el aroma de la comida humana.
El escenario
está listo. La gente se impacienta y empieza a tamborear con los pies exigiendo
que comience el duelo. En cuanto aparece el jefe, todo ruido se sofoca. La
queja de un niño es acallada por los presurosos padres con una nalgada. El jefe
se toma su tiempo para subir al atril. Le gusta hacerse esperar, ver tantas
caras ansiosas, esclavizadas por su silencio. Aunque no hay misterios; todo el
mundo sabe exactamente lo que va a decir. Un rito que se repite y se repite,
como todo rito. La presentación de los contendientes, en este caso, dos
muchachitos, dos reos que han sido encontrados culpables por distintos motivos.
El primero, de remera celeste, por robo y resistencia a la autoridad. El
segundo, de remera blanca, sospechoso del delito de fe, ya que su hermano mayor
fue ejecutado por pertenecer a una secta religiosa, esa que se hace llamar “Los
Últimos Días de Dios”. Un minúsculo grupo de “apóstatas” que pretende revelar
el Apocalipsis, la ascensión final de la nube junto con el fin de la humanidad,
o lo que queda de ella. Una llamada a rebelarse contra las arbitrariedades y
proponer una vida austera y solidaria para alcanzar con dignidad el fin de los
tiempos. En otras palabras, un desafío flagrante a la autoridad del jefe.
Los muchachos,
de no más de quince años, son atados a cada poste, entre las mamparas. Puesto
que el de remera blanca es más bajo de estatura, se ha colocado bajo sus pies
un cubo de plástico donde pararse, de manera que el agua llegue por igual a la
altura del pecho de ambos jugadores. Los gritos de rabia que profiere el de
remera celeste son apagados por la renovada algarabía de los presentes. Un
anciano entre el público deja de vivar al jefe cuando se atraganta con un
bizcocho. Nadie lo socorre y muere entre toses y ahogo. “Servirá de postre para
el tiburón”, bromea un tipo de gorra azul; hay risas en ese sector del público.
El jefe se
retira. Nadie sabe por qué motivo nunca presencia el duelo, y circulan en secreto
miles de teorías al respecto. Sin embargo, la más aceptada, la que ha sido
difundida por orden del mismo jefe, es que él no necesita estar allí para
disfrutar del espectáculo. El jefe es omnipresente y está en todas partes,
vigilando a cada ciudadano de Esportin City. Y, por tanto, verá el partido
desde donde sea que esté. Casi un semidios. Una vara tan alta que a nadie se le
ocurriría tomar su lugar. El jefe sabe construir poder.
Uno de los
muchachos, el de remera blanca, ha dejado de llorar y reza en silencio con los
ojos cerrados. El otro, el de celeste, aun proclama su inocencia al público y
parece imaginar que lo escuchan. Un barrabrava sube al atril y anuncia que de
esa justa deportiva uno de los reos morirá de acuerdo al reglamento del juego, y
el ganador será salvado para su rehabilitación con trabajos forzados, si el
jefe así lo dispone. Gritos de aprobación seguidos del voceo del público en favor
de uno u otro jugador, finalmente una ola de aplausos. Terminada la
presentación, el tipo del atril eleva su puño y grita: ¡Viva el Esportin! El
estadio completo responde de igual manera, tres veces, como lo marca la ley del
jefe. Una mujer de la última fila se retira en silencio, tratando de no ser
vista, ocultando el rostro para no mostrar sus lágrimas.
Se hacen
apuestas por chicles y cigarrillos, lo que más escasea. Cinco a uno que gana el
celeste. Quién sabe por qué resulta ser el favorito, quizás porque ya pasó alguna
vez por ese transe y resultó airoso. La gente recompensa la victoria con un
imaginario halo de invencibilidad. La gente quiere tener héroes que los
represente, y si no los tiene los inventa. Y si caen, ya vendrá otro. Lo único
inmutable, lo que jamás cambia, es el jefe. ¡Viva el jefe! ¡Viva el Esportin!
El coro crece y se diluye en un murmullo cuando hay movimiento en la piscina.
Los
contendientes son armados con un pequeño escudo de madera y una caja de cartón corrugado
que se ubica muy cerca de ambos, al borde de la piscina. El anunciador mira su
cronómetro, teatralmente. Crea la expectativa que requiere el espectáculo.
Aviva su propio goce de saberse receptor de todas las miradas. Hasta que, consciente
de que no es saludable resaltar demasiado, sopla su silbato y se aparta para
observar desde una distancia prudente.
El de celeste
no pierde tiempo. Toma uno de los dardos de la caja y lo arroja con fuerza
hacia su rival. Agua. El de blanco sigue rezando, sin atinar a moverse, ni
siquiera para protegerse con el escudo. Celeste recoge otro dardo y esta vez se
toma su tiempo para apuntar mejor. Buen tiro, pero algo lejos del poste.
Aplausos de sus seguidores. Abucheos para Blanco de los que apostaron por él.
“¡Movete, tarado!”, le grita uno. Blanco reacciona y al menos se cubre con el escudo,
justo cuando otro dardo pasa muy cerca de su brazo.
Celeste
agarra su cuarto dardo pero se inmoviliza ante el paso del tiburón, casi
rozando sus mamparas, sabe que un movimiento brusco puede llamar la atención de
ese enorme escualo con más de cinco hileras de afilados dientes. Para cuando
lanza su dardo, Blanco se ha concentrado y vuelve a utilizar su escudo. Agua,
aunque no muy lejos del rival.
Blanco lanza
su primer dardo, que no alcanza la mitad de la piscina. Silbidos. Insultos.
Lejos de amilanarse, los abucheos lo enardecen y busca en la caja otro dardo
para la revancha. No contra Celeste, a quien conoce como un pendenciero pero
jamás ha considerado un enemigo. Su rebeldía es contra ese público al que odia,
ese rebaño de cobardes que lo acepta todo y que descarga su impotencia contra
esas dos víctimas que, tarde o temprano, terminarán en las fauces de la bestia.
Sabe que no tiene elección, que el público ya no importa y que su furia debe
dirigirse contra ese a quien siente su igual en la desgracia. Es él o yo,
piensa. Esa es la victoria del sistema.
Se produce
un intercambio de dardos, con mejor y peor puntería. Uno de ellos da en el
muslo de un espectador en la primera fila, despertando la hilaridad general. El
anunciador manda a un chico a buscar al médico. El tipo queda en el suelo con
el dardo clavado y su mano temblorosa cercando esa área de la pierna. Dos
personas tratan de ayudarlo pero desisten al ver que el partido alcanza niveles
vibrantes. Se agotan los dardos de Celeste y dos auxiliares corren a reemplazar
su caja. Blanco empieza a bajar la velocidad para afirmar su pulso. Uno de sus
dardos se clava en el poste de su contrincante, despertando aplausos. Celeste,
preocupado, tiene la tonta idea de lanzar dos dardos a la vez, los que salen
completamente desviados.
Por fin, un
dardo de Blanco da en la bolsita del poste contrario, y sobre la cabeza de
Celeste empieza a volcarse un hilo del líquido rojo. Parte del público grita
“¡Goooooolllllll!”. Celeste siente náuseas al oler la sangre. Instintivamente,
coloca sus manos en jarro y trata de almacenar la sangre vertida para que no
alcance el agua. Pero es inútil. El líquido desborda su cuerpo y el agua
empieza a teñirse de a poco. Se le hiela el pecho al ver que el tiburón cambia
de curso y se dirige hacia él. Grita con desesperación. Aplausos de todos los
presentes. Los que apostaron a Blanco reclaman su pago.
Mientras los
dos auxiliares desatan a Blanco y extraen su cuerpo tembloroso del agua,
Celeste aun puede sentir los dientes del tiburón astillando su tórax, y el
gusto a sangre salada en la boca.
Camina hasta
el dormitorio con el bol y una cuchara. Se apresta a la encomiable tortura de
poner algo de comida en la boca del viejo, y no perder de vista ese
interminable masticar hasta que por fin trague. Ya una vez se atoró con
lentejas y tuvo que doblarlo para palmear su espalda, con la pavorosa sensación
de haberlo matado. Es por eso que ahora le da porciones pequeñas, manejables
para su adormecida lengua.
-Papá –dice,
sabiendo que él no la escucha. Pero aún sabiéndolo necesita nombrarlo, ilusionarse
con una respuesta-. La comida, papá.
Y se acerca a
la cama. Él parece dormido, como siempre. Pero esta vez con un matiz
inquietante. Tiene la boca abierta y sin embargo no está roncando. A Laura le
tiembla el bol en ambas manos. Lo deja sobre la mesita. Nota que la tez de su
padre se ve más pálida que nunca. Mira la sábana sobre su pecho, que permanece
quieta, estática. No es como si viera a su padre sino una foto vieja de él. Está
paralizada. No se atreve a despertarlo porque algo le dice que sería inútil, que
todos sus temores se han vuelto realidad. Retrocede y vuelve a la cocina. No
puede pensar. Agarra un trapo y lo pasa por la mesa, limpiando algunas manchas
de grasa. Se empecina en dejar la mesa brillante y cuando lo consigue le
sobreviene una puntada en el estómago. Vuelve rápido al dormitorio, cubriéndose
la boca con sus manos.
-Papá no me
hagas esto –murmura, sin saber lo que dijo.
Luego de un
momento siente alivio. Piensa que es mejor así, que se haya ido sin sufrir. Su muerte
es una liberación para él, y también para ella. Se resiste a pensar en su padre
como una carga que debió llevar por años. ¿Pero acaso no lo fue? ¿Y no lo es
ahora? ¿Qué hará con ese cuerpo? No puede dejarlo allí, no puede enterrarlo en
esa cama, bajo cientos de frazadas, y transformar el dormitorio en un nicho de
heridas que no cicatrizan. Tampoco tirarlo de la terraza como a una bolsa de
basura, transformarlo en uno de tantos cuerpos inertes, deformados, que sólo perduran
para señalar la cercanía de la escalerilla del edificio. Por Dios. Acerca una
silla y se sienta sin dejar de mirarlo, no su cara, sino el bulto de sus pies
bajo la sábana. Ahora está con mamá, se consuela. Papá sufrió mucho la ausencia
de mamá, y desde que ella se fue, había empezado a morir lentamente. No
importaba que su hija estuviera siempre junto a él. Para su padre sólo existía
esa mujer que le dio sentido a su existencia. Y sin ella, no había razón para
estar vivo. Ni aun con su querida hija, la que hace mucho fue su consentida.
Menea la cabeza espantándose el rencor. Cierra y abre los ojos, como imitando
el reseteo de una computadora. Se inclina para mirar esa cara curtida por el
sufrimiento, una última vez, y al decirse “última vez” explotan los recuerdos
de niña. Las escenas vividas junto a él, llenas de magia y felicidad. Porque
felicidad no es más que eso, ser niña y soñar con un futuro feliz, aunque luego
nunca se alcance. Las lágrimas surgen sin aviso, le nublan la vista y estrechan
su garganta. Su mano acaricia el aire muy cerca de la cara de su padre. La conmueve
esa paz en sus labios mansos. Se le ocurre una idea tonta, que la doncella no
puede despertar al príncipe con un beso.
Ella no se ha
dado cuenta, pero una sombra la acecha desde la cocina.
¿Y si han
matado a la jefa? ¿Qué les espera a ellas? Ellas, que no son más que
trabajadoras de la colmena. La jefa les garantizaba el control de su propio
destino. Una podía elegir la pereza, y la jefa le tajeaba la espalda a latigazos,
o simplemente sacaba su revólver con cachas de oro y les pegaba un tiro entre
las tetas. Pero una podía trabajar a destajo y si tenía suerte recibir el
premio de una sonrisa, que era como subir de escalafón entre las iguales. Y si
una tenía un buen concepto con la jefa, pobre del guardia que se atreviera a tocarla.
La jefa cuidaba muy bien de sus favoritas. Pero, si la han matado, es como si
las mataran a todas. ¿Ahora quién las cuidará? ¿Quién?
La penumbra bosqueja difusamente el contorno de su rostro. La jefa yace en su cama y respira con una serenidad que nunca antes se le había conocido. Los ojos cerrados, desde hace… ¿cuánto? ¿Un mes? ¿Dos meses? El paso del tiempo es sólo un estado de ánimo en Esportin City. Mucho o poco, depende de quién espera, o de qué se espera. Lo cierto es que la jefa no ha perdido en nada su belleza. Está igual. Sólo el rictus de odio ha desaparecido de la comisura de sus labios. El sueño eterno le sienta bien. ¿Acaso puede hablarse de muerte? ¿Puede anunciarse al complejo que la jefa ha fallecido? Roldán se niega a asegurarlo. Sólo muere quien no despierta del sueño. Y es por eso que se esclaviza en esa silla, recitando uno por uno los nombres de la infinita lista que, regularmente, le provee la sala de control.
“José Martí, Federico García Lorca, Charles
Bukowski, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Lope de Vega, Gabriela Mistral,
Miguel Hernández…”
Tres
golpecitos en la puerta. Sin esperar respuesta entra el doctor. Lleva en sus
manos una vieja botella de plástico donde bailotea un líquido transparente. Observa
a Roldán junto a la luz de un mezquino velador, con algo de pena y una ironía
muda.
-¿Sabés cómo
sé que sos vos? –dice el jefe sin mirarlo-. Sos el único que no espera mi
permiso para entrar. ¿Hasta cuándo vas a abusar de mi dolor?
El doctor
lanza una risita. Abre la cortina dejando entrar la luz de las últimas horas de
la tarde. Reemplaza la botella de gaseosa que pende del respaldo de la cama, casi
vacía de suero. Examina el goteo por el catéter y la aguja incrustada en el
brazo de la jefa. Al rato se acuerda de responder.
-¿Dolor
decís? –se atreve a la burla. Es curioso como las primeras y tímidas
transgresiones van llevando a un desafío frontal. El doctor sabe que lo
necesitan, y eso le permite caminar por la cornisa con los ojos cerrados-.
¿Dolor, Roldán? No me digas que amabas a Graciela. O la jefa, según la
ideología oficial de nuestra querida Esportin City.
El jefe deja
la lista a un lado. Suspira con cansancio, clara señal de que su paciencia
tiene límite.
-¿Te dije
que tengo ganas de matarte?
-Varias
veces.
-Te crees
imprescindible, ¿verdad? Cuidate, tordo. No sea cosa que aparezca un
superviviente que también sea médico. Y entonces deberé elegir entre uno y
otro. –Sonríe cuando lo mira por primera vez-. Podrían definirlo en un duelo, con
el tiburón de árbitro.
Otra vez en
la cornisa. Su vida puede depender de una respuesta.
-Estuve
observando a ese tiburón. No creo que tenga tan mal gusto como para comerme.
El jefe lanza
una carcajada. Menea la cabeza. ¿Se puede sentir respeto por quien se odia?
-Siempre
tenés una salida vos. Cuidate, las buenas respuestas no siempre aparecen.
El doctor
sabe cuándo cambiar de tema.
-Hay que
conseguir más catéteres –advierte-. Y anti depresivos. Me los sacan de las
manos, aunque ya no sirvan para nada.
-Decile a Catriel que mande a los cazadores.
Debe haber cientos de farmacias que no visitaron.
-Y
hospitales. Tienen que arriesgarse a llegar más lejos.
-Decíselo. Dejale
en claro que es orden mía.
-Será un
placer.
Y se retira
con la botella usada.
-Esperá –ordena
el jefe.
Silencio. El
doctor retrocede, expectante. No tiene la menor esperanza de escuchar algún
planteo razonable. Roldán no lo defrauda.
-¿Podés
conseguirme una de esas… drogas de la verdad?
La mirada
achinada del doctor habla por sí sola. Pero tratándose de Roldán, no están
demás las palabras.
-¿Droga de la
verdad? ¿Para qué? Hasta ahora la mejor droga que empleaste fue la tortura.
Nadie se resiste cuando le arrancan las uñas.
-Limitate a
responderme. ¿Podés fabricarla?
-¿Qué sé yo?
No sé. Podría tratar. Pero no tengo los insumos.
-Te hago
traer lo que necesites. ¿Podés o no podés?
-Vayamos al
grano. ¿Con quién la querés usar?
La
respuesta es tan descabellada que en un principio el doctor no la comprende.
Sólo reacciona cuando advierte que el dedo de Roldán sigue apuntando a la jefa.
-Estás loco. ¿Cómo
voy a…? Por si no te diste cuenta, tu mujer está en coma. Un coma alcohólico si
me preguntás.
El jefe
estalla.
-¡No está en
coma! ¡Fue el charlatán de Giménez! ¡La hipnotizó! ¡Con la excusa de curarle
ese puto dolor de cabeza!
-¿Cómo podés
creer semejante idiotez?
-¡El muy
basura lo puso todo en esa carta!
-Ninguna
hipnosis dura tanto tiempo.
Roldán se
incorpora de un salto.
-¡Ese hijo de
puta sabía que estaba en capilla, y se envenenó! ¡Pero no sin antes dejarme
este chiste macabro! ¡Maldito cobarde!
-¿Hasta
cuándo vamos a tener esta conversación? No la hipnotizó. Aprovechó el coma para
hacerte creer eso.
-Dijo que
solo despertaría si oyera mi voz mencionando el nombre de un poeta. –Y lanza
unas cuantas maldiciones mientras camina de aquí para allá-. ¿Pero qué poeta?
¿Qué maldito poeta? ¡Le leí cientos y cientos de nombres, y no despierta!
El doctor
sonríe cáustico.
-La venganza
perfecta para un letrado como Giménez. La ironía a un nivel de perfección.
Roldán detiene su paso.
-Inyectale cualquier cosa. Algo que la haga
hablar. Tengo que saber dónde escondió esa llave.
-No puedo
ponerle cualquier cosa, Roldán. Su estado es delicado. Se puede morir.
-¡Me importa
una mierda si se muere! ¡Quiero la llave!
No lo
impresiona esa respuesta, ni siquiera lo sorprende. Pero es la pesada gota que
rebalsa la jarra. Le asquea tanto salvajismo, la barbarie de ese mundo que subsiste
en la basura sin derecho a ser llamado civilización. Por gente como Roldán se ha
extinguido la especie humana, solo queda esta parodia, bufonesca y atroz, destinada
a sucumbir bajo la justicia tóxica de la nube. Es la vieja reflexión que lo
llena de impotencia y a la vez de rebeldía, y que encarna en esa mano, su mano,
aferrando la remera del jefe, escupiéndole odio con la mirada, un odio que
dirige contra sí mismo por no atreverse a más.
-¿Qué hacés?
–dice Roldán, sorprendido. Los ojos se le aguzan en un gesto amenazante-.
Soltá. ¡Ya mismo! ¡Soltá!
El doctor lo
suelta como si despertara, no sabe qué decir. Hunde la mirada en la botella
vacía que ha caído al piso. Sabe que el jefe no deja de observarlo y también
que acaba de firmar su propia sentencia de muerte. El silencio es la peor de
las torturas, pero en algún momento se termina para dar paso a lo temido. Por
ejemplo, la cara del jefe muy cerca de la suya, con la sonrisa que tanto le
conoce cuando está a punto de matar a alguien. Sin embargo los milagros
ocurren.
-Tenés que
controlar los nervios, tordo –se divierte Roldán-. El calor te está afectando.
El súbito
alivio reverbera tembloroso en las piernas del médico. Se escuchan tres golpes
de nudillo sobre la madera.
-¡Pase!
–grita el jefe.
La puerta se
abre. Un guardia se acerca y le habla al oído. Roldán asiente, hace un gesto de
fastidio y lo sigue hasta la sala. El doctor recoge la botella, se toma un
respiro antes de ir tras ellos.
-¡Viva el
Esportin! ¡Viva el jefe! –se oye exclamar a Laucha.
El jefe se
aburre. El saludo de los esclavos es el saludo de nadie.
-Al grano,
Laucha
-¿Vio que
ayer me ordenó que trajéramos a la chica?
-¿Qué chica?
-Esa, la que
se veía desde la terraza. La que bajaba a la nube.
-Ah, ¿ya la
tienen?
-Costó porque
es medio brava, pero la cazamos.
-¿Vivía
alguien más con ella?
-Había un
viejo muerto en la cama.
Roldán se
alarma.
-¿Cómo
muerto? Laucha… No habrás traído a una mina enferma. Si nos contagia la peste
juro que te…
-No, no,
jefe. La chica está bien. En serio. Era una fiera cómo se defendía. Si hasta hubo
que meterle cloroformo.
-Llevala a donde
sabés.
-Ya la puse
ahí. Atadita. Para que la examine sin problema. Si la viera, jefe. Está muy
buena la tigresa.
Roldán mira
al doctor.
-Chequeala.
Tomate el tiempo que necesites. Quiero asegurarme de que está sana.
El doctor
asiente. Al fin y al cabo, asentir es lo que siempre hace cuando Roldán le
imparte una orden. Algunas rebeliones son al pedo, piensa.
El muchacho,
algo mayor que su víctima, larguirucho y de pelo ensortijado, se acaricia el
puño como quien busca enfriar su arma antes de seguir disparando. Observa sin
pena el surco de sangre que, a fuerza de odio, abrió en la mejilla del de
remera blanca. Le brota una sonrisa que va creciendo hasta donde le dan los labios.
-Te salvaste
del tiburón –le dice-. Pero no de mí, Cristiancito.
El
larguirucho lo llama Cristiancito, un diminutivo que hace aún más evidente la
rabia con que lo pronuncia.
-¡Ojo con lo
que hacés! –amenaza Cristian, su aliento entrecortado-. ¡Ojo… con lo que hacés!
Los tres
agresores ríen.
-¿Va a venir
tu hermano a salvarte, pelotudo? –se burla el muchacho obeso que le sostiene
uno de los brazos.
El tercero de
los agresores, uno de pelo rojizo que atenaza el otro brazo de Cristian, exhibe
una sonrisa bovina y se mantiene callado. No porque fuera mudo, sino por falta
de luces aun para el insulto.
La mueca de
Cristian muestra el paso del dolor a la rabia.
-¡Mordete un
huevo antes de hablar de mi hermano! –Y lanza una patada al aire, cuyo único
efecto es la risotada de Larguirucho.
-Uhhhh… -se regodea
el bravucón-. Hay uno que pide un rompeculos. –Y mira al de sonrisa bovina-.
¿Lo trajiste?
El muchacho
estira su mano libre hacia atrás, a la cintura, y la hace volver con un punzón
de acero. Larguirucho lo agarra para enseñárselo a Cristian.
-Miralo, ¿te
gusta? Tiene veinticinco centímetros. La medida justa que te vamos a meter en
el culo. No tendrás hemorroides, ¿no?
La risa de
los tres se acoplan en una sola carcajada salvaje, como surgida de una garganta
sobrenatural. Cristian es forzado a caer boca abajo. Los gritos del joven son
ahogados por la gruesa mano del obeso, que le atenaza el aliento. Larguirucho
es el encargado de la gozosa tarea de bajarle los pantalones. Punzón en mano.
-Malas
noticias, Cristian. No tenemos aceite. Te va a doler un poco pero después te va
a gustar.
La oscura
diversión es abortada por un grito, o varios gritos de una misma boca, que solo
puede proferir la aguda y desesperada voz de una mujer. La escoba da en el
pecho del obeso, que simula una caída hilarante supurando burla. Los otros
sueltan al chico y parodian un susto partidos de la risa. La mujer, de unos
cuarenta años, ataviada con ropas humildes y un viejo sufrimiento, se abraza a
Cristian y lo cubre.
-Tranquilo,
Cristian –le dice-. Aquí estoy.
-Sí, aquí
está tu mamita –se mofa el obeso.
-Ya te vamos
a agarrar –promete Larguirucho antes de iniciar la retirada.
Los otros lo
siguen, tanto en su marcha como en la risa hiriente. El bovino lleva en alto el
punzón, como una bandera que no ha de claudicar.
Sus pasos al
acercarse, casi en puntas de pie, por no querer perturbarla, se hacen estruendo
para unos oídos atentos al peligro.
-¿Quién?
¿Quién es? –La voz trémula de ella se parecen más a un ruego que a una pregunta.
Por unos segundos
el doctor olvida el motivo por el que ha venido. Hasta que la respiración
agitada de ella lo retrotrae a su antiguo rol de médico de guardia en un
hospital del Estado, donde las palabras adquirían fundamental relevancia, a
falta de otros insumos.
-Tranquila-
sugiere, y se da cuenta de que es un pedido inconducente, quizás, provocador.
¿Qué monstruo no pide tranquilidad a su víctima antes de aniquilarla? ¿No lo
hacían los nazis?
En efecto, el
aliento de la chica se acelera y le convulsiona el pecho. Él decide eliminar
los fantasmas de cuajo y le quita la venda. Una erupción de párpados que no
terminan de abrirse. Poco a poco, el horror va cobrando forma. La figura del
doctor se hace nítida en sus inquietos ojos verdes.
-¿Quién es
usted? –balbucea.
-Soy… el
doctor. No preguntes mi nombre, soy el doctor. Eso es todo.
-Por favor…
-Nada de por
favor. No supliques. Es la primera regla de supervivencia en Esportin City.
-No entiendo.
-La súplica
está penada por ley, o algo así. El débil es descartado, digamos,
darwinianamente. Esta es una ciudad para fuertes.
-¿Una ciudad?
¿Cómo una ciudad? Es imposible. Todo está cubierto por…
-La nube, ya
sé. Pero a este complejo de edificios lo llaman ciudad. Pretensioso, ¿no? Es
como si las hormigas creyeran que su hormiguero es todo un país. Quién sabe,
quizás lo sea.
-Por favor…
-¿Cómo
dijiste?
-Desáteme
-No atiendo
ruegos.
Y estalla el
grito.
-¡Desatame,
hijo de puta!
El doctor la
observa con curiosidad. Cree sonreír pero sabe que sus labios no se han movido.
Sólo su cabeza, asintiendo.
-Bienvenida a
Esportin City.
-Te dije que
por un tiempo no te acercaras a ellos –le reprocha, con un enojo tan pegajoso
como la miel-. ¿Te lo dije o no te lo dije?
No hace falta
explicar que un muchacho en crecimiento es alérgico a los consejos maternos.
-¿Y qué hago,
vieja? ¿Encerrarme? ¿Quedarme bajo la cama como una mariquita?
-Es por un
tiempo, hasta que pase todo. Esos muchachos son muy peligrosos. No te perdonan.
-Me importa
una mierda.
-¡Te tiene
que importar! ¡Eran amigos de él! ¡Ese que murió en el maldito duelo! ¡Dios
mío! –Se persigna-. ¡Pienso en que el tiburón pudo agarrarte a vos y… y…!
-Tranquila,
vieja. -El afecto y la culpa lo llevan indefectiblemente a abrazarla, aunque en
realidad es él quien se abraza a ella-. Te prometo que me voy a cuidar. Por un
tiempo no voy a andar por los corredores.
Ella se
aparta un poco para mirarlo con seriedad. Está determinada.
-Hablé con tu tío.
Hay sonrisas
que no parecen significar nada. Pero una madre decodifica todas las señales.
Sabe que el muchacho pasará de la perplejidad al enojo, y está dispuesta a
transitar por todo eso.
-¿Con el tío
Germán? –Cristian se encoge de hombros-. No entiendo. ¿Qué hablaste con él?
-Todo. Tenés
que entender. Yo estoy desesperada. Esos chicos van a matarte, lo sé.
-Pero… ¿qué
hablaste con el tío?
-Vas a
trabajar con él. Por unos meses.
-¿Qué?
-Vas a estar
protegido.
-¿Me estás
hablando en serio, mamá? ¿Protegido? ¿En la Unidad? ¿Me querés salvar de esos
chicos y me mandás a cazar tiburones?
-¡El tiburón
te perdonó en ese duelo! ¡Cuánto recé para que lo hiciera! ¡El tiburón no te
mató a vos, pero los amigos del otro se van a vengar! ¡Es la única manera de
salvarte! –La mujer parece entender que salvarlo significa no verlo por mucho
tiempo. Se echa a llorar-. Mañana viene Germán… a buscarte.
En la puerta del salón de clases de la Torre 2 se puede apreciar un cartel hecho a mano, letra grande, trazo rápido y nervioso. Es un cartel que da nombre a la sala, antes anónima, y ahora llamada: "Clara y Miguel". Un homenaje a las víctimas de la tragedia que enlutó al salón; una forma de eternizarlos, de mantenerlos vivos en la memoria del complejo.
En los padres de Clara y Miguel se abrochaba
el dolor. En otros padres, el miedo, sin duda por la prohibición absoluta de ese
tipo de manifestaciones que siempre rigió en el complejo. Muchos padres aprobaron
emocionados el bautismo de la sala, en silencio, sin arriesgarse a mostrar sus
simpatías por ese acto sin precedentes. Otros, los menos, se volvieron
rabiosamente en contra. Adoptaban la perspectiva de las autoridades, en el
fondo, por temor a sufrir ellos mismos un castigo. Asumían el papel de verdugos
morales ya que declamaban su postura a los cuatro vientos, pero nunca se
atrevían a hacerlo frente a las familias de las víctimas. Solo en un par de
ocasiones arrancaron el cartel de la puerta, anónimamente, en horas de la
noche. Pero casi de inmediato volvía a aparecer un cartel similar. El caso
empezaba a crear una gran tensión entre estos dos grupos antagónicos.
Lejos de lo esperado, el gran jefe no
castigó la actitud, a todas luces rebelde, de los padres dolientes. De hecho,
ni siquiera fue removido el cartel por la Guardia. Esto creó la ilusión de que
el jefe empezaba a sensibilizarse con esta causa trágica. Muchos padres
cantaron loas al líder político y espiritual del complejo. La grieta entre
ambos grupos empezó a cerrarse. Unos, asombrados por el cambio en la actitud,
ahora más comprensiva de la jefatura. Los otros, exhibiendo una sonrisa
triunfal, alegando que estaban en lo cierto, que no correspondía a los padres
desafiar al sistema cuando el mismo era lo suficientemente humano y tolerante.
Todo podía ser resuelto abiertamente con un simple pedido a las autoridades.
Sin embargo, cualquier presunción de humanidad
en el carácter del gran jefe era solo un espejismo, sustentado en la siempre
agonizante esperanza de una vida mejor, sin despotismo ni innecesaria crueldad.
La realidad es que, luego de un arranque de ira asesina, el jefe atendió el
consejo del doctor acerca de no tomar represalias contra los padres díscolos. Después
de todo, el nombre de “Clara y Miguel” encabezando la sala podía ser muy útil.
Sería el recordatorio de lo que puede sucederle a los jóvenes cuando caen en la
desobediencia. Cumplir con las órdenes del jefe debía ser tomado como religión,
y lo sucedido a esos mártires justificaría cabalmente el sentido de un autoritarismo
que, dado lo terrible del suceso, ya no quedaría como un férreo control sin
sentido, sino como un ordenamiento necesario para la protección de los
ciudadanos.
CAPITULO 5
Laura clava los ojos en una mano imposible de alcanzar para su apremiante mirada, más bien, la adivina, atenazando férreamente su cuello. Siente los dedos ásperos merodeando la garganta, y el fétido aliento, mezcla de sarro y alcohol, que festeja una risotada obscena hasta lo brutal.
-¡Está
buena la potranquita! –clama el jefe, y acerca su cara a la de ella-. Sos muy
linda, piba, y aquí todo lo lindo tiene un dueño. Está claro, ¿no? Vos sos mía.
Como estos pantalones que llevo puestos, y que me vas a bajar cada vez que te
lo mande.
-No es
segura –interviene el doctor.
Roldán le
dedica una mirada, su gesto trasluce el vano esfuerzo por ser afable.
-¿Qué
dijiste?
-Sabés
lo que dije, no es segura.
-¿Querés
arruinarme la fiesta? –gruñe el mandamás, y suelta a la chica.
Ella
empieza a toser, entre ahogos y terrores de presa que se sabe capturada.
-Quiero
protegerte, jefe. Para eso me tenés aquí, ¿no? –Y se acerca a la chica. Utiliza
el pulgar para bajarle la mejilla, dejando al descubierto el interior de su
pupila enrojecida-. ¿Ves?
Roldán
aguza la mirada sin entender qué demonios está observando. Ella sacude la
cabeza para apartarse de ambos.
-La
pupila está enrojecida –explica el doctor-. Pero de un tono que no me gusta.
Puede ser lo que ya sabés.
Roldán da
un paso atrás, aprensivo.
-¿Estás
seguro?
-Si
tuviera un laboratorio lo confirmaría, pero así… Hay una sola manera de estar
seguros.
El gesto
de Roldán parece el de un niño al que le han prohibido un dulce.
-Vos
decís… ¿el catador?
-Salvo
que quieras arriesgarte.
El jefe
mira a la chica. Resopla, da unos pasos y patea la silla con violencia.
-Encargate –ordena. Y se va.
El doctor
aguarda unos cuantos segundos antes de acercarse a ella. La joven se aleja y
cae al piso. Se masajea el cuello con ambas manos, como para restaurarse de la
agresión sufrida. Aún tose.
-¿Cómo te
llamás? –pregunta el doctor, sin por eso verse conmovido.
Ella se
toma su tiempo para responder. Y no ve razón para no hacerlo.
-Laura
–dice. –Y trata de creer que ese doctor la liberó del salvaje y es lo más
parecido a un amigo-. Gracias.
-¿Gracias?
–se sorprende el médico.
-Me sacaste a
ese animal de encima. No sé cómo ni por qué, pero lo hiciste.
Él advierte
que el tono de la chica se ha suavizado, sin duda como parte de su gratitud. Lamenta
eso.
-Hubiera
deseado salvarte de veras, Laura. Pero me temo que… ¿cómo es el viejo dicho?
¿Salir de Guatemala para caer en Guatepeor?
-No entiendo.
-Cuando
conozcas al catador vas a entender. Y entonces vas a maldecirme.
Ella se queda
mirándolo, sin atreverse a preguntar. Él sale y cierra la puerta. Ruido de
cerrojo.
No hay nada que el doctor aborrezca más que el estado de permanente duda. Tiene demasiado que hacer como para perder el tiempo vacilando, cosas tan sencillas como sobrevivir, mantener ese equilibrio de cornisa entre los restos de su juramento hipocrático y la amenaza cotidiana, mortal, siempre pendiente del jefe. Por eso le ha venido bien convertirse en un curador automático. Salvará lo que pueda salvar, y a quien pueda salvar, cuidando que el jefe no descubra ese vestigio de compasión que aún le queda por el prójimo. Ha visto cometer las acciones más aberrantes en Esportin City. Ha visto al jefe, o Magno, como lo llama no sin desprecio, acabar a mazazos con quien consideraba su enemigo. Lo ha visto manipular con el hambre a mujeres y niños en los bajos de la Torre 1. Lo ha visto ordenar a su más feroz barrabrava, el salvaje Lucas, un animal sediento de sangre, torturar y desguazar cuerpos, sólo por una mala borrachera. Se ha sentido impotente para frenar los excesos, y vistió su cobardía de sentido común. ¿Qué ganaba con oponerse y morir. Después de todo, él era la última esperanza de los enfermos, los que sufren, los desamparados. Se disfrazó de un Cristo cobarde, y porque no era tan tonto como para creérselo, también enlató su corazón. ¿Y quién lo diría? Ahora descubre que todavía late. Un lamentable milagro. Y todo por un maldito par de ojos verdes.
Llega
hasta el fondo del corredor y detiene el paso por un instante. En la puerta hay
un asomo de letrero hecho con marcador rojo: Departamento de Ingeniería. Un
ampuloso título para anunciar a Vega, el ingeniero del complejo. El que lo
arregla todo, el que mantiene vivos los generadores para surtir de oxígeno y
electricidad donde haga falta. De alguna manera, Vega y él son hermanos de supervivencia.
Tanto uno como otro son irremplazables, es lo que los mantiene vivos. Su puño
se alza para golpear en esa puerta, pero se frena. Aun puede dar marcha atrás,
aun puede refugiarse en la seguridad de una existencia microbiana, a costa de
dar un paso más hacia la nada. Ese pensamiento lo impulsa, no ya a golpear,
sino a entrar de un empellón que a él mismo le sorprende.
El famoso
Departamento de Ingeniería no es más que un cuartucho casi en su totalidad
ocupado por dos armarios metálicos, una vieja cajonera y una mesa de madera
repleta de repuestos grasientos y herramientas de todo tipo, además de un catre
donde ahora reposa boca abajo el largo y delgado cuerpo de Vega. El doctor arrima
una silla de caña y se sienta junto a él. Le palmea el brazo. Sorpresivamente,
Vega se da vuelta y le apunta con un revólver que mantenía oculto bajo la
almohada.
-Tranquilo,
Vega. Soy yo.
-¡Doc!
–exclama el ingeniero. Bosteza y vuelve a dejar el arma donde estaba-. Qué
agradable sorpresa.
-Una
forma muy original de dar la bienvenida. ¿Qué esperabas? ¿Un ataque comando?
-Siempre
duermo armado. No hay noche en que no sueñe con Lucas. Sé que alguna vez va a
venir por mí.
-Vega, ya
tenemos aquí demasiados horrores. No le agreguemos la paranoia.
El
ingeniero sonríe mientras se rasca la barba. Se incorpora de un salto y echa
una mirada a la puerta.
-Qué
bárbaro –dice-. Me rompiste la cerradura.
-Perdoname.
-Una
mierda de cerradura, ya pensaba en cambiarla. –Agita la mano restando
importancia al tema y se dirige a uno de los armarios-. Tengo algo que te va a
encantar. –Entre piezas de metal extrae una botella de whisky-. Es un “Johnnie
Walker”. Me la consiguieron los cazadores, por izquierda. Vos sabés, yo les
mantengo los motores y ellos me buscan joyitas como ésta.
Destapa
la botella y estira el brazo para alcanzársela al doctor. Se arrepiente y bebe
un trago. Limpia el pico con la manga de su camisa y deja que el otro beba lo
suyo.
-Buen
whisky –aprueba el doctor-. Los cazadores deben adorarte. –Y animado por esa
audacia líquida que le baldea la garganta, decide jugarse a fondo-. Vega,
quiero pedirte algo.
-Lo que
quieras.
-Para
empezar, esta botella.
-Es tuya.
Tengo más. –Lo mira, expectante-. Dijiste… para empezar. ¿Alguna otra cosa?
El doctor
necesita un nuevo trago antes de decirlo. Tose un poco, de nervios. No sabe
cómo va a reaccionar el ingeniero. Repasa mentalmente su plan y entiende que no
tiene riesgos, salvo alguna reacción inesperada de su interlocutor.
-Vamos,
Doc –insiste Vega, divertido-. Me estás intrigando. ¿Qué es? ¿Una muñeca
inflable?
-Necesito…
uno de esos hongos que vos guardás. –Lo dice como al pasar, pero enseguida su
mirada se vuelve grave. Vega se la sostiene, turbado.
-No sé de
qué estás hablando.
-Lo sabés
muy bien. Ese hongo venenoso, lo único que crece bajo la nube.
-Te
repito. No sé de qué…
-Me lo
dijo la jefa –lo corta el doctor-. Hace mucho me lo contó, antes de… bueno, ya
sabés. Antes de la hipnosis.
Vega se
queda mudo. Saca otra botella y se echa un trago.
-No
tengas miedo, nadie lo va a saber –le asegura el doctor-. Sé que te revolcabas
con ella, me lo contó cuando se revolcaba conmigo, en mi consultorio. Ya ves,
somos colegas en la estupidez. Nos arriesgamos porque somos calentones, o por
no querer rechazar a la jefa, que si se le antojaba nos mandaba al frente con
el gran jefe. Una palabra de ella, una insinuación, un falso testimonio de
haberla piropeado y éramos carne al asador. Sé que ella te pidió esos hongos,
por si algún día necesitaba deshacerse de alguien.
Vega
respira, entre trago y trago.
-Se los
conseguí –exhala-, gracias a un cazador que no tenía idea de lo que me estaba
trayendo. Ella me dijo que se los guardase. El jefe le estaba pegando mucho y
quería tener la posibilidad de… terminar con eso.
-Triste
historia de amor. Ella contaba de todo en la cama.
-Ya veo.
¿Habló de mi verruga en el culo?
-Tenés
dos verrugas.
-Qué
mujer peligrosa. Ojalá nunca despierte de la hipnosis.
-Entonces,
¿cuento con esos hongos?
Vega
menea la cabeza y vuelve a rascarse la barba. Abre el otro armario y mete la
mano en el anaquel de abajo, detrás de un maletín que rebosa herramientas.
Extrae una botellita con un brebaje espeso, verde musgo.
-Aquí lo
tenés –dice-. Unas gotitas en cualquier bebida produce una agonía corta, pero
desesperada. Siento pena por tu enemigo.
El doctor
recoge la botellita y observa la escasa fluidez del contenido.
-Gracias.
Te debo un favor.
-Me
pregunto a quién vas a matar. Porque si es a Lucas, te beso las manos.
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