La joven entrecruza las piernas dejando
a la vista una buena parte de sus muslos, la espalda erguida, una leve
inclinación como para que el bulto de sus pechos bajo la remera no fuera
inadvertido por los ojos del profesor. La excusa para haber llegado hasta su
casa era más que perfecta. Él mismo había ofrecido a sus alumnos del curso de
Filosofía que no dudaran en acercarse si tuvieran alguna duda acerca de la
materia.
¿Cuál
es tu duda?, pregunta él, sentándose frente a la chica. El living es acogedor y
ella siente que es el lugar perfecto para continuar con el excitante plan de
seducción. Se muerde la punta de los cabellos antes de responder. Bueno, nada
entendí, eso de, soy porque no soy, no lo entendí. Sin embargo lo expliqué muy
bien, repone él. Ella se encoge de hombros. Debo ser algo tonta. Él sonríe.
¿Una cerveza?, invita. Ella asiente con la cabeza, su sonrisa es de una
impudicia triunfal. Imagina que la cerveza es el prefacio de una conquista memorable.
No ve la hora de contarle a su mejor amiga que tiene al profesor rendido a sus
pies.
Él se incorpora y va hacia una pequeña
heladera, junto a una barra. Saca dos porrones. Ella calcula que no debe
hacerse demasiado evidente, y llena de palabras un silencio que amenaza con desnudar
intenciones. No entiendo eso que explicaste en la clase, que uno es por lo que
no es, más que por lo que es, no entendí nada. El profesor regresa con las
botellitas. ¿Y por qué no me lo preguntaste en clase? La chica vuelve a
encogerse de hombros. No sé, no quería que los boludos de mis compañeros me
trataran de tarada. Entiendo, dice él mientras le alcanza un porrón.
Beben. Él dirige la mirada al techo y
entuba los labios, buscando un inicio apropiado a su alocución. Ella simula
leer alguna cosa en su botella, y cada tanto lo espía por el rabillo del ojo.
El primer ejemplo que di en clase es que no existiría la luz de no haber
oscuridad, arranca el profesor, al menos el concepto de luz, quizás ni siquiera
la palabra luz, ya que todo sería claridad y no habría un estado distinto con que
diferenciarla, ¿me explico?
¡Ah!, exclama ella, como volviendo de
Nebraska.
Voy a tratar de ser más claro, tu
hermosa cabecita está recubierta de un ensortijado cabello rubio. A ella le encanta lo de “hermosa cabecita”.
Podemos decir que sos rubia, pero, ¿qué pasaría si todo el mundo fuera rubio?,
todos, hombres y mujeres, en todo lugar, todos rubios, entonces nadie mencionaría
la palabra “rubio”, simplemente diría cabello, porque no habría ninguna persona
de pelo morocho como para precisar otra descripción, ¿entendés ahora?, sólo
existe el concepto de rubio como oposición al morocho.
O al pelirrojo.
Claro. A ver, dame un ejemplo para saber
si entendiste.
Pero ella no quiere hablar, no sólo
porque aún no lo tiene demasiado claro, sino porque le encanta ver cómo se
mueve sensualmente el bigote con cada palabra de su profesor, en especial
cuando pronuncia la “p”. Bueno, y carraspea, no sé, me cuesta pensar en otro
ejemplo, los que vos diste son tan, inteligentes.
Ya que me elogiás te doy otro, bromea
él, halagado. La bondad, sólo puede ser definida al existir su oponente, la
maldad, imaginate un mundo donde todos fueran buenos, entonces la palabra bondad
perdería el sentido elevado que le otorgamos, para ser una de tantas
características orgánicas como la digestión o el aliento.
Las palabras meticulosas, asépticas del
profesor, son puro fuego de artificio. Sus dilatadas pupilas exhiben el deslumbre
por la juventud vibrante de la chica, tan fresca y llena de vida. Brindemos por
la fealdad, propone, elevando su botella.
¿La fealdad?, se intriga ella, arqueando
una ceja, que refleja como espejo su sonrisa invertida.
De no existir la fealdad, no podría
hablarse de tu belleza.
La risa deliberada de la chica revela
que su juego se encamina a un escenario de dominio erotizado. Se recuesta sobre
el diván, como si fuera lo más natural del mundo, y entreabre la boca invitando
a más bocas, o a una sola, apabullante boca, dueña del saber de lo que es
porque no es, señora del conocimiento que se traduce en poderío. Hasta que,
como el mazazo de un herrero, una mano invisible le presiona la garganta. En
sus ojos la llama serpentea hasta apagarse por una ráfaga de desconcierto. Lo
mira buscando ayuda, él solo la observa mientras bebe. A la chica le quedan
fuerzas para intuir.
Mi… cerveza… ¿Le… pusiste algo?
Sí, claro, responde él, como quien
informa que está nublado.
Es lo último que escucha la joven antes
de su derrumbe sobre la alfombra. Él se termina la botella y mira con
curiosidad el zapato vacío que ha quedado sobre el diván. Me alegra que hayas
entendido, sentencia, desplegando un impensado elogio sobre ese cuerpo inerte.
Nada se define a sí mismo sino por su opuesto. Toma una bocana de aire y la va
soltando de a poco. Mira el rostro de la joven, que adquiere un tono violáceo.
Gracias por hacerme sentir vivo, le dice.
Eduardo Goldman
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