Tu hijo se está muriendo.
No podía sacarse la frase de la cabeza. Ni cada
palabra, a las que desmenuzaba una y otra vez en busca de un significado
distinto a ese trágico mensaje recibido esa misma tarde. ¿O fue la tarde de
ayer?, se le hacía confuso enhebrar el tiempo ya que llevaba horas conduciendo
por la ruta que debía llevarlo a Catriel, a la dirección escrita con birome
negra en el dorso de aquel sobre. Había cruzado la provincia de Buenos Aires y
la noche lo sorprendió llegando a La Pampa. Allí lo detuvo gendarmería. Le
exigieron de todo. Registro, documento, cédula verde, seguro, permiso de
circulación. Pero más que nada, la constancia del hisopado negativo no mayor a
72 horas de antigüedad. Hubiese querido abreviar ese viaje desesperado con
alguna de las aerolíneas, la primera en partir hacia el aeropuerto de Neuquén, pero
los vuelos estaban cancelados en todo el país a causa de la ya prolongada
cuarentena. Tu hijo se está muriendo. La voz de su esposa al teléfono. Ex esposa,
se empeñaba en precisar. Casi ocho años que no sabía de Élida. Ni le importaba.
Fueron muchas escenas de maltrato por parte de ambos, una fuente de
resentimiento, de locura, humillaciones, hasta que ella encontró una salida rápida
instalándose bien lejos, en el norte de Río Negro, tierra natal de su familia.
Nada que reprochar, sólo el sabor amargo y ese odio residual estancado en los
recuerdos.
Tu hijo se está muriendo. El llamado bien podía
resultar en una de sus crueles venganzas. La voz en el celular sonaba distante,
como si estuviese alejándose y la conexión se tensara hasta ser un hilo
quebradizo. Intentó llamarla tantas veces que amagó estrellar el celular contra
la pared. No parecía haber señal. La maldijo mil veces por dejarlo en ese
vendaval de pensamientos nefastos. ¿Cómo que se está muriendo? ¿Tuvo un
accidente? ¿Un ACV? ¿Cáncer? ¿Covid? Las preguntas le rebotaban en la lengua.
Lo consoló una frágil esperanza; ella no dijo que había muerto. “Se está
muriendo” podía ser una aseveración temeraria en boca de una mujer que tendía a
ver catástrofes por todos lados. Puede que Gabriel estuviera reponiéndose de alguna
enfermedad, quizás algo seria, pero reponiéndose. Incluso grave, pero
reponiéndose. Repitió una y otra vez esa palabra excluyente.
Tu hijo se está muriendo. Era un goteo incesante que
horadaba la mente y nublaba el asfalto. No podía concebir que Gabriel fuera a
desaparecer de su vida. No así, para siempre. Se negaba a creerlo. Volvió a
pensar en el Covid. Los medios informaban que los jóvenes mostraban síntomas
leves y que en gran parte eran asintomáticos. Lo decían en todos los canales. Gabriel
es joven y fuerte, pensó, repetidamente, como un mantra, buscando un alivio que
al poco tiempo se transmutaba en angustia. Aceleró aún más el motor. ¿A cuánto
iba? ¿Ciento veinte? ¿Ciento cuarenta? No parecía ser suficiente.
La sola idea de ser detenido por un patrullero y
perder un tiempo valioso en la burocracia pueblerina le hizo retomar una
velocidad prudente. Se detuvo en un paraje oscuro, junto a una estación de
servicio que permanecía abierta. Utilizó el baño. Luego compró una gaseosa
expendida por una máquina. Se apoyó en la puerta del Volvo mientras un joven de
barba despoblada y sombra de sueño le llenaba el tanque; su barbijo salpicado
de aceite le colgaba de una oreja. Terminado el trámite del pago con tarjeta y
un billete de cien que despejó las lagañas del muchacho, se metió en el coche.
Sacó de la gaveta el sobre con la invitación. Hacía un par de años que Gabriel
se había casado. Cuando recibió aquel sobre tuvo la firme intención de viajar
para la boda, pero la sola idea de ver a Élida lo retrajo. Envió un telegrama a
la dirección en Catriel, pretextando un evento muy importante de la agencia
para esa fecha, y le pidió a su joven secretaria que enviara un regalo
apropiado. Luego se enteró de que su obsequio de bodas había sido una licuadora,
de tres velocidades, según aclaró la chica.
Una hora después entraba a la ciudad de Santa Rosa.
Cruzó unas pocas calles hasta toparse con el hotel del Automóvil Club. No le
importó que el restaurante del predio estuviera cerrado, su estómago también lo
estaba. Fue hasta la oficina para rentar una habitación. Pagó con la tarjeta
sin siquiera prestar atención al precio. Entró a su cuarto. El baño despedía un
tenue aroma a pino que debía sobrevivir de la limpieza de la mañana. Se lavó la
cara. No le bastó con eso y llenó la piletita para sumergir la cabeza en el
agua fría, varios segundos, aguantando la respiración, como si al incorporarse
pudiera despertar de un espantoso sueño en el baño de su departamento en Barrio
Norte, con todas las cosas en orden, la joven secretaria esperándolo en la
cama, Élida lejos, muy lejos, y Gabriel, también lejano, como siempre lo estuvo
por culpa de su madre, que lo apañó contra él. Acarició la esperanza de encontrarlo
algún día para tomar un café, charlar, reconciliarse, ¿y por qué no?, ser
amigos. Es lo que fantaseó al emerger la cabeza del agua. Pero la opresión que
se le había enquistado en el pecho diluía todo pensamiento mágico. Se sentó en
la cama y echó una mirada al cuarto. Un televisor colgado de la pared por un
soporte metálico, aire acondicionado, ventana con cortinas gruesas, una pequeña
heladera. Todo lo que en otro momento hubiera servido para su confort, pero que
ahora le producía un vacío muy cercano al miedo. Encendió el televisor para
distraerse un poco, necesitaba tomar distancia. No había canal que no informara
algún tema sobre el Covid. Su pulgar dejó de manipular el control ante la
imagen de una joven tirada en el piso de un hospital, fallecida por esa nueva y
cruel enfermedad. Se estremeció al pensar en que no importaba la juventud de
Gabriel. Sus veintiséis años podían no ser más que una defensa ilusoria contra
el Covid. Apagó el televisor. Apoyó la nuca en la almohada pero supo al
instante que no iba a pegar un ojo en toda la noche. Se incorporó, recogió el
bolso y salió del cuarto.
Nuevamente en la ruta. Su mente giraba a mil por hora.
Pensamientos contrapuestos, trágicas visiones, desenlaces fatales a los que
sólo oponía una ilusión efímera. La camioneta venía en dirección contraria y se
acercaba sin bajar las luces. Los focos lo encandilaron. Tuvo miedo de quedar
enceguecido y chocar contra ese bólido. La imagen de una luz blanca y
brillante. La pantalla de una tablet, sostenida por las manos temblorosas de
Élida, segundos interminables de un resplandor inhóspito y un sonido siseante,
como el de una serpiente a punto de atacar, hasta que aparecieron las imágenes en
color de la fiesta de cumpleaños. Un paneo abrupto de varios tíos y primos, de
su hermana Clara y el marido con una copa en mano, los padres de Élida
brindando a cámara. Un corte y enseguida Gabriel, con sus seis años a punto de
cumplir, la torta y las velitas encendidas, junto a una figura de Harry Potter
con galera negra. El canto de feliz cumpleaños acompasado por palmas, y el niño
que mira las velitas, inquieto, se diría que alerta, varias voces lo animan a
soplarlas, hasta que él mira a un costado y pregunta: ¿no viene papá? El gesto
de odio en Élida cuando corta el video para arrojarle la tablet al estómago.
“¡Tomá!”, le escupe. “¡Esto es lo que le hacés a tu hijo!”.
Las gomas derraparon y el coche terminó fuera del
camino, chocando contra unos arbustos. El golpe en la quijada contra el volante
lo aturdió. Pudo desabrochar el cinturón de seguridad e instintivamente buscó
la manija de la puerta, con mano torpe, desorientada. Trató de calmarse. Al
parecer no hubo daño, se dijo. ¿No lo hubo? Sin saber por qué recordó ese día. Élida
le había llevado unos dibujos que trazó esmeradamente con una regla T. Eran
ideas, bosquejos que imaginó sobre el diseño de esa casita planeada en el
country. Recordó el desdén con que la miraba, a ella y a esos papeles. ¿Acaso Élida
creía ser mejor que el arquitecto? Era uno de los mejores, y bien pago, por
cierto. Ella, que no había terminado su carrera en Arquitectura, cómo podía tener
alguna idea siquiera coherente. Seguí participando, se burló, y ella se encerró
en el dormitorio a llorar. Él siempre supo donde herir en lo profundo.
Cuando despertó aún estaba agarrado al volante, como
resistiendo en sueños la mano que tiraba de su brazo y que terminó haciéndolo
caer en el pasto. De inmediato una patada en las costillas lo despabiló. No
alcanzó a preguntar qué pasaba cuando recibió una trompada en la cara, mientras
otro de los hombres husmeaba dentro del coche. Los faros de la moto ennegrecían
aún más la oscuridad del campo; los movimientos de esos dos motoqueros eran rápidos
y dejaban a su paso una estela de sombras que no parecía propia de seres humanos,
más bien de figuras fantasmales, o para horror de su mente, aniñada por cientos
de viejas películas tenebrosas, demonios rurales que se alimentaban de los
muertos ofrendados a la ruta. Hasta que uno de ellos encontró la billetera
dentro de la guantera, y su grito de triunfo dio por terminada la batalla. Una
nueva patada fue la despedida. Y pronto el estruendo del motor alejándose.
Tardó en levantarse. Le dolía la cara. Supo que le sangraba el labio por el
gusto salado que le entintaba la lengua. Al sentarse frente al volante sintió
una punzada en un costado. Tanteó con los dedos una a una cada costilla bajo la
camisa, hasta que, a su entender, no había nada roto. El dolor era muscular.
Pensó que la había sacado barata, podían haberlo matado sin que su cadáver fuese
descubierto hasta después de varios días. Hizo un control de daños. Le habían
robado la billetera con todo su dinero más las tarjetas de débito y crédito.
También desapareció su celular. La cédula verde permanecía en el parasol, pero
no sería de gran utilidad frente a una requisitoria policial; su documento y el
registro de conductor estaban en la billetera. Supo que radicar la denuncia en
un destacamento significaría no poder seguir conduciendo hasta obtener los
permisos. Y también que cualquier detención en un control policial, sin
documentos que mostrar, haría que le secuestrasen el coche. Encendió el motor.
Logró zafar de los arbustos y retomar la ruta.
La doble línea amarilla en
el asfalto, esa prohibición de cambiar el carril en la proximidad de una curva
o pendiente, ejercía sobre él un efecto casi hipnótico. No podía despegar la
vista de la misma, como si necesitara de una barrera interna que lo previniera
de traspasar el límite hacia la locura. Aunque no siempre lo lograba. Por
momentos, en violentos pantallazos, revivía cada uno de los golpes que había
recibido, en consonancia con el dolor de los impactos en cada herida de su
cuerpo. Las imágenes empezaron a borronearse, ya no era los dos motoqueros que
lo agredieron, sino él mismo empujando con toda su bronca a Gabriel, quien, con
la fuerza de sus dieciocho años, devolvía cada empellón con más y más rabia,
espetándolo por haber insultado a su madre. El clima en la casa se volvía
insoportable. ¿Quién te creés que sos, mocoso de mierda, para enfrentarte a mí?
¡Soy tu padre! ¡Me debés respeto! A lo que el joven le retrucaba: ¡Y vos a
mamá! Suspiró de alivio cuando ese desagradecido y su madre se fueron para
siempre. Pero ahora estaba arrepentido. Quizás, si lo hubiera charlado con
Gabriel. Quizás, si hubiera hecho terapia como le pedía Élida. Quizás, si
hubiera pasado más tiempo en casa. Pero ya era tarde para eso. Gabriel lo había
empujado con los dientes apretados, y eso lo enfureció aún más. Ejerció una
fuerza inusitada para arremeter contra el joven, y demostrar que era él y no
otro el macho alfa en la familia. Su hijo cayó de espaldas y golpeó la nuca
contra el piso. Se asustó al verlo aturdido, pero no atinó a mover un músculo.
Gabriel se incorporó lentamente y se retiró con dolor en la mirada. Pensó en
llamarlo, en preguntarle si estaba bien, en decirle que lo lamentaba. Lo pensó,
solo eso.
Amanecía cuando vio el cartel de bienvenida a Río
Negro. Fue cuando cruzaba el puente sobre el río Colorado. Divisó a dos
policías custodiando el lugar. Rápidamente, recogió el barbijo caído en el piso
y se lo ajustó a la cara. Hacer la denuncia por el robo era su única opción,
poco creíble teniendo en cuenta que debió haberlo hecho en cualquier pueblo de
La Pampa. Sabía que le iban a requisar el coche hasta que estuvieran los
papeles, así que decidió no frenar. Iría despacio hasta que intentaran
detenerlo, y entonces oprimiría el acelerador a fondo. No le importaba que lo
siguieran, o que dieran la orden de captura a alguna patrulla. Estaba
obsesionado en no detener su marcha, no a esa escasa distancia que lo separaba
de Catriel, porque si su hijo estaba agonizando, como había dicho Élida, si
realmente eran sus últimos momentos de vida, necesitaba imperiosamente llegar a
tiempo para verlo, para estar con él, para apoyar la mano en su hombro, para
decirle tantas cosas que nunca le dijo, para buscar la manera de pedirle perdón.
Los uniformados no se molestaron en detenerlo, incluso uno de ellos levantó la
mano a modo de saludo, puede que aburrido. Pero él no se sintió afortunado. Pensó
que Dios, o lo que fuere que gobernaba el universo, le estaba allanando el
camino por alguna razón. Quizás, porque a Gabriel le quedaba poco tiempo.
Las manos húmedas pegadas a un volante que por
momentos parecía hervir. El sol reflejado en el vidrio delantero y unos lentes
oscuros que nunca aparecieron, por falta de voluntad para buscarlos. Fue
devorando esa veintena de kilómetros a una velocidad que ni siquiera podía descifrar,
con la mente en blanco, suspendida. Poco antes de alcanzar las edificaciones
suburbanas de Catriel, detuvo la marcha y estacionó a un costado del camino,
como si recién entonces tomara conciencia de que no tenía idea de lo que iba a
hacer. La ráfaga de un camión circulando por la ruta hizo vibrar la estructura
liviana del Volvo, luego dos coches más. Hablar con Élida, pensó. Debería
hacerlo desde algún locutorio, si es que había uno en aquella ciudad. ¿Hablar?
¿Preguntar por el estado de Gabriel? ¿Pedirle desesperadamente que le diga
dónde está internado? Ya imaginaba la respuesta: ¡Ahora te preocupás por él,
ahora que se está muriendo! Recreaba cada tono, cada reproche de ella. Su furia
contenida por años. Ella nunca le perdonaría aquella última noche, antes de que
Gabriel y ella misma se marcharan para siempre, la forma en que le gritó, lo
llamó vago de mierda, inservible, bolsa de papas, y todo por no estudiar lo que
él hubiera deseado, ni de unirse a la agencia para trabajar con él, por perder
la vida tocando su guitarra en la calle, por empeñarse en ser un don nadie, un fracasado,
una vergüenza para el perfil de su padre.
La lata abierta de gaseosa, ya sin gas, tenía gusto a
jarabe amargo. Abrió la guantera y tomó el sobre. Deseó que siguiera siendo el
domicilio de Gabriel. El Volvo se adentró por una calle hasta llegar a lo que parecía
ser el centro de la ciudad. La plaza, los árboles, las casas linderas, la zona
comercial. Detuvo la marcha junto a la oficina de turismo, sin soltar el sobre.
Una amable asesora le midió la temperatura con un aparatito y le roció alcohol
en las manos, para luego lo orientarlo hacia uno de los barrios. Fue un breve
trecho por distintas callejuelas, hasta frenar abruptamente frente a una
casita. Pequeña, muy sobria, de tejas rojas algo descoloridas. Respiró
profundo, varias veces. El cuerpo le temblaba. Pensó en Gabriel y se le anudó
la garganta. Esperó unos minutos hasta rehacerse, bajó del coche. Se ajustó el
barbijo y caminó hasta la puerta de la casa, con el sobre pegado en la mano,
como un amuleto que lo protegería de la más aberrante de las evidencias. No
había timbre. Le tomó algunos segundos animarse a golpear, suavemente, casi pidiendo
permiso. El tiempo que siguió fue una eternidad. El estómago se le contrajo
presagiando la tragedia. Tuvo miedo de encontrarse frente a Élida. Tuvo miedo
de sus palabras. Su gesto crispado y su sonrisa amarga, diciéndole que llegaba
tarde, que no le alcanzaron las bolas para despedirse de su hijo. Escuchó pasos
detrás de la puerta. Sin saber por qué elevó la mano que estrujaba el sobre, y
tardó varios segundos en volverla a su lugar. El ruido de la llave fue un
sacudón, casi deseó que la puerta no se abriera nunca, tener todo el tiempo del
mundo para escapar del lugar, pese a que hubiera sido imposible, las piernas no
parecían responderle, eran dos estacas de madera que guarecían su sangre
congelada. Cuando vio a la chica se sintió confuso. Era agradable. Sugería lindas
facciones alrededor del fino barbijo rosa. Una mirada calma. Su delgadez, envuelta
en ropa holgada, hacían evidente un embarazo propio de los últimos meses.
Al principio
un silencio incómodo por parte de ambos. El carraspeó, tuvo la sensación de que
había equivocado la casa. Se disculpó y volvió a mirar la dirección en el
sobre.
-Es usted,
¿verdad? –adivinó ella-. El papá de Gabriel.
Se imaginó a
sí mismo, con sombra de barba y la fatiga sudándole en la cara. Asintió, dubitativo.
Su respiración se hizo agitada, temió preguntar. No fue necesario.
-Lo siento
mucho -dijo ella, con los ojos húmedos.
El tardó unos
segundos en entender. Sus piernas se doblegaron y cayó de rodillas al piso. La
joven se inclinó a socorrerlo, asustada-. ¡Vení! –gritó, hacia el interior del
living.
Cuando él vio
la mano fuerte que asía su brazo, y el gesto preocupado de Gabriel, sintió que
no quería pararse, sino permanecer así, sostenido por esa ilusión que parecía
ser su hijo, negándose a despertar.
-Vamos, papá,
te ayudo.
Se dejó
incorporar, sin fuerzas para oponerse. Su cuerpo había envejecido en ese viaje.
-Gabriel…
-fue lo único que pudo articular.
-¿Cómo te
enteraste? –se intrigó el muchacho-. Iba a llamar para decírtelo, pero no hubo
tiempo. Vos sabés, los trámites te vuelven loco. Hace cuatro días que murió, el
lunes, y recién ayer la enterraron.
-¿Enterraron?
–Sacudió la cabeza, confuso-. ¿A quién?
Gabriel y la
chica se miraron.
-¿Cómo a
quién? Por eso viniste, ¿no? A mamá.
Fue como caer
desde un precipicio, impactar el cuerpo contra un fondo de rocas. Fue estallar
en pedazos que nunca volverían a unirse.
-¿De… de qué
estás hablando, Gabriel? –reaccionó-. ¿Cómo que murió? Élida no… es imposible.
Gabriel dudó
antes de dar detalles que podrían ser muy dolorosos. Ella intervino.
-Tuvo un
accidente… doméstico. Cayó de la escalera mientras limpiaba los ventanales. No
sufrió nada. La muerte fue instantánea, es lo que nos dijeron en el hospital.
Intentó dar
un paso a ciegas, pero las piernas seguían sin responderle. Lo ayudaron a
entrar y sentarse en un sillón.
-Le traigo
agua –dijo la chica.
A Gabriel no
se le ocurrió otra cosa que frotarle la espalda. Lo invadía un extraño
sentimiento, de querer acercarse y no querer hacerlo.
-¿Estás mejor,
papá? Si te sentís mal llamo a la ambulancia.
-No, no. Pasa
que… Lo que decís es imposible. -Sintió que se ahogaba y se desprendió el
barbijo-. Tu madre me llamó ayer, a la tarde.
El muchacho
meneó la cabeza.
-Estás
confundido.
-Te digo que
sí. Reconocí su número en mi celular, y su voz. Era ella. Ayer, creo.
-Ayer la
enterramos, papá. Y su celular lo tengo desde el accidente. Está sin batería.
No salió ningún llamado de ahí.
Miró con
cierta pena a su padre, ese hombre al que una vez tanto temió. Ahora,
impensadamente, lo veía sufrir. La boca entreabierta, carente de palabras. Los
ojos llorosos, enrojecidos. ¿Será posible?, pensó. ¿Será posible que en verdad,
de alguna manera, haya guardado algo de amor por mamá?
Al otro día, una mañana ventosa de diciembre, siguió con su hijo el caminito de grava que
habría de llevarlos a la tumba de Élida. Un modesto rectángulo de tierra y una
placa provisoria con su nombre. Sólo llegaron ellos, ya que no eran permitidas más de dos
personas por visita debido a las restricciones de la pandemia. Sendos ramos de
flores. El primero en acercarse a la placa fue Gabriel. Colocó las flores
dentro de una canaleta apenas húmeda y se deshizo del barbijo. Murmuró unas
palabras apagadas por el viento. No fueron muchas, como si en los últimos días
las hubiese pronunciado todas. Muy sentido, pronto se retiró para dejar lugar a
su padre. Éste se acercó para depositar su ramo. En un principio no se atrevió
a mirar la placa. Pensó en retirarse ya cumplido su homenaje, pero supo que era
el momento de decirlo todo. No habría otra oportunidad. Y apoyó una rodilla
sobre el césped. La vista del nombre de Élida y las fechas de ambos vértices de
su vida le trajo el recuerdo de la fiesta de casamiento. La juventud de ella,
su belleza. El vals de los novios y la torpeza de él con los pasos descosidos.
La risa de Élida. La gota de vino tinto sobre su vestido blanco, derramada por
el primo pasado de copas. Y de nuevo su risa. ¿Cuándo dejaste de reír, Élida?,
pensó. ¿Cuándo te llené de amargura? Quizás fue Gabriel el que nos separó. Pero
no por su culpa ni la tuya, sino la mía. Fui egoísta, bien que lo sé. Fui en
extremo exigente con él. Y tu odio hacia mí no fue más que el reflejo de mi
desprecio, mi frustración por aquel a quien yo debí amar con toda mi fuerza, en
lugar de juzgarlo. Ahora entiendo tu amor doliente de madre.
No dijo una
sola palabra frente a la tumba. Lo que en verdad deseaba era mostrarle a ella
lo mucho que había cambiado en esas pocas horas. No habría de preguntarse cómo
llegó la voz de ella a su teléfono, decidió considerarlo el principio de un
milagro. Habló largas horas con Gabriel la noche anterior, como nunca antes lo había hecho. Supo
que manejaba un taxi y que tocaba con su grupo en casamientos, cumpleaños y
bautismos. Y hasta en algunas fiestas municipales. Es lo que quería mostrarle a
ella, que ahora estaba orgulloso de su hijo, que respetaba su propio camino,
que le había pedido perdón y él fue capaz de comprenderlo. “Empezamos para la
mierda, viejo”, le dijo Gabriel. “Pero ahora vamos para adelante”. Eso le dijo.
Y ahora estaba feliz por recuperar a ese hijo al que recién empezaba a conocer,
y sabía que ya nunca iba a alejarse de él, ni de su futuro nieto. No dijo una
sola palabra. Sólo quería eso, mostrarle a ella.
Eduardo Goldman