Es casi una regla general que las cosas no
sean como uno previamente las imagina. Incluso, que resulten ser exactamente lo
opuesto. Por eso no me sorprendió descubrir que ese extraño negocio anidara muy
lejos de un callejón oscuro en los suburbios, indemne a la mirada curiosa de
algún policía dispuesto a transar con lo prohibido. De hecho, parecía un
comercio respetable, de esos que se agolpan en la avenida Cabildo, en el barrio
de Belgrano. Entre zapaterías y locales de ropa interior femenina, el discreto
cartel de “Agonías” insinuaba una inocente venta de perfumes exóticos, o a lo
sumo un festival de biyuterí. Pero yo sabía muy bien de qué se trataba.
Admito que ni bien traspuse la puerta empecé
a desconfiar de la cordura de mi amigo, y a creer que su entusiasta recomendación
no era más que un delirio abonado en su lecho de muerte. El tipo tras el
mostrador se veía muy lejos de ser el sicario que me describió. Más bien, se
asemejaba al viejito que atendía el kiosco frente a la casa donde nací.
-¿En qué puedo ayudarlo? –fue lo primero que
dijo, con un tono tan cálido que estuve a punto de retirarme, convencido de que
había equivocado la dirección-. Sí, es aquí –agregó, con una sonrisa amable y,
a mi parecer, misteriosa.
Eché un vistazo a la gran cantidad de
frasquitos multicolores ordenados en los estantes. Había un olor dulzón en el
ambiente, algo pegajoso para mi gusto. “Es nomás una puta perfumería”, pensé.
-¿Lo dice por los frasquitos? –pareció
divertirse el viejo.
Sonreí, ¿qué otra cosa podía hacer?
-Me adivinó el pensamiento –dije.
-Es que usted piensa en voz alta, aunque no
hable.
Siempre odié ese tipo de frases que parecen
extraídas de alguna filosofía oriental, pero que en el fondo no significan una
mierda.
-Mire… –rezongué, con la paciencia en cero-.
Es obvio que mi amigo me dio la dirección equivocada. Así que…
-Ah, su amigo –me interrumpió-. Lo recuerdo.
Un abogado que usa bisoñé, ¿verdad?
Debí haber bizqueado por algunos segundos,
porque su imagen se me hizo oblicua. Sacudí la cabeza para enderezar el mundo.
-Sí, mi amigo Tomás –atiné a decir-. Pero…
¿cómo lo supo?
El viejo lanzó una risita.
-Habilidades que uno tiene, y un poco de
suerte. A propósito, ¿le fue bien? Digo, a su amigo.
-Murió
ayer, de fiebre tifoidea.
-Me alegro por él. Muy buen cliente.
Sentí la necesidad de acercarme para hablar
en confidencia, como si no me percatara de que estábamos solos.
-Él me dijo que usted vende muertes.
El viejo pareció ofendido, negó con la
cabeza.
-¿Muertes? No, claro que no. La muerte es
algo salvaje y primitivo. La consigue con un tiro en la cabeza, o tirándose
bajo el un tren. Mi especialidad es más bien artesanal, le diría, artística. Lo
que yo vendo son agonías.
La palabra “agonía” en su boca me provocó una
inquietud cercana al vértigo, no por su promesa de un sufrimiento atroz, sino
por la enorme atracción que ejercía sobre mí.
El viejito se aburrió de mi silencio.
-¿Va a comprar o no?
-Yo… -titubeé-. En realidad no sé lo que
hago aquí.
-¿No sabe? ¿O teme saberlo?
Otra vez con esas frases de libro de
autoayuda. Tuve ganas de pegarle en la cara y hacerle volar los lentes.
-No tiene por qué ser agresivo –sentenció,
adivinando otra vez. O quizás por la simple observación del fastidio en mis
ojos-. Tranquilo, voy a ayudarlo –y apoyó los codos sobre el mostrador,
acercándose-. A usted lo tortura la culpa.
Me estaba hartando ese viejo.
-¡Chocolate por la noticia! –me burlé-. ¿Por
qué otra cosa quisiera uno agonizar?
-¿Una mujer? –dijo sin inmutarse.
Largué el aliento. Eso ya parecía un tango.
-Hay muchos que deciden agonizar para no
sentir el dolor del abandono –comentó-. Pero no creo que sea su caso.
Volví a mirar los frasquitos, y me sentí un
idiota al pensar que alguno de ellos podría mitigar mi tormento. Sin
proponérmelo, dejé que se me aflojara la lengua.
-Ella estaba enamorada de mí, pero yo iba a
dejarla por otra. Ibamos en mi auto cuando se lo dije. Lloró, gritó. Me puse
muy tenso y en una mala maniobra choqué. Yo no me hice nada, pero ella se
lastimó la columna. Quedó paralítica de la cintura para abajo. Nunca va a poder
caminar. ¿Se da cuenta? Le arruiné la vida.
-Y por lo que veo, también la suya.
-No hay una noche en que no me obsesione con
su amargura, con la angustia que debe sentir por renunciar a sus sueños.
-Y por eso viene a comprar una enfermedad
mortal, para sufrir por ella.
-Quiero sufrir más que ella, darle el
consuelo de verme gritar de dolor. Quiero morir sufriendo como un perro.
-Puedo venderle moquillo.
Lo miré. Escondí una lágrima bajo un gesto
de odio.
-¿Me está cargando?
-Un poco, sí –respondió, con su proverbial
sonrisa de buda para principiantes-. Mire, yo soy vendedor, pero tengo mi
ética. Usted no necesita una enfermedad larga y mortal.
-¿Ah, no? ¿Y qué necesito? –desafié.
-Casarse con ella.
Vi entrechocar mis propias manos en una
plegaria violenta.
-¿De qué habla? –gruñí.
-Lo que dije, cásese con ella.
-Pero… ¡qué consejo más estúpido! Ya le dije
que no la amo. Si lo hago terminaría odiándola.
-Correcto. ¿Y qué es peor para usted? ¿El
odio o la culpa?
Fue como un golpe a la barbilla, pero que
lejos de lastimar me despertaba. Por primera vez sentí que algo en mis entrañas
empezaba a relajarse. Quizás, sólo quizás, había una salida que no fuera una
muerte horrible.
-O sea… -balbuceé-. Quiero decir… que el
casamiento sería la mayor de mis expiaciones. El autocastigo apropiado.
-Mucho mejor que la fiebre hemorrágica.
Asentí con profundo alivio, como alguien que
se está ahogando y de pronto descubre que muy cerca flota un salvavidas.
-Gracias –le dije-. Quise expresarle más
cosas, pero sólo me salió un vulgar-: Me alegro de haber venido.
El viejo sonrió, comprensivo. Abrió un cajón
bajo el mostrador y extrajo un blíster.
-Tenga –dijo-. Llévese esta muestra.
-¿Qué es? –pregunté sin desconfianza. Había
una pastillita verde bajo la transparencia.
-Un simple resfrío. Ideal para las tardes de
otoño.
-Le agradezco, pero…
-Pruébela, es gratis.
No quise desairarlo, de modo que saqué la
pastilla y la puse en mi boca. Tenía un agradable sabor a menta.
-¿Y? –preguntó-. ¿Qué le parece?
-Rico. Atchisss.
-Son muy buenas y no tienen conservantes. –Estrechó
mi mano, cálidamente-. Ya sabe. Cualquier cosa que necesite, aquí estoy.
-Atchisss.
Eduardo Goldman
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