Atrincherado tras un árbol observé el campo de batalla. La lluvia de la noche anterior había cubierto el suelo con innumerables charcos de agua sucia, y supe que sólo un milagro me permitiría cruzar a salvo hasta mi objetivo. Mi cuerpo era un cable de alta tensión. “Esta guerra acabará con mis nervios”, pensé.
Alguien llegó y se puso a mi lado. Otro
soldado desconocido. Al menos yo no lo conocía, pero por su cara de angustia
sin duda pertenecía a mí mismo regimiento. Era joven, un soldado bisoño,
inexperto. “Están mandando cualquier cosa al frente”. Me pregunté si alguno de
los dos caería en esta misión, y rogué al cielo que en ese caso el
desafortunado fuera él; y me sentí culpable, asesino. Pero me tranquilizó
pensar que seguramente él rogaba al cielo que cayera yo.
El tránsito empezó a ceder. Advertí que
llegaba el momento. Miré a mi camarada de armas y sentí que nos entendíamos
como se entienden los hombres en un momento decisivo, sin pronunciar palabra,
dándonos mutuo valor con la mirada. Él se ajustó la campera y empuñó su
paraguas. Yo me soné la nariz. Una ola de confianza invadió mi espíritu. Sentí
que podíamos hacerlo, tenía fe en nuestra causa, estaba seguro de que
lograríamos cruzar la avenida sin que esos malditos autos nos enchastraran la
ropa con el agua sucia del asfalto. Y a pesar de que el semáforo no andaba, nos
lanzamos al ataque, corriendo como ñandúes hacia la vereda de enfrente. Nunca
me las di de héroe, pero respetando un código no escrito, yo, por ser veterano,
iba adelante comandando la ofensiva, buscando claros, marcando el camino. El
contraataque enemigo no se hizo esperar. Empezó con un Fitito que pasó a toda
velocidad sobre un charco y a duras penas pudimos esquivar las salpicaduras.
Miré hacia atrás para ver si mi recluta estaba bien. Me hizo un guiño. Sentí
que confiaba en mi experiencia, y me sentí responsable por él. Tenía que
llevarlo a salvo hasta la otra vereda.
Seguimos avanzando hasta copar la mitad de
la avenida. Nuestro empuje duró muy poco. El enemigo logró detenernos con
tránsito graneado. Las salpicaduras disparadas a quemarropa silbaban cerca
nuestro y pensé que ahí acabaría todo. Sin embargo, esta vez la suerte estaba
con nosotros; un Ford chocó contra un colectivo de la línea 60 y pude
aprovechar el claro. “Sígueme”, ordené a mi subordinado, y empezamos a
atravesar las líneas enemigas, avanzando en zigzag para evitar que una combi
afinara puntería con sus ráfagas de barro. Vislumbré la otra vereda, tan cerca
que recobré las esperanzas, y sólo pensé en llegar. La desesperación me hizo
correr descuidando mi flanco. Ya casi estábamos, ya casi… De pronto, algo me
congeló la sangre. Un camión cisterna de YPF pasaba frente a mí disparando una
poderosa andanada de agua sucia. Me zambullí hacia un costado, esquivándola.
Entonces escuché el grito desgarrador y supe que mi compañero no había tenido
la misma suerte. Quedé paralizado, el cuerpo me temblaba. Giré lentamente la
cabeza. Vi su jean y sus botitas beiges bañados en barro. No quise ver más y
corrí, corrí aterrado, corrí hasta que me dolieron los pies. Me avergüenza
admitir que en ese momento sólo pensé en salvarme.
Por fin, de un salto llegué a la vereda.
El corazón se me salía por la boca, y luego volvía a entrar. Una vez más había
alcanzado el objetivo. Sin embargo, la amargura me envolvió al recordar a mis
compañeros caídos. Miré el campo de batalla que quedaba atrás. Una anciana
cruzaba con su caniche y era empapada por una moto. “Maldita guerra, ni a los
civiles respeta”. Seguí mi camino, silbando una melodía triste.
En la siguiente esquina me esperaba otra
batalla.