El zapato de la mujer se introduce azarosamente en el charco vertido por la lluvia de la tarde, provocando un diminuto oleaje que anega buena parte de las baldosas rotas. Nadie, sino Tiberio, observa el reflejo lunar quebrándose en el agua oscura. De a poco, va elevando la mirada hacia cada huella dejada por los pasos de la desconocida. Una prostituta, piensa, por la pollera corta y sensual que la viste, como una telaraña que atrae al cliente para desplumarlo en el cuarto de un hotel con olor a insecticida. Bien que lo sabe.
Tiberio oprime contra su abdomen el
portafolio de plástico donde transporta papeles de la empresa, que en la mañana
deberá entregar al Ministerio. La noche fresca y el cielo en parte despejado lo
invitan a caminar, sin apuro por deshacer la corta distancia que lo separa del
PH donde vive con su madre. Y lo hace, sin saber por qué, detrás de la mujer
misteriosa. O sí lo sabe, aunque se niega a pensar en ello. Es una calle
solitaria debido a que esa hora sólo deambulan los ladrones, los asesinos, los
violadores. Le da gracia esta última ocurrencia, y encuentra divertido el juego
mental de preguntarse qué pasaría si le diera por alcanzar a esa puta descarada
y violarla en algún callejón oscuro, si es que tuviera uno a mano. Pronto se da
cuenta de que sus propios pasos empiezan a sonar más presurosos que los de esa
mujer, cuyo taconeo resuena sobre la vereda como si fuese hueca.
Ella gira apenas la cabeza para mirar por el
rabillo del ojo, alarmada por lo que intuye un peligro en ciernes. Maldice el
momento en que decidió internarse en esa calle oscura y apresura el paso.
Tiberio acepta el desafío. Una presa que huye despierta al depredador que hay
dentro de uno, recuerda haber leído en National Geographic. Y el juego mental, o la fantasía erótica
de violar a esa prostituta se convierte en algo mucho más excitante. La idea de
estrangularla mientras roza su pene inflamado sobre esa pollera corta y
lujuriosa le coloniza el deseo.
Súbitamente, sin aviso, la mujer se larga a
correr tras un taxi que no se detiene. Queda mirando las luces del vehículo
alejándose a velocidad, y advierte que la figura obesa de Tiberio se detiene a
su lado, jadeando, el gesto desencajado. Ella retrocede con paso torpe y
resbala para caer de espaldas sobre el asfalto. Levanta la cabeza con gesto
suplicante.
-¿Qué quiere? –gime.
Sorpresivamente vuelve a llover. El aguacero
se cuela por la escasa cabellera de Tiberio, y eso parece volverlo en sí. O
quizás no sea la lluvia sino el pánico que le despierta el propio miedo de la mujer.
Ni en su fantasía más salvaje se le ocurrió que podía verle el rostro a su
potencial víctima. Y eso lo desarma.
Su mano intenta abarcar todo lo largo de su
minúsculo pene, frotándolo con la misma energía que podría llevarle el pedaleo
en una bicicleta de carrera. Su mente inerva las manos que, obedientes, aprietan con
fuerza el cuello de la mujer de pollera corta. Goza con el estertor de ese
cuerpo que se rinde, ahogándose, moribundo, y finalmente inerte. En nada
influye la incómoda realidad de esa mujer que, ante la turbación de él, su
parálisis, su balbuceo absurdo, se incorporó del empedrado con la pollera
húmeda y se marchó a las puteadas, sin siquiera mirarlo.
Tiberio alcanza el éxtasis contemplando un
hilo de baba que cuelga de la boca de su víctima imaginaria, y manifiesta un
leve quejido acompañado de una respiración profunda que lo va relajando.
Muy cerca, desde la ventana de un segundo
piso, un gato lo observa indiferente.