CAPÍTULO 1
El pájaro
mecánico se eleva indiferente al celo de las palomas.
Desde una de
las múltiples pantallas arracimadas en la sede policial de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, la sub oficial Sonia García custodia con atención flotante el
circuito del dron sobre un área populosa de Villa Lugano. Grandes complejos de
viviendas sociales, unas pocas plazas, movimiento de tránsito, colectivos, pre
metro, hormigueo de gente. García detiene la cámara sobre un descampado. Una
modesta aglomeración de personas perimetrea el área restringida por una
producción cinematográfica. “O de la televisión”, especula ella con interés
adolescente. ¿Trabajará Joaquín Vicuña? Su actor favorito, a quien le
prometería cualquier cosa con tal de que la lleve en brazos hasta su cama. O al
menos a un baño público, tal como fantaseó más de una vez, sentado él sobre el
inodoro y ella encima de su bragueta.
A centímetros
de la febril mirada de García, otra pantalla exhibe una escena de nulo interés
para la fuerza policíaca. Un hombre joven, de campera azul, entra a un bar de
la zona comercial, más precisamente de la avenida Escalada. Nadie podría
sospechar que ese acto tan simple y cotidiano en una calle de Buenos Aires,
sería el inicio de una historia de horror.
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La cucharita
no deja de revolver la espuma cremosa que rebalsa su café. Adrián despega la
mirada del pocillo y la pasea por un ventanal salpicado de polvo que da a la
calle. Se masajea desanudando tensiones en cada pequeño músculo del cuello.
Saca una carta documento del bolsillo de su campera. La desdobla y empieza a
leer por milésima vez, meneando la mirada. A mitad del texto hace un bollo de
papel. Fue Octavio, piensa. Fue él. ¡El muy hijo de puta! Esa última palabra,
puta, se le ha escapado del pensamiento para ser pronunciada en voz alta, como
un desafío, atrayendo la atención de un hombre de saco negro sentado en la mesa
contigua. El mozo también la escuchó, mientras servía gaseosas a una pareja de
jóvenes, pero se hizo el sordo. Adrián entrecierra los ojos, la confusión y el
dolor le avasallan el gesto. Octavio era un amigo, de años, se recibieron
juntos en la Facultad de Derecho, y juntos consiguieron trabajo en ese estudio
jurídico, uno de los más prestigiosos de la ciudad. No podía creer lo que le
dijo Melina, la recepcionista, que Octavio lo había traicionado, que lo culpó
ante el director de un error garrafal que él mismo había cometido, que el
estudio había perdido a ese importante cliente por culpa… ¿mía? ¿Qué decís, Meli? ¿Por culpa mía? Pero si fui justamente yo quien
le aconsejó a Octavio cambiar de estrategia, armar un alegato más sólido, más
complicado, sí, pero también más efectivo… Al principio, Adrián se había
negado a creerlo, pero esa carta documento era el testimonio de que Melina no
mentía. Octavio se cagó en la amistad, no le importó dejarlo en la calle, y a
pocos días del aniversario, un año ya de la noche más triste de su vida. Evocar
la sonrisa de quien creyó su amigo lo encharca en imágenes violentas. Su
respiración agitada reclama venganza. Aprieta los labios. Su mano cobra vida
propia y barre con furia el pocillo de la mesa, vertiendo en el piso un riacho
amarronado del que aún se desprende un vaho con olor a café.
Desde la caja
registradora parte el grito de sorpresa que culmina en una mirada torva de
alguien en mangas de camisa, un hombre musculoso y de bigote poblado que cruza
la barra y se acerca a Adrián, para increparlo.
-¿Qué
hiciste, loco de mierda?
Adrián se
incorpora, turbado, observa las gotitas de café sobre su propio pantalón
-Perdón… Fue
un accidente -intenta disculparse. Y se agacha para recoger los pedazos
dispersos del pocillo.
-¡Accidente
las pelotas! ¡Te estuve mirando todo el tiempo, boludo! ¡Estoy harto de
drogones como vos!
El hombre de
saco negro bebe un sorbo de té y permanece atento a la reacción de Adrián,
quien, aún confuso, se endereza como por un resorte, sosteniendo un trozo del
pocillo entre sus dedos.
-Mire… yo no
soy ningún drogón –se defiende, mordiéndose el labio para sofocar un incómodo
temblor, al tiempo que deja el trozo desgarrado sobre la mesa. Aun retumba en
sus vísceras la voz amenazante del cajero, y el miedo le facilita una solución
rápida-. Le voy a pagar por lo que rompí- ofrece.
Extrae su
billetera del pantalón para acercarle un billete de mil. El cajero se lo saca
de la mano, aun ofuscado.
-¡Y ahora
andate! ¡No vuelvas más por acá!
Adrián gira
como para irse, apesadumbrado, pero se arrepiente y decide encararlo.
-Escuche…
-Intenta ser firme, su orgullo está en juego-. Quiero ser claro en esto. No soy
ningún drogón. –Vuelve a sacar la billetera y de la misma una tarjetita
blanca-. Soy abogado. Tenga. –Y deja la tarjeta sobre la mesa-. Por el carácter
que tiene seguro la va a necesitar.
Y se va, con
la desagradable sensación de saberse observado desde cada una de las mesas del
bar. Ya en la puerta, escucha la humillante recomendación del cajero: “¡Andá a
cagar!”.
Y sigue su
camino.
Mientras el
mozo agrupa más trocitos del pocillo pasando un trapo al estropicio de café, el
hombre de saco negro toma la tarjeta que aún sobrevive en la mesa de al lado.
Le echa una ojeada a través de sus gruesos lentes: Adrián C. Pelaso, abogado,
matrícula…
“Es la
señal”, murmura. Paga y sale rápidamente del bar.