viernes, 16 de mayo de 2025

TITANIC CITY (5 capítulos)

 CAPITULO 1

 De tanto otear el horizonte a través de un telescopio, Buenos Aires se le hace el final de un túnel errático y amplificado hasta lo deforme. Un paisaje monocorde, inhabitado, árido. Un océano de nubes blanquecinas, de playas difusas que dejan emerger infinidad de cúpulas urbanas, como islas de piedra gastada. Carcasa de una sociedad moribunda.

   Vuelve a refregarse el ojo tenso, herido por el reflejo salvaje del sol en ese desierto de concreto. Piensa en descansar unos minutos, también en que el jefe suele aparecer por la terraza cuando menos se lo espera, y el jefe es generoso en castigos. El miedo le gana a la fatiga. Mejor esperar el relevo en tres o cuatro horas.

   La lente se detiene y retrocede, alerta. Algo se ha movido en uno de los balcones, diminuto por su lejanía. Gira el rodillo para acercar la imagen. Contiene la respiración al enfocar ese cuerpo inesperado, suculento. La espalda de una mujer que baja lentamente por la escalerilla de cuerdas, al parecer con antiparras, y algo indefinible que le rodea la cintura. La mujer se interna unos pisos más abajo, dentro de la nube. Y ya no lo ve más.

   -¡Mía! –ronca Laucha. Y se pasa la lengua por los labios resecos.

   Una voz gruesa irrumpe desde atrás.

   -¿Tuya… qué?

   El jefe cruza una puertita de metal que le queda chica. Laucha se pone firme, más por susto que por respeto. Golpea el puño sobre su propia tetilla izquierda.

   -¡Viva el Esportin! –formula, como un saludo establecido.

   -¡Qué viste! –insiste el jefe.

   No por nada lo llaman jefe. Su aspecto amenazante, asentado en una musculatura poderosa y una mirada astuta lo han ungido rey, o emperador, o jefe, da igual.

   -Un sobreviviente –se apresura a responder Laucha, para de inmediato corregir-. Una… sobreviviente. Allá, a unas veinte cuadras.

   -Así que una sobreviviente –murmura el jefe. Y lo empuja para mirar por el telescopio-. ¿Dónde?

   -Más allá de la colina de rascacielos. En la línea del cartel de Toyota. ¿Vio que más atrás se ameseta? De los siete edificios es el tercero de la…

   El jefe hace girar el telescopio de un manotazo.

   -No me vengas con detalles. Y preparate, mañana salís a buscarla.

   Laucha espera hasta asegurarse de que no le temblará la voz al preguntar.

   -¿Buscar? ¿A quién?

   El jefe tiene la deferencia de mirarlo. Lo toma de la quijada para acercarlo a su cara.

   -¿Cómo a quién? A la mina que viste. ¿No decís que hay una sobreviviente?

   -S… Sí, pero... Yo ya no voy de cacería. No soy del equipo.

   -Ahora lo sos. La tenés localizada. Vas a guiar a los cazadores.

   El jefe lo deja caer de rodillas sobre las baldosas rotas. Camina hacia la puertita. Antes de salir habla sin mirarlo:

   -La quiero acá mañana mismo. Ya sabés qué hacer con ella. –Y se marcha dejando la puerta abierta.

   -Claro que sé –murmura Laucha, incorporándose. Y enseguida se imagina sobre ese cuerpo de mujer, besándole el cuello, poniendo sus ávidas manos sobre los pezones para apretarlos con fuerza, alucinando el brote de una corriente cálida y lechosa, succionando con la lengua, hundiendo los dientes como si excavara en un pozo de petróleo blanquecino. Se frota el pene apoyando una mano en el telescopio, que gira hasta hacerlo trastabillar. Súbitamente mira hacia la puertita temiendo lo peor. Para su alivio, comprueba que está solo. Y se promete no volver a soñar.

 

 No es fácil seguir el paso una y mil veces por esas escaleras que parecen interminables, pero si le gustara lo fácil no sería el jefe. O el Magno, como suele llamarlo el doctor, vaya uno a saber por qué. Había tratado de explicárselo alguna vez. Magno como Alejandro, o Carlomagno. Un prócer. Eso le dijo el doctor, con ese velado tono de burla que tanto odia el jefe. Le dijo que era el prócer de una nueva civilización. Pero al jefe todo eso le importa una mierda. Sólo quiere seguir siendo el dueño de las tribunas del estadio, ahora devenidas en pueblo, con una hinchada, según la estimación de los técnicos, de casi tres mil personas. Él, y ese puñado de fanáticos, la vieja barrabrava del modesto club barrial que nunca había sumado más de veinte seguidores, ahora cuenta con tres mil. Es como transformarse en River, o en Boca. El Barcelona, ya que estamos. Esta es una barrabrava en serio, y no la del Esportin. Eso sí, hay que mantener el escudo; glorificar hasta la muerte a esas franjas blancas, negras y amarillas. Porque los jefes no se venden. Se puede transferir a un jugador o trompear a un dirigente, pero abandonar los colores de un club no va, no al menos para un barrabrava que busque ser respetado. Esportin City es el nuevo país en este complejo de tres torres interconectadas. Y al parecer, el único país del mundo. Es mucha responsabilidad y por eso debe andar con pie firme. En especial cuando decide bajar hacia el área de control en el piso veinticinco, con los escalones enmarañados en la penumbra, y la claridad difusa que en cada rellano se filtra por las ventanas.

   Divisa un bulto más abajo, en la escalera. A la instintiva alarma propia de un líder que ve atentados por todas partes le sigue el fastidio. El doctor. Distingue su boscoso pelo negro y ese maletín médico que saca a pasear cada vez que lo carga con una botella, y que ahora yace dos escalones debajo de él. 

   Le gusta verlo así. Con toda esa labia, esa educación superior, esa soberbia que lo hace creerse por encima de todos. Le gusta verlo humillado por el alcohol.

   -¿Siempre en pedo, tordo?

   El doctor se toma unos segundos para mirarlo. Eleva la botella a modo de saludo.

   -Es mi estado favorito, Roldán.

   El jefe se sienta un escalón arriba. Decide ser agradable. El doctor es el único en todo el complejo a quien le permite llamarlo por su nombre, no porque le agrade, sino porque es el único médico en todo su dominio y eso lo convierte en una herramienta de poder. Una de tantas.

   -Si llego a descubrir quién te surte de botellas lo paso a degüello.

   -¿Qué tenés contra las pobres botellas? Son la mejor cura para la sobriedad.

   -Lo que siempre digo, sos un vulgar borracho.

   -Vulgar no. Beber es humano, embriagarse es divino.

   -Para todo tenés una frase, ¿no? Como buen intelectual. Yo soy bruto, pero te ordeno que no chupes.

   -Muchos andan chupando y vos mismo los viste.

   -Pero ellos no son médicos. Vos sí. ¿Qué pasa si te necesito y estás como una cuba?

   -No te preocupes, Roldán. Si te veo doble curo a los dos.

   Arrima el pico de la botella a su boca pero el jefe le agarra la mano.

   -No estoy jodiendo. -Le saca la botella y amaga tirarla escaleras abajo, se arrepiente y toma un buen trago-. ¡Me encanta el whisky! Me hace sentir que la vida es buena. ¿Pensás que soy alcohólico, tordo?

   -Claro, igual que yo. De tal amo tal criado.

   -Mierda. Otra de tus frases.

   -Pertenece a Petronio.

   -¿Petronio? –La risa le hace temblar el pecho-. Qué nombrecito. ¿Y ese en qué club jugaba?

   -Me decepcionás, Magno. Si hubieras leído el libro que te regalé, no harías una pregunta tan boluda.

   -Uhhh... se calentó el tordo. Vos sabés que no leo libros. Y menos de esos que te gustan a vos. ¿Cómo se llamaba?

   -Petronio.

   -Digo, el libro.

   -Quo vadis.

   -Mierda. ¿Y eso qué quiere decir?

   -Creo habértelo dicho. Es latín. Significa… a dónde vas.

   El jefe hace un gesto de extrañeza y se lo toma a broma.

   -¿A dónde voy? Al piso veinticinco.

   Se incorpora y empieza a bajar los escalones.

   -Roldán, mi botella.

   -Confiscada. Sabés que está prohibido beber a esta hora.

   -¿Desde cuándo?

   -Desde ahora. Es la ley.

   -No jodas. Aquí no hay nada parecido a una ley.

   Roldán se detiene. Vuelve un par de escalones y con premeditada parsimonia bebe largamente de la botella. Eructa mientras la invierte para mostrar que no queda una sola gota.

   -Por si no te enteraste –prologa, retomando la charla-, aquí se hace lo que yo digo. Yo soy el que manda, el que decide lo que está bien y está mal. En otras palabras, yo soy la ley.

   El doctor aplaude sin sonido.

   -Muy buen discurso. Ahora que… si me permitís un comentario, Magno querido, con la inimputabilidad que me da esta borrachera, la palabra ley es una blasfemia en tu boca.

   -¿En serio? ¿Y qué tal si ordeno cortarte la lengua?

   -Tus órdenes poco tienen que ver con algo tan sagrado como la ley. A ver si abrís un poco esa cabeza pelada que tenés. Las leyes son una garantía de orden, de… cómo decirlo, estabilidad. Uno sabe qué esperar de ellas, porque son previsibles. Y no hay nada tan imprevisible como tu estado de ánimo.

   -Bien dicho, tordo. Pero no hacés más que darme la razón. Imaginate que ahora nos cae un rayo encima. ¿No sería eso imprevisible? O viene un tornado, o explota un volcán. ¿Quién se esperaría algo así? Esta misma nube tóxica que nos engulle centímetro a centímetro. ¿Alguna vez te imaginaste que iba acabar con nuestro mundo? La vida no es previsible, tordo. Y yo soy precisamente eso, la vida. Les enseño que deben estar preparados para todo. A que nada es previsible, a que vivan atentos, despiertos. Porque si cierran los ojos por un instante…

   -Estás loco, ¿lo sabías?

   Roldán deja caer la botella vacía dentro del maletín.

   -Cuidado con lo que decís. No te arriesgues a caer bajo el peso de… mi ley.      

   La carcajada del jefe se va apagando de a poco, a medida que se aleja por las escaleras. El doctor queda mirando su maletín, escalones abajo. Las palabras caen pesadamente de su boca.

   -Te estás divirtiendo conmigo, Roldán. Me pregunto cuándo decidiste matarme.

 

 Se le ocurre que sus ojos son un cuchillo que rasga con su filo un helado de crema, a medio derretir. Es lo que a ella se le ocurre cuando busca enmascarar su miedo, cuando se interna en lo profundo de la nube. Elude la inquietante fantasía de toparse con algo inesperado, monstruoso, más aterrador que el tendal de cuerpos descompuestos que suele sortear en su camino, cadáveres tan familiares que ya los acepta como parte de su mundo urbano, como pudo ser, en un tiempo, el mercado chino o el kiosco de diarios en la esquina.

   Empieza a faltarle aire y oprime la goma del salvavidas infantil para una nueva y última bocanada. El salvavidas a lunares es lo único que le queda de Damiancito. Recuerda contra su voluntad aquella tarde lluviosa, cuando corrieron juntos para cruzar la avenida y se refugiaron bajo el toldo del comercio. Esa vidriera que tentó al niño y lo empecinó a que ella le comprara el pequeño salvavidas, ese que solo podía flotar en una bañera, ese que nunca usó. “Sabe Dios para qué te lo compré”, le decía. Ahora sabe para qué. Fue el legado de vida que le dejó Damián, antes de imaginar su leucemia. Mejor no recordar. ¿No es suficiente la penosa carga de estar viva? ¿De qué sirve pensar en un féretro que nunca cierra? Se concentra en la pesada bolsa que arrastra por el piso, llena de conservas. La linterna en su mano libre. El paso cada vez más rápido porque se le agota el aliento. Siempre el miedo a perder el camino en esa viscosa masa que no la deja ver más allá de su brazo extendido. Por fin, el cadáver de la anciana, o lo que parece haber sido una anciana; un cuerpo informe y descarnado, solo las fibras más íntimas y la boca casi desdentada en una mueca que debió ser de terror. Al principio la paralizaba, ahora no es más que una señal en el camino. Como un cartel indicando la parada del colectivo. La salvación está cerca. Cinco pasos y a la izquierda. El muro del edificio. La escalerilla de cuerdas y peldaños de madera. Subir soportando el peso de una bolsa abarrotada, la linterna de goma aferrada al cuello, la escafandra convertida en una prisión sofocante. Subir apretando la boquilla con toda la fuerza de sus labios, apareada a un equilibrio endeble con cada peldaño ganado. Hasta que emerge de la nube. Su boca se libera de la boquilla para devorar bocanadas de aire caliente. Se detiene, apoya la frente sobre la pared del edificio y piensa en lo que le espera allá arriba. La invade el oscuro impulso de dejarse caer. Su estómago se contrae en arcadas. Y el vómito cae sobre viejos vómitos.

 

 CAPITULO 2

 El sol titila entre las ondas concéntricas que fruncen la superficie del agua. Por momentos, se agitan en pequeñas olas que chispean al borde de la piscina, no a causa del viento, extinto hace tantos años que ya nadie cree que haya existido, sino del incansable circuito trazado por esa figura tenebrosa, una aleta de punta plateada que recorre el perímetro del agua en su inquietante rutina, orbitándola, merodeando su propia, escurridiza sombra.

   Las gradas de madera que rodean la piscina se van llenando con un público impaciente que centra la mirada en el lomo grisáceo del tiburón, o en los bizcochos de zanahoria con que se ha pertrechado para amenizar el espectáculo. El centro del juego semeja una cancha de waterpolo, aunque de menores dimensiones, y en lugar de un arco en cada extremo se erigen sendos postes de madera que sobrepasan en dos metros la altura del agua. Al tope de los mismos se ha colgado una bolsita transparente, de esas que en un tiempo se usaban en los supermercados para cargar con uvas o bananas, pero que ahora están rellenas de un repugnante líquido rojizo. Dos cortas mamparas de plástico, ubicadas apenas bajo el agua y a cada lado de los postes, hacen de casilla de seguridad. Un precario resguardo ya que no hay puerta con que bloquear la entrada del tiburón, si es que a éste lo incitara el aroma de la comida humana.

   El escenario está listo. La gente se impacienta y empieza a tamborear con los pies exigiendo que comience el duelo. En cuanto aparece el jefe, todo ruido se sofoca. La queja de un niño es acallada por los presurosos padres con una nalgada. El jefe se toma su tiempo para subir al atril. Le gusta hacerse esperar, ver tantas caras ansiosas, esclavizadas por su silencio. Aunque no hay misterios; todo el mundo sabe exactamente lo que va a decir. Un rito que se repite y se repite, como todo rito. La presentación de los contendientes, en este caso, dos muchachitos, dos reos que han sido encontrados culpables por distintos motivos. El primero, de remera celeste, por robo y resistencia a la autoridad. El segundo, de remera blanca, sospechoso del delito de fe, ya que su hermano mayor fue ejecutado por pertenecer a una secta religiosa, esa que se hace llamar “Los Últimos Días de Dios”. Un minúsculo grupo de “apóstatas” que pretende revelar el Apocalipsis, la ascensión final de la nube junto con el fin de la humanidad, o lo que queda de ella. Una llamada a rebelarse contra las arbitrariedades y proponer una vida austera y solidaria para alcanzar con dignidad el fin de los tiempos. En otras palabras, un desafío flagrante a la autoridad del jefe.

   Los muchachos, de no más de quince años, son atados a cada poste, entre las mamparas. Puesto que el de remera blanca es más bajo de estatura, se ha colocado bajo sus pies un cubo de plástico donde pararse, de manera que el agua llegue por igual a la altura del pecho de ambos jugadores. Los gritos de rabia que profiere el de remera celeste son apagados por la renovada algarabía de los presentes. Un anciano entre el público deja de vivar al jefe cuando se atraganta con un bizcocho. Nadie lo socorre y muere entre toses y ahogo. “Servirá de postre para el tiburón”, bromea un tipo de gorra azul; hay risas en ese sector del público.

     El jefe se retira. Nadie sabe por qué motivo nunca presencia el duelo, y circulan en secreto miles de teorías al respecto. Sin embargo, la más aceptada, la que ha sido difundida por orden del mismo jefe, es que él no necesita estar allí para disfrutar del espectáculo. El jefe es omnipresente y está en todas partes, vigilando a cada ciudadano de Esportin City. Y, por tanto, verá el partido desde donde sea que esté. Casi un semidios. Una vara tan alta que a nadie se le ocurriría tomar su lugar. El jefe sabe construir poder.

   Uno de los muchachos, el de remera blanca, ha dejado de llorar y reza en silencio con los ojos cerrados. El otro, el de celeste, aun proclama su inocencia al público y parece imaginar que lo escuchan. Un barrabrava sube al atril y anuncia que de esa justa deportiva uno de los reos morirá de acuerdo al reglamento del juego, y el ganador será salvado para su rehabilitación con trabajos forzados, si el jefe así lo dispone. Gritos de aprobación seguidos del voceo del público en favor de uno u otro jugador, finalmente una ola de aplausos. Terminada la presentación, el tipo del atril eleva su puño y grita: ¡Viva el Esportin! El estadio completo responde de igual manera, tres veces, como lo marca la ley del jefe. Una mujer de la última fila se retira en silencio, tratando de no ser vista, ocultando el rostro para no mostrar sus lágrimas.

   Se hacen apuestas por chicles y cigarrillos, lo que más escasea. Cinco a uno que gana el celeste. Quién sabe por qué resulta ser el favorito, quizás porque ya pasó alguna vez por ese transe y resultó airoso. La gente recompensa la victoria con un imaginario halo de invencibilidad. La gente quiere tener héroes que los represente, y si no los tiene los inventa. Y si caen, ya vendrá otro. Lo único inmutable, lo que jamás cambia, es el jefe. ¡Viva el jefe! ¡Viva el Esportin! El coro crece y se diluye en un murmullo cuando hay movimiento en la piscina.

   Los contendientes son armados con un pequeño escudo de madera y una caja de cartón corrugado que se ubica muy cerca de ambos, al borde de la piscina. El anunciador mira su cronómetro, teatralmente. Crea la expectativa que requiere el espectáculo. Aviva su propio goce de saberse receptor de todas las miradas. Hasta que, consciente de que no es saludable resaltar demasiado, sopla su silbato y se aparta para observar desde una distancia prudente.

   El de celeste no pierde tiempo. Toma uno de los dardos de la caja y lo arroja con fuerza hacia su rival. Agua. El de blanco sigue rezando, sin atinar a moverse, ni siquiera para protegerse con el escudo. Celeste recoge otro dardo y esta vez se toma su tiempo para apuntar mejor. Buen tiro, pero algo lejos del poste. Aplausos de sus seguidores. Abucheos para Blanco de los que apostaron por él. “¡Movete, tarado!”, le grita uno. Blanco reacciona y al menos se cubre con el escudo, justo cuando otro dardo pasa muy cerca de su brazo.

   Celeste agarra su cuarto dardo pero se inmoviliza ante el paso del tiburón, casi rozando sus mamparas, sabe que un movimiento brusco puede llamar la atención de ese enorme escualo con más de cinco hileras de afilados dientes. Para cuando lanza su dardo, Blanco se ha concentrado y vuelve a utilizar su escudo. Agua, aunque no muy lejos del rival.

   Blanco lanza su primer dardo, que no alcanza la mitad de la piscina. Silbidos. Insultos. Lejos de amilanarse, los abucheos lo enardecen y busca en la caja otro dardo para la revancha. No contra Celeste, a quien conoce como un pendenciero pero jamás ha considerado un enemigo. Su rebeldía es contra ese público al que odia, ese rebaño de cobardes que lo acepta todo y que descarga su impotencia contra esas dos víctimas que, tarde o temprano, terminarán en las fauces de la bestia. Sabe que no tiene elección, que el público ya no importa y que su furia debe dirigirse contra ese a quien siente su igual en la desgracia. Es él o yo, piensa. Esa es la victoria del sistema.

     Se produce un intercambio de dardos, con mejor y peor puntería. Uno de ellos da en el muslo de un espectador en la primera fila, despertando la hilaridad general. El anunciador manda a un chico a buscar al médico. El tipo queda en el suelo con el dardo clavado y su mano temblorosa cercando esa área de la pierna. Dos personas tratan de ayudarlo pero desisten al ver que el partido alcanza niveles vibrantes. Se agotan los dardos de Celeste y dos auxiliares corren a reemplazar su caja. Blanco empieza a bajar la velocidad para afirmar su pulso. Uno de sus dardos se clava en el poste de su contrincante, despertando aplausos. Celeste, preocupado, tiene la tonta idea de lanzar dos dardos a la vez, los que salen completamente desviados.

   Por fin, un dardo de Blanco da en la bolsita del poste contrario, y sobre la cabeza de Celeste empieza a volcarse un hilo del líquido rojo. Parte del público grita “¡Goooooolllllll!”. Celeste siente náuseas al oler la sangre. Instintivamente, coloca sus manos en jarro y trata de almacenar la sangre vertida para que no alcance el agua. Pero es inútil. El líquido desborda su cuerpo y el agua empieza a teñirse de a poco. Se le hiela el pecho al ver que el tiburón cambia de curso y se dirige hacia él. Grita con desesperación. Aplausos de todos los presentes. Los que apostaron a Blanco reclaman su pago.

   Mientras los dos auxiliares desatan a Blanco y extraen su cuerpo tembloroso del agua, Celeste aun puede sentir los dientes del tiburón astillando su tórax, y el gusto a sangre salada en la boca.

 

 Laura mezcla en un viejo bol de plástico el contenido de una lata de atún, vencida hace unos pocos años, y otra de arvejas. “Ensalada a la Laura”, murmura. Se sorprende a sí misma pensándose como Laura. Casi había olvidado su nombre. Es curioso cómo desaparece el nombre de una cuando no hay nadie que lo pronuncie, nadie que la llame, ni siquiera que piense en ella. Su padre ha dejado de hablar hace… ¿cuánto? Qué importa cuánto. Su única compañía es la de ese pobre viejo que está postrado en la cama sin abrir los ojos, y a quien debe alimentar y lavar. Un regalo último de su padre, ya que le ha dado esa misión que, de no tenerla, el tiempo vacío la volvería completamente loca.

   Camina hasta el dormitorio con el bol y una cuchara. Se apresta a la encomiable tortura de poner algo de comida en la boca del viejo, y no perder de vista ese interminable masticar hasta que por fin trague. Ya una vez se atoró con lentejas y tuvo que doblarlo para palmear su espalda, con la pavorosa sensación de haberlo matado. Es por eso que ahora le da porciones pequeñas, manejables para su adormecida lengua.

   -Papá –dice, sabiendo que él no la escucha. Pero aún sabiéndolo necesita nombrarlo, ilusionarse con una respuesta-. La comida, papá.

   Y se acerca a la cama. Él parece dormido, como siempre. Pero esta vez con un matiz inquietante. Tiene la boca abierta y sin embargo no está roncando. A Laura le tiembla el bol en ambas manos. Lo deja sobre la mesita. Nota que la tez de su padre se ve más pálida que nunca. Mira la sábana sobre su pecho, que permanece quieta, estática. No es como si viera a su padre sino una foto vieja de él. Está paralizada. No se atreve a despertarlo porque algo le dice que sería inútil, que todos sus temores se han vuelto realidad. Retrocede y vuelve a la cocina. No puede pensar. Agarra un trapo y lo pasa por la mesa, limpiando algunas manchas de grasa. Se empecina en dejar la mesa brillante y cuando lo consigue le sobreviene una puntada en el estómago. Vuelve rápido al dormitorio, cubriéndose la boca con sus manos.

   -Papá no me hagas esto –murmura, sin saber lo que dijo.

   Luego de un momento siente alivio. Piensa que es mejor así, que se haya ido sin sufrir. Su muerte es una liberación para él, y también para ella. Se resiste a pensar en su padre como una carga que debió llevar por años. ¿Pero acaso no lo fue? ¿Y no lo es ahora? ¿Qué hará con ese cuerpo? No puede dejarlo allí, no puede enterrarlo en esa cama, bajo cientos de frazadas, y transformar el dormitorio en un nicho de heridas que no cicatrizan. Tampoco tirarlo de la terraza como a una bolsa de basura, transformarlo en uno de tantos cuerpos inertes, deformados, que sólo perduran para señalar la cercanía de la escalerilla del edificio. Por Dios. Acerca una silla y se sienta sin dejar de mirarlo, no su cara, sino el bulto de sus pies bajo la sábana. Ahora está con mamá, se consuela. Papá sufrió mucho la ausencia de mamá, y desde que ella se fue, había empezado a morir lentamente. No importaba que su hija estuviera siempre junto a él. Para su padre sólo existía esa mujer que le dio sentido a su existencia. Y sin ella, no había razón para estar vivo. Ni aun con su querida hija, la que hace mucho fue su consentida. Menea la cabeza espantándose el rencor. Cierra y abre los ojos, como imitando el reseteo de una computadora. Se inclina para mirar esa cara curtida por el sufrimiento, una última vez, y al decirse “última vez” explotan los recuerdos de niña. Las escenas vividas junto a él, llenas de magia y felicidad. Porque felicidad no es más que eso, ser niña y soñar con un futuro feliz, aunque luego nunca se alcance. Las lágrimas surgen sin aviso, le nublan la vista y estrechan su garganta. Su mano acaricia el aire muy cerca de la cara de su padre. La conmueve esa paz en sus labios mansos. Se le ocurre una idea tonta, que la doncella no puede despertar al príncipe con un beso.

   Ella no se ha dado cuenta, pero una sombra la acecha desde la cocina.

 

 CAPITULO 3

 Corre un rumor por los tres edificios del complejo, es decir, por todo Esportin City, acerca de la jefa. Se dice que el jefe la debe haber asesinado, pues hace rato que ella no se pasea con sus ínfulas de mandamás por los macetones de la sección Huertas. Todas las agricultoras la odian, pero también la extrañan. En especial las mujeres del área de cocina, donde ella suele concurrir con un látigo para castigar a las que considera rezagadas. La odian, y a la vez la admiran. Es hermosa, eso sí. Siempre con esos vestidos que afinan su silueta de diosa. Es casi un honor recibir sus castigos. Y cuando por casualidad le sonríe a una, es como el premio mayor que la elegida no deja de comentar atizando la envidia de las otras. Lo bueno de la jefa, a diferencia de su esposo, consiste en que ella puede ser predecible. Ser predecible en Esportin City es el mayor rasgo de bondad que se pueda concebir. Y eso la hace, de alguna manera, amada. ¿Se puede odiar y amar a una persona al mismo tiempo? Con ella es así. ¿Por qué la habrá matado el jefe? Es lo que comentan las mucamas de la Torre 3, la zona jerárquica restringida, ya que desde hace más de un mes ella no sale de su habitación. ¿Y por qué es que el jefe va tan seguido y se queda encerrado allí por horas? Se preguntan, suspicaces. Quizás para lamentarse ante el cadáver de la difunta por su rapto de rabia asesina. Lo cierto es que oyen al jefe murmurar, ellas afirman que un rezo. Están seguras de ello a pesar de que apenas se les permite unos pocos minutos para limpiar la sala aledaña al dormitorio, siempre bajo la vigilancia de los guardias.

   ¿Y si han matado a la jefa? ¿Qué les espera a ellas? Ellas, que no son más que trabajadoras de la colmena. La jefa les garantizaba el control de su propio destino. Una podía elegir la pereza, y la jefa le tajeaba la espalda a latigazos, o simplemente sacaba su revólver con cachas de oro y les pegaba un tiro entre las tetas. Pero una podía trabajar a destajo y si tenía suerte recibir el premio de una sonrisa, que era como subir de escalafón entre las iguales. Y si una tenía un buen concepto con la jefa, pobre del guardia que se atreviera a tocarla. La jefa cuidaba muy bien de sus favoritas. Pero, si la han matado, es como si las mataran a todas. ¿Ahora quién las cuidará? ¿Quién?

 

La penumbra bosqueja difusamente el contorno de su rostro. La jefa yace en su cama y respira con una serenidad que nunca antes se le había conocido. Los ojos cerrados, desde hace… ¿cuánto? ¿Un mes? ¿Dos meses? El paso del tiempo es sólo un estado de ánimo en Esportin City. Mucho o poco, depende de quién espera, o de qué se espera. Lo cierto es que la jefa no ha perdido en nada su belleza. Está igual. Sólo el rictus de odio ha desaparecido de la comisura de sus labios. El sueño eterno le sienta bien. ¿Acaso puede hablarse de muerte? ¿Puede anunciarse al complejo que la jefa ha fallecido? Roldán se niega a asegurarlo. Sólo muere quien no despierta del sueño. Y es por eso que se esclaviza en esa silla, recitando uno por uno los nombres de la infinita lista que, regularmente, le provee la sala de control.

   “José Martí, Federico García Lorca, Charles Bukowski, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Lope de Vega, Gabriela Mistral, Miguel Hernández…”

   Tres golpecitos en la puerta. Sin esperar respuesta entra el doctor. Lleva en sus manos una vieja botella de plástico donde bailotea un líquido transparente. Observa a Roldán junto a la luz de un mezquino velador, con algo de pena y una ironía muda.

   -¿Sabés cómo sé que sos vos? –dice el jefe sin mirarlo-. Sos el único que no espera mi permiso para entrar. ¿Hasta cuándo vas a abusar de mi dolor?

   El doctor lanza una risita. Abre la cortina dejando entrar la luz de las últimas horas de la tarde. Reemplaza la botella de gaseosa que pende del respaldo de la cama, casi vacía de suero. Examina el goteo por el catéter y la aguja incrustada en el brazo de la jefa. Al rato se acuerda de responder.

   -¿Dolor decís? –se atreve a la burla. Es curioso como las primeras y tímidas transgresiones van llevando a un desafío frontal. El doctor sabe que lo necesitan, y eso le permite caminar por la cornisa con los ojos cerrados-. ¿Dolor, Roldán? No me digas que amabas a Graciela. O la jefa, según la ideología oficial de nuestra querida Esportin City.

    El jefe deja la lista a un lado. Suspira con cansancio, clara señal de que su paciencia tiene límite.

    -¿Te dije que tengo ganas de matarte?

    -Varias veces.

    -Te crees imprescindible, ¿verdad? Cuidate, tordo. No sea cosa que aparezca un superviviente que también sea médico. Y entonces deberé elegir entre uno y otro. –Sonríe cuando lo mira por primera vez-. Podrían definirlo en un duelo, con el tiburón de árbitro.

    Otra vez en la cornisa. Su vida puede depender de una respuesta.

   -Estuve observando a ese tiburón. No creo que tenga tan mal gusto como para comerme.

   El jefe lanza una carcajada. Menea la cabeza. ¿Se puede sentir respeto por quien se odia?

    -Siempre tenés una salida vos. Cuidate, las buenas respuestas no siempre aparecen.

   El doctor sabe cuándo cambiar de tema.

   -Hay que conseguir más catéteres –advierte-. Y anti depresivos. Me los sacan de las manos, aunque ya no sirvan para nada.

   -Decile a Catriel que mande a los cazadores. Debe haber cientos de farmacias que no visitaron.

   -Y hospitales. Tienen que arriesgarse a llegar más lejos.

   -Decíselo. Dejale en claro que es orden mía.

   -Será un placer.

   Y se retira con la botella usada.

    -Esperá –ordena el jefe.

   Silencio. El doctor retrocede, expectante. No tiene la menor esperanza de escuchar algún planteo razonable. Roldán no lo defrauda.

   -¿Podés conseguirme una de esas… drogas de la verdad?

   La mirada achinada del doctor habla por sí sola. Pero tratándose de Roldán, no están demás las palabras.

   -¿Droga de la verdad? ¿Para qué? Hasta ahora la mejor droga que empleaste fue la tortura. Nadie se resiste cuando le arrancan las uñas.

   -Limitate a responderme. ¿Podés fabricarla?

   -¿Qué sé yo? No sé. Podría tratar. Pero no tengo los insumos.

   -Te hago traer lo que necesites. ¿Podés o no podés?

   -Vayamos al grano. ¿Con quién la querés usar?

     La respuesta es tan descabellada que en un principio el doctor no la comprende. Sólo reacciona cuando advierte que el dedo de Roldán sigue apuntando a la jefa.

   -Estás loco. ¿Cómo voy a…? Por si no te diste cuenta, tu mujer está en coma. Un coma alcohólico si me preguntás.

   El jefe estalla.

   -¡No está en coma! ¡Fue el charlatán de Giménez! ¡La hipnotizó! ¡Con la excusa de curarle ese puto dolor de cabeza!

   -¿Cómo podés creer semejante idiotez?

   -¡El muy basura lo puso todo en esa carta!

   -Ninguna hipnosis dura tanto tiempo.

   Roldán se incorpora de un salto.

   -¡Ese hijo de puta sabía que estaba en capilla, y se envenenó! ¡Pero no sin antes dejarme este chiste macabro! ¡Maldito cobarde!

   -¿Hasta cuándo vamos a tener esta conversación? No la hipnotizó. Aprovechó el coma para hacerte creer eso.

   -Dijo que solo despertaría si oyera mi voz mencionando el nombre de un poeta. –Y lanza unas cuantas maldiciones mientras camina de aquí para allá-. ¿Pero qué poeta? ¿Qué maldito poeta? ¡Le leí cientos y cientos de nombres, y no despierta!

   El doctor sonríe cáustico.

   -La venganza perfecta para un letrado como Giménez. La ironía a un nivel de perfección.

   Roldán detiene su paso.

   -Inyectale cualquier cosa. Algo que la haga hablar. Tengo que saber dónde escondió esa llave.

   -No puedo ponerle cualquier cosa, Roldán. Su estado es delicado. Se puede morir.

  -¡Me importa una mierda si se muere! ¡Quiero la llave!

   No lo impresiona esa respuesta, ni siquiera lo sorprende. Pero es la pesada gota que rebalsa la jarra. Le asquea tanto salvajismo, la barbarie de ese mundo que subsiste en la basura sin derecho a ser llamado civilización. Por gente como Roldán se ha extinguido la especie humana, solo queda esta parodia, bufonesca y atroz, destinada a sucumbir bajo la justicia tóxica de la nube. Es la vieja reflexión que lo llena de impotencia y a la vez de rebeldía, y que encarna en esa mano, su mano, aferrando la remera del jefe, escupiéndole odio con la mirada, un odio que dirige contra sí mismo por no atreverse a más.

   -¿Qué hacés? –dice Roldán, sorprendido. Los ojos se le aguzan en un gesto amenazante-. Soltá. ¡Ya mismo! ¡Soltá!

    El doctor lo suelta como si despertara, no sabe qué decir. Hunde la mirada en la botella vacía que ha caído al piso. Sabe que el jefe no deja de observarlo y también que acaba de firmar su propia sentencia de muerte. El silencio es la peor de las torturas, pero en algún momento se termina para dar paso a lo temido. Por ejemplo, la cara del jefe muy cerca de la suya, con la sonrisa que tanto le conoce cuando está a punto de matar a alguien. Sin embargo los milagros ocurren.

    -Tenés que controlar los nervios, tordo –se divierte Roldán-. El calor te está afectando.

    El súbito alivio reverbera tembloroso en las piernas del médico. Se escuchan tres golpes de nudillo sobre la madera.

   -¡Pase! –grita el jefe.

    La puerta se abre. Un guardia se acerca y le habla al oído. Roldán asiente, hace un gesto de fastidio y lo sigue hasta la sala. El doctor recoge la botella, se toma un respiro antes de ir tras ellos.

   -¡Viva el Esportin! ¡Viva el jefe! –se oye exclamar a Laucha.

   El jefe se aburre. El saludo de los esclavos es el saludo de nadie.

   -Al grano, Laucha

   -¿Vio que ayer me ordenó que trajéramos a la chica?

   -¿Qué chica?

   -Esa, la que se veía desde la terraza. La que bajaba a la nube.

   -Ah, ¿ya la tienen?

   -Costó porque es medio brava, pero la cazamos.

   -¿Vivía alguien más con ella?

   -Había un viejo muerto en la cama.

   Roldán se alarma.

   -¿Cómo muerto? Laucha… No habrás traído a una mina enferma. Si nos contagia la peste juro que te…

    -No, no, jefe. La chica está bien. En serio. Era una fiera cómo se defendía. Si hasta hubo que meterle cloroformo.

   -Llevala a donde sabés.

   -Ya la puse ahí. Atadita. Para que la examine sin problema. Si la viera, jefe. Está muy buena la tigresa.

   Roldán mira al doctor.

   -Chequeala. Tomate el tiempo que necesites. Quiero asegurarme de que está sana.

   El doctor asiente. Al fin y al cabo, asentir es lo que siempre hace cuando Roldán le imparte una orden. Algunas rebeliones son al pedo, piensa.

 

 CAPITULO 4

 Dos lo sostienen de los brazos y un tercero, el más agresivo, le aplica un par de trompadas sobre el estómago. Luego una en la cara, con toda la furia. No para dar por terminada la paliza, sino como un adelanto de lo que le espera a ese joven de remera blanca.

   El muchacho, algo mayor que su víctima, larguirucho y de pelo ensortijado, se acaricia el puño como quien busca enfriar su arma antes de seguir disparando. Observa sin pena el surco de sangre que, a fuerza de odio, abrió en la mejilla del de remera blanca. Le brota una sonrisa que va creciendo hasta donde le dan los labios.

   -Te salvaste del tiburón –le dice-. Pero no de mí, Cristiancito.

   El larguirucho lo llama Cristiancito, un diminutivo que hace aún más evidente la rabia con que lo pronuncia.

   -¡Ojo con lo que hacés! –amenaza Cristian, su aliento entrecortado-. ¡Ojo… con lo que hacés!

   Los tres agresores ríen.

   -¿Va a venir tu hermano a salvarte, pelotudo? –se burla el muchacho obeso que le sostiene uno de los brazos.

   El tercero de los agresores, uno de pelo rojizo que atenaza el otro brazo de Cristian, exhibe una sonrisa bovina y se mantiene callado. No porque fuera mudo, sino por falta de luces aun para el insulto.

   La mueca de Cristian muestra el paso del dolor a la rabia.

   -¡Mordete un huevo antes de hablar de mi hermano! –Y lanza una patada al aire, cuyo único efecto es la risotada de Larguirucho.

   -Uhhhh… -se regodea el bravucón-. Hay uno que pide un rompeculos. –Y mira al de sonrisa bovina-. ¿Lo trajiste?

   El muchacho estira su mano libre hacia atrás, a la cintura, y la hace volver con un punzón de acero. Larguirucho lo agarra para enseñárselo a Cristian.

   -Miralo, ¿te gusta? Tiene veinticinco centímetros. La medida justa que te vamos a meter en el culo. No tendrás hemorroides, ¿no?

   La risa de los tres se acoplan en una sola carcajada salvaje, como surgida de una garganta sobrenatural. Cristian es forzado a caer boca abajo. Los gritos del joven son ahogados por la gruesa mano del obeso, que le atenaza el aliento. Larguirucho es el encargado de la gozosa tarea de bajarle los pantalones. Punzón en mano.

   -Malas noticias, Cristian. No tenemos aceite. Te va a doler un poco pero después te va a gustar.

   La oscura diversión es abortada por un grito, o varios gritos de una misma boca, que solo puede proferir la aguda y desesperada voz de una mujer. La escoba da en el pecho del obeso, que simula una caída hilarante supurando burla. Los otros sueltan al chico y parodian un susto partidos de la risa. La mujer, de unos cuarenta años, ataviada con ropas humildes y un viejo sufrimiento, se abraza a Cristian y lo cubre.

   -Tranquilo, Cristian –le dice-. Aquí estoy.

   -Sí, aquí está tu mamita –se mofa el obeso.

   -Ya te vamos a agarrar –promete Larguirucho antes de iniciar la retirada.  

   Los otros lo siguen, tanto en su marcha como en la risa hiriente. El bovino lleva en alto el punzón, como una bandera que no ha de claudicar.

 

 Un sabor agridulce le despierta la lengua, cotidianamente pastosa por el alcohol. Ver a esa chica, atada a la silla y con una venda en los ojos, lo conmueve hasta la extrañeza. Solía pensar que ya nada podía sensibilizarlo. Pero no es el sufrimiento, ni el miedo que se trasluce en ese rostro en parte vedado, sino la belleza que percibe en el mismo. La forma angulosa y sensual, que le recuerda a alguien.

   Sus pasos al acercarse, casi en puntas de pie, por no querer perturbarla, se hacen estruendo para unos oídos atentos al peligro.

   -¿Quién? ¿Quién es? –La voz trémula de ella se parecen más a un ruego que a una pregunta.

   Por unos segundos el doctor olvida el motivo por el que ha venido. Hasta que la respiración agitada de ella lo retrotrae a su antiguo rol de médico de guardia en un hospital del Estado, donde las palabras adquirían fundamental relevancia, a falta de otros insumos.

   -Tranquila- sugiere, y se da cuenta de que es un pedido inconducente, quizás, provocador. ¿Qué monstruo no pide tranquilidad a su víctima antes de aniquilarla? ¿No lo hacían los nazis?

   En efecto, el aliento de la chica se acelera y le convulsiona el pecho. Él decide eliminar los fantasmas de cuajo y le quita la venda. Una erupción de párpados que no terminan de abrirse. Poco a poco, el horror va cobrando forma. La figura del doctor se hace nítida en sus inquietos ojos verdes.

   -¿Quién es usted? –balbucea.

   -Soy… el doctor. No preguntes mi nombre, soy el doctor. Eso es todo.

   -Por favor…

   -Nada de por favor. No supliques. Es la primera regla de supervivencia en Esportin City.

   -No entiendo.

   -La súplica está penada por ley, o algo así. El débil es descartado, digamos, darwinianamente. Esta es una ciudad para fuertes.

   -¿Una ciudad? ¿Cómo una ciudad? Es imposible. Todo está cubierto por…

   -La nube, ya sé. Pero a este complejo de edificios lo llaman ciudad. Pretensioso, ¿no? Es como si las hormigas creyeran que su hormiguero es todo un país. Quién sabe, quizás lo sea.

   -Por favor…

   -¿Cómo dijiste?

   -Desáteme

   -No atiendo ruegos.

   Y estalla el grito.

   -¡Desatame, hijo de puta!

     El doctor la observa con curiosidad. Cree sonreír pero sabe que sus labios no se han movido. Sólo su cabeza, asintiendo.

   -Bienvenida a Esportin City.

 

 Nada tan absorbente y doloroso como curar las heridas de su propio hijo. La mano tiembla al posar el trapo húmedo sobre el labio roto, hinchado, como si la intención curativa se trastocara en furia y buscara lastimar aún más. Se alarma cuando el rostro de Cristian se retira de golpe; la mano del muchacho corcovea alejando la suya, se le ocurre que es un caballito que le huye al contacto de su domador.

    -Te dije que por un tiempo no te acercaras a ellos –le reprocha, con un enojo tan pegajoso como la miel-. ¿Te lo dije o no te lo dije?

   No hace falta explicar que un muchacho en crecimiento es alérgico a los consejos maternos.

   -¿Y qué hago, vieja? ¿Encerrarme? ¿Quedarme bajo la cama como una mariquita?

   -Es por un tiempo, hasta que pase todo. Esos muchachos son muy peligrosos. No te perdonan.

   -Me importa una mierda.

   -¡Te tiene que importar! ¡Eran amigos de él! ¡Ese que murió en el maldito duelo! ¡Dios mío! –Se persigna-. ¡Pienso en que el tiburón pudo agarrarte a vos y… y…!

   -Tranquila, vieja. -El afecto y la culpa lo llevan indefectiblemente a abrazarla, aunque en realidad es él quien se abraza a ella-. Te prometo que me voy a cuidar. Por un tiempo no voy a andar por los corredores.

   Ella se aparta un poco para mirarlo con seriedad. Está determinada.

   -Hablé con tu tío.

   Hay sonrisas que no parecen significar nada. Pero una madre decodifica todas las señales. Sabe que el muchacho pasará de la perplejidad al enojo, y está dispuesta a transitar por todo eso.

   -¿Con el tío Germán? –Cristian se encoge de hombros-. No entiendo. ¿Qué hablaste con él?

   -Todo. Tenés que entender. Yo estoy desesperada. Esos chicos van a matarte, lo sé.

   -Pero… ¿qué hablaste con el tío?

   -Vas a trabajar con él. Por unos meses.

   -¿Qué?

   -Vas a estar protegido.

   -¿Me estás hablando en serio, mamá? ¿Protegido? ¿En la Unidad? ¿Me querés salvar de esos chicos y me mandás a cazar tiburones?

   -¡El tiburón te perdonó en ese duelo! ¡Cuánto recé para que lo hiciera! ¡El tiburón no te mató a vos, pero los amigos del otro se van a vengar! ¡Es la única manera de salvarte! –La mujer parece entender que salvarlo significa no verlo por mucho tiempo. Se echa a llorar-. Mañana viene Germán… a buscarte.

 

En la puerta del salón de clases de la Torre 2 se puede apreciar un cartel hecho a mano, letra grande, trazo rápido y nervioso. Es un cartel que da nombre a la sala, antes anónima, y ahora llamada: "Clara y Miguel". Un homenaje a las víctimas de la tragedia que enlutó al salón; una forma de eternizarlos, de mantenerlos vivos en la memoria del complejo.

   En los padres de Clara y Miguel se abrochaba el dolor. En otros padres, el miedo, sin duda por la prohibición absoluta de ese tipo de manifestaciones que siempre rigió en el complejo. Muchos padres aprobaron emocionados el bautismo de la sala, en silencio, sin arriesgarse a mostrar sus simpatías por ese acto sin precedentes. Otros, los menos, se volvieron rabiosamente en contra. Adoptaban la perspectiva de las autoridades, en el fondo, por temor a sufrir ellos mismos un castigo. Asumían el papel de verdugos morales ya que declamaban su postura a los cuatro vientos, pero nunca se atrevían a hacerlo frente a las familias de las víctimas. Solo en un par de ocasiones arrancaron el cartel de la puerta, anónimamente, en horas de la noche. Pero casi de inmediato volvía a aparecer un cartel similar. El caso empezaba a crear una gran tensión entre estos dos grupos antagónicos.

   Lejos de lo esperado, el gran jefe no castigó la actitud, a todas luces rebelde, de los padres dolientes. De hecho, ni siquiera fue removido el cartel por la Guardia. Esto creó la ilusión de que el jefe empezaba a sensibilizarse con esta causa trágica. Muchos padres cantaron loas al líder político y espiritual del complejo. La grieta entre ambos grupos empezó a cerrarse. Unos, asombrados por el cambio en la actitud, ahora más comprensiva de la jefatura. Los otros, exhibiendo una sonrisa triunfal, alegando que estaban en lo cierto, que no correspondía a los padres desafiar al sistema cuando el mismo era lo suficientemente humano y tolerante. Todo podía ser resuelto abiertamente con un simple pedido a las autoridades.

   Sin embargo, cualquier presunción de humanidad en el carácter del gran jefe era solo un espejismo, sustentado en la siempre agonizante esperanza de una vida mejor, sin despotismo ni innecesaria crueldad. La realidad es que, luego de un arranque de ira asesina, el jefe atendió el consejo del doctor acerca de no tomar represalias contra los padres díscolos. Después de todo, el nombre de “Clara y Miguel” encabezando la sala podía ser muy útil. Sería el recordatorio de lo que puede sucederle a los jóvenes cuando caen en la desobediencia. Cumplir con las órdenes del jefe debía ser tomado como religión, y lo sucedido a esos mártires justificaría cabalmente el sentido de un autoritarismo que, dado lo terrible del suceso, ya no quedaría como un férreo control sin sentido, sino como un ordenamiento necesario para la protección de los ciudadanos.

 

CAPITULO 5

Laura clava los ojos en una mano imposible de alcanzar para su apremiante mirada, más bien, la adivina, atenazando férreamente su cuello. Siente los dedos ásperos merodeando la garganta, y el fétido aliento, mezcla de sarro y alcohol, que festeja una risotada obscena hasta lo brutal.

   -¡Está buena la potranquita! –clama el jefe, y acerca su cara a la de ella-. Sos muy linda, piba, y aquí todo lo lindo tiene un dueño. Está claro, ¿no? Vos sos mía. Como estos pantalones que llevo puestos, y que me vas a bajar cada vez que te lo mande.

   -No es segura –interviene el doctor.

   Roldán le dedica una mirada, su gesto trasluce el vano esfuerzo por ser afable.

   -¿Qué dijiste?

    -Sabés lo que dije, no es segura.

   -¿Querés arruinarme la fiesta? –gruñe el mandamás, y suelta a la chica.

   Ella empieza a toser, entre ahogos y terrores de presa que se sabe capturada.

   -Quiero protegerte, jefe. Para eso me tenés aquí, ¿no? –Y se acerca a la chica. Utiliza el pulgar para bajarle la mejilla, dejando al descubierto el interior de su pupila enrojecida-. ¿Ves?

   Roldán aguza la mirada sin entender qué demonios está observando. Ella sacude la cabeza para apartarse de ambos.

   -La pupila está enrojecida –explica el doctor-. Pero de un tono que no me gusta. Puede ser lo que ya sabés.

   Roldán da un paso atrás, aprensivo.

   -¿Estás seguro?

   -Si tuviera un laboratorio lo confirmaría, pero así… Hay una sola manera de estar seguros.

   El gesto de Roldán parece el de un niño al que le han prohibido un dulce.

   -Vos decís… ¿el catador?

   -Salvo que quieras arriesgarte.

   El jefe mira a la chica. Resopla, da unos pasos y patea la silla con violencia.

   -Encargate –ordena. Y se va.

   El doctor aguarda unos cuantos segundos antes de acercarse a ella. La joven se aleja y cae al piso. Se masajea el cuello con ambas manos, como para restaurarse de la agresión sufrida. Aún tose.

   -¿Cómo te llamás? –pregunta el doctor, sin por eso verse conmovido.

   Ella se toma su tiempo para responder. Y no ve razón para no hacerlo.

   -Laura –dice. –Y trata de creer que ese doctor la liberó del salvaje y es lo más parecido a un amigo-. Gracias.

   -¿Gracias? –se sorprende el médico. 

   -Me sacaste a ese animal de encima. No sé cómo ni por qué, pero lo hiciste.

   Él advierte que el tono de la chica se ha suavizado, sin duda como parte de su gratitud. Lamenta eso.

   -Hubiera deseado salvarte de veras, Laura. Pero me temo que… ¿cómo es el viejo dicho? ¿Salir de Guatemala para caer en Guatepeor?

   -No entiendo.

   -Cuando conozcas al catador vas a entender. Y entonces vas a maldecirme.

   Ella se queda mirándolo, sin atreverse a preguntar. Él sale y cierra la puerta. Ruido de cerrojo.

 

No hay nada que el doctor aborrezca más que el estado de permanente duda. Tiene demasiado que hacer como para perder el tiempo vacilando, cosas tan sencillas como sobrevivir, mantener ese equilibrio de cornisa entre los restos de su juramento hipocrático y la amenaza cotidiana, mortal, siempre pendiente del jefe. Por eso le ha venido bien convertirse en un curador automático. Salvará lo que pueda salvar, y a quien pueda salvar, cuidando que el jefe no descubra ese vestigio de compasión que aún le queda por el prójimo. Ha visto cometer las acciones más aberrantes en Esportin City. Ha visto al jefe, o Magno, como lo llama no sin desprecio, acabar a mazazos con quien consideraba su enemigo. Lo ha visto manipular con el hambre a mujeres y niños en los bajos de la Torre 1. Lo ha visto ordenar a su más feroz barrabrava, el salvaje Lucas, un animal sediento de sangre, torturar y desguazar cuerpos, sólo por una mala borrachera. Se ha sentido impotente para frenar los excesos, y vistió su cobardía de sentido común. ¿Qué ganaba con oponerse y morir. Después de todo, él era la última esperanza de  los enfermos, los que sufren, los desamparados. Se disfrazó de un Cristo cobarde, y porque no era tan tonto como para creérselo, también enlató su corazón. ¿Y quién lo diría? Ahora descubre que todavía late. Un lamentable milagro. Y todo por un maldito par de ojos verdes.

   Llega hasta el fondo del corredor y detiene el paso por un instante. En la puerta hay un asomo de letrero hecho con marcador rojo: Departamento de Ingeniería. Un ampuloso título para anunciar a Vega, el ingeniero del complejo. El que lo arregla todo, el que mantiene vivos los generadores para surtir de oxígeno y electricidad donde haga falta. De alguna manera, Vega y él son hermanos de supervivencia. Tanto uno como otro son irremplazables, es lo que los mantiene vivos. Su puño se alza para golpear en esa puerta, pero se frena. Aun puede dar marcha atrás, aun puede refugiarse en la seguridad de una existencia microbiana, a costa de dar un paso más hacia la nada. Ese pensamiento lo impulsa, no ya a golpear, sino a entrar de un empellón que a él mismo le sorprende.

   El famoso Departamento de Ingeniería no es más que un cuartucho casi en su totalidad ocupado por dos armarios metálicos, una vieja cajonera y una mesa de madera repleta de repuestos grasientos y herramientas de todo tipo, además de un catre donde ahora reposa boca abajo el largo y delgado cuerpo de Vega. El doctor arrima una silla de caña y se sienta junto a él. Le palmea el brazo. Sorpresivamente, Vega se da vuelta y le apunta con un revólver que mantenía oculto bajo la almohada.

   -Tranquilo, Vega. Soy yo.

   -¡Doc! –exclama el ingeniero. Bosteza y vuelve a dejar el arma donde estaba-. Qué agradable sorpresa.

   -Una forma muy original de dar la bienvenida. ¿Qué esperabas? ¿Un ataque comando?

   -Siempre duermo armado. No hay noche en que no sueñe con Lucas. Sé que alguna vez va a venir por mí.

   -Vega, ya tenemos aquí demasiados horrores. No le agreguemos la paranoia.

   El ingeniero sonríe mientras se rasca la barba. Se incorpora de un salto y echa una mirada a la puerta.

   -Qué bárbaro –dice-. Me rompiste la cerradura.

   -Perdoname.

   -Una mierda de cerradura, ya pensaba en cambiarla. –Agita la mano restando importancia al tema y se dirige a uno de los armarios-. Tengo algo que te va a encantar. –Entre piezas de metal extrae una botella de whisky-. Es un “Johnnie Walker”. Me la consiguieron los cazadores, por izquierda. Vos sabés, yo les mantengo los motores y ellos me buscan joyitas como ésta.

   Destapa la botella y estira el brazo para alcanzársela al doctor. Se arrepiente y bebe un trago. Limpia el pico con la manga de su camisa y deja que el otro beba lo suyo.

   -Buen whisky –aprueba el doctor-. Los cazadores deben adorarte. –Y animado por esa audacia líquida que le baldea la garganta, decide jugarse a fondo-. Vega, quiero pedirte algo.

   -Lo que quieras.

   -Para empezar, esta botella.

   -Es tuya. Tengo más. –Lo mira, expectante-. Dijiste… para empezar. ¿Alguna otra cosa?

   El doctor necesita un nuevo trago antes de decirlo. Tose un poco, de nervios. No sabe cómo va a reaccionar el ingeniero. Repasa mentalmente su plan y entiende que no tiene riesgos, salvo alguna reacción inesperada de su interlocutor.

   -Vamos, Doc –insiste Vega, divertido-. Me estás intrigando. ¿Qué es? ¿Una muñeca inflable?

   -Necesito… uno de esos hongos que vos guardás. –Lo dice como al pasar, pero enseguida su mirada se vuelve grave. Vega se la sostiene, turbado.

   -No sé de qué estás hablando.

   -Lo sabés muy bien. Ese hongo venenoso, lo único que crece bajo la nube. 

   -Te repito. No sé de qué…

   -Me lo dijo la jefa –lo corta el doctor-. Hace mucho me lo contó, antes de… bueno, ya sabés. Antes de la hipnosis.

   Vega se queda mudo. Saca otra botella y se echa un trago.

   -No tengas miedo, nadie lo va a saber –le asegura el doctor-. Sé que te revolcabas con ella, me lo contó cuando se revolcaba conmigo, en mi consultorio. Ya ves, somos colegas en la estupidez. Nos arriesgamos porque somos calentones, o por no querer rechazar a la jefa, que si se le antojaba nos mandaba al frente con el gran jefe. Una palabra de ella, una insinuación, un falso testimonio de haberla piropeado y éramos carne al asador. Sé que ella te pidió esos hongos, por si algún día necesitaba deshacerse de alguien.

   Vega respira, entre trago y trago.

   -Se los conseguí –exhala-, gracias a un cazador que no tenía idea de lo que me estaba trayendo. Ella me dijo que se los guardase. El jefe le estaba pegando mucho y quería tener la posibilidad de… terminar con eso.

   -Triste historia de amor. Ella contaba de todo en la cama.

   -Ya veo. ¿Habló de mi verruga en el culo?

   -Tenés dos verrugas.

   -Qué mujer peligrosa. Ojalá nunca despierte de la hipnosis.

   -Entonces, ¿cuento con esos hongos?

   Vega menea la cabeza y vuelve a rascarse la barba. Abre el otro armario y mete la mano en el anaquel de abajo, detrás de un maletín que rebosa herramientas. Extrae una botellita con un brebaje espeso, verde musgo.

   -Aquí lo tenés –dice-. Unas gotitas en cualquier bebida produce una agonía corta, pero desesperada. Siento pena por tu enemigo.

   El doctor recoge la botellita y observa la escasa fluidez del contenido.

   -Gracias. Te debo un favor.

   -Me pregunto a quién vas a matar. Porque si es a Lucas, te beso las manos.

 

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