El diputado Matienzo entra a su departamento y la respiración se le hace bruscamente más pesada. Hay algo en la oscuridad del living, una difusa amenaza, indefinible, inexplicable, que nunca antes había experimentado al momento de tantear la rugosa pintura de la pared en busca del interruptor.
Enciende la luz disipando tinieblas, barre con la
mirada la amplia geografía del living. Todo normal. Excepto por un hombre de
finísimo traje gris que desde la comodidad del sofá le apunta con un arma. “Buenas
noches, diputado”, saluda el intruso, “cierre la puerta y pase, con cuidado,
movimientos lentos, no sabe lo nervioso que me pone la velocidad”.
Matienzo no sabe si reír o indignarse, o ambas cosas
a la vez. ¿Qué es esto?, piensa. Achina los ojos para enfocar a ese tipo que,
apenas puede creerlo, se trata del mismísimo Joaquín Breda, ministro del
interior. “Como broma es bastante siniestra, ministro, y si me permite, de
pésimo gusto, ¿qué hace en mi departamento?, ¿cómo entró?”.
Como respuesta, Breda orienta el caño de la pistola
hacia uno de los sillones. El diputado resopla con impaciencia, aunque
tranquilo, no le pasa por la cabeza que el ministro tenga intenciones de
apretar el gatillo. Se sienta cruzándose de piernas. ”Y bien, Breda, ¿va a
decirme a qué mierda vino?”.
Un breve silencio antes de responder refuerza el
dramatismo de las palabras. “A matarlo”, dice, con suavidad, casi cortésmente.
Luego de un instante de lógica zozobra, el diputado opta por tomárselo a broma,
una estúpida broma. “Así que a matarme”, y ríe sin ganas, como para seguirle el
juego. “Y si no es indiscreción, ¿se puede saber por qué?”.
“Nada personal. Es sólo que sus críticas en el
Parlamento me tienen harto, qué digo harto, enfermo es la palabra. Sus ideas
extremistas son el cáncer de este país, Matienzo”.
“¿Y ese revólver vendría a ser la cura?”.
“La verdadera cura es una ametralladora, para acabar
con todos los que piensan como usted. Pero se empieza por algo, ¿no?”.
El diputado se pregunta si el arma estará realmente
cargada, o se trata solo de la verosimilitud de un juguete. Sabe que el
ministro es dado a los golpes de efecto y se pregunta en qué momento guardará
el arma, muy feliz de haberlo asustado, y de haber transmitido con tanta
vehemencia que sería mejor cambiar las ideas antes de que todo ese juego
pudiera volverse realidad.
Tranquilizado por sus propias especulaciones, el
diputado decide no dejarse humillar. “Está usted traicionando los viejos
ideales de su partido, ministro”, lo desafía.
A Breda le encanta ver a la presa luchar en el fondo
de la trampa, lo hace sentir en dominio. “¿De veras?”, responde con una media
sonrisa, “¿y cuáles serían esos ideales?”.
El diputado descruza las piernas y apoya las manos
sobre sus rodillas, mientras lo pulsa con la mirada. “Los que definen a este
país como un lugar para todos. ¿Recuerda lo que dijo el prócer cuya memoria
ustedes tanto veneran? En esta tierra
conviven culturas que representan a todas las etnias, todas las religiones e
ideas políticas. Eliminar a cualquiera de ellas, es acabar con la existencia
misma del país. Eso dijo, para luego resumirlo en una sola frase: Somos uno”.
El ministro tuerce la boca. No esperaba ser refutado
tan vilmente, con las palabras históricas de un prócer a quien nadie osaría
discutir. “Es obvio que lo sacaron de contexto”, se defiende.
Matienzo se agiganta frente a la perturbación del
otro y decide ser más incisivo. “¿Sabe lo que sucede con ustedes, Breda?, no
saben compartir el poder, lo llevan en sus genes, avanzan como tiburones sobre
los demás, sabiendo que no pueden detenerse porque si lo hicieran, se ahogarían
entre la mesura y la transparencia”.
“Linda metáfora”, es lo único que se le antoja decir
el ministro, mira su reloj. Se incorpora tranquilamente para acercarse a una
pequeña biblioteca. Desparrama varios libros sobre la alfombra, seguidamente
hace lo mismo con un jarrón, y una mesita ratona cuyo vidrio central se rompe
en varios pedazos. Matienzo lo mira atónito. “¿Qué hace?”, reacciona,
incorporándose, no para enfrentarlo sino para tratar de entender.
Breda lo encara con el caño de su arma, y una sonrisa
que trasluce su locura calculada. “Debo hacer pasar esto por un robo”, dice,
como quien comenta que está por llover. Y es el preciso momento en que Matienzo
advierte que le quedan pocos segundos de vida. “No puede estar hablando en
serio”, balbucea, y su irreflexivo paso atrás es abortado por el borde del
sillón. “No lo haga, Breda. No somos enemigos. Recuerde que… somos… uno”.
Al estampido le sigue la mirada horrorizada de
Matienzo dirigida a su propio estómago. La mano intenta contener el chorro de
sangre, sus piernas son dos pilares endebles que ceden hasta hacerlo caer de
rodillas.
El ministro observa con distante curiosidad las
manos vacías de Matienzo, que resbalan sobre la alfombra hasta el desmorone
final de su cuerpo. En su mente, reverbera la última frase pronunciada por su
enemigo. “Somos uno, somos uno”. Le fastidia esa repetición obsesiva y se
pregunta por qué diablos no puede dejar de pensar en eso. “Somos uno, somos
uno”. Percibe con extrañeza la humedad caliente que recorre su entrepierna.
Siente una punzada en el estómago, la sangre brota. Es entonces que comprende,
aunque demasiado tarde. La muerte llega poco antes de su derrumbe junto al
cuerpo de Matienzo.
Eduardo Goldman
No hay comentarios:
Publicar un comentario