El comisario Aldújar baja del
coche frente a la puerta de la casona. Se afina los bigotes encanecidos, los
tornea con sus nudillos. Una acción minúscula, dilatoria; una pausa efímera que
brinda un respiro a la ansiedad. Escupe el piso, pero el viento desvía el
gargajo hacia su pantalón. Putea, claro. Saca un pañuelo y se limpia. “Esto
empieza mal”, predice, con una risita que muere casi al nacer.
Camina
sobre la alfombra oscura que proyecta la casona, cuyo lado opuesto debería
estar empapado en luna llena. Antes de que logre divisar el timbre, se acercan
tres tipos que parecen extraídos de un casting para sicarios. Lo pechean. Lo
arrinconan. No parece importarles la credencial ni la culata de la Browning que
nerviosamente exhibe el comisario en su cintura. Sólo uno de ellos, de aspecto
oriental, es el que lleva la voz cantante. Y no precisamente para cantar, sino
para lanzar una metralla de preguntas que parecen provenir de la Uzi que lleva
colgada del cuello. ¿Quién mierda sos? ¿Quién te manda? ¿Qué querés aquí?
Aldújar no sabe si responder sumisamente a cualquier pregunta de la que pueda
aferrarse, o sacar el arma y hacer pesar su condición de policía, con el riesgo
de exponerse a un tiroteo claramente desigual. La suerte le ahorra ese debate
interno. Una voz metálica vibra en el portero eléctrico. Una voz suave, sin
asperezas pero a la vez autoritaria, como la de un animador de fiestas
infantiles. La orden desactiva los malos modales de los sicarios. Se
transforman en mayordomos atentos que le franquean la puerta con una sonrisa de
compromiso, no sin pedirle cortésmente que deje la pistola antes de entrar.
«Reglas de la casa», le informan. Y puesto que no porta una orden de
allanamiento, el comisario accede.
Un
largo jardín precede a esa única edificación erigida en la manzana. A
continuación, otra puerta se abre como por arte de magia, al ritmo de una
chicharra. Una multitud de lucecitas intermitentes, que provienen de un
frondoso árbol de Navidad, escoltan su paso por el living. El propio general
Reverde viene a recibirlo. De unos cincuenta años, barba casi enteramente
blanca que contrasta con el delantal, también blanco, pero con grandes
manchones rojos. El general adivina la impresión que ese detalle provoca en el
comisario.
—Sí, es sangre
–aclara—. Estoy trozando los pollos para cocinarlos en Navidad.
—Entiendo –dice
Aldújar.
Luego
de estrecharse la mano, el comisario carraspea.
—Me envía el jefe
de policía –explica—. Tengo orden de apoyarlo en… eso dijo, apoyarlo. Pero no
me explicitó en qué tema.
—¿Cómo qué tema?
Pero, comisario. Todo el mundo habla de eso. Los malditos golpistas.
Aldújar frunce el entrecejo, desconcertado.
—¿Golpistas?
—Usted sabe que
soy el presidente de la sociedad de fomento del barrio. Lo sabe, ¿verdad?
—Mno… La verdad
que…
—El problema es
que unos cuantos vecinos se han confabulado para derrocarme. Revanchistas.
Vendidos. No toleran mi éxito en la gestión. Dicen que no he colocado ni una
sola cloaca en el barrio. Como si las cloacas fueran tan importantes.
—Pero, ¿lo han
amenazado? ¿Lo han atacado o invadido su propiedad?
—¡Jamás se
animarían esos cobardes! Pero hacen algo peor. Murmuran. Murmuran en contra
mío. Murmuran tan fuerte que los oigo desde mi dormitorio. Toda la noche
murmuran. ¿Cómo puede ayudarme?
El
comisario se rasca la cabeza, perplejo.
—Es que, si no hay
nada concreto que hayan hecho…
El
general mira su reloj.
—Se me hace tarde.
Tengo muchos pollos que faenar. ¿Me acompaña?
Y sin
esperar respuesta, se introduce en un pasillo. Aldújar no tiene el menor
interés en seguirlo, pero sabe que el jefe de policía está pendiente de ese
encuentro. Su obsecuencia policial lo lleva hasta una sala refrigerada. El aire
gélido le produce un escalofrío, pero no es la temperatura lo que le hace
temblar las piernas, sino lo que ve. Sobre una mesa metálica, el cuerpo inerte
de un hombre, desnudo, con el vientre abierto y las vísceras a medio salir. El
general toma un cuchillo grande, de esos que se usan para cortar un costillar,
y sigue abriendo el cuerpo hasta separarlo en dos hemisferios. La sangre
chisporrotea al paso del filo.
—Caramba –dice
Reverde observando con sorna al comisario—. Se me ha puesto pálido.
—Yo… yo no sabía
que usted… hacía trabajos forenses. Me refiero a… bueno… una autopsia en su
propia casa.
—¿Autopsia? –El
general lanza una carcajada—. Tiene un gran sentido del humor, comisario. –Y
repite meneando la cabeza—: Autopsia.
Aldújar
es invadido por una oleada de náusea, la misma que le provoca subirse a
un bote en aguas profundas; con esfuerzo logra controlarse. Suspira y el olor pútrido de la sangre
lo impresiona aún más. Reverde puede adivinar cada una de las sensaciones de su
interlocutor.
—No sé por qué se
impresiona tanto, comisario. ¿Nunca antes había visto faenar un pollo?
El
policía lo mira entre sorprendido y asqueado.
—¿Pollo? ¿Llama
usted pollo al cadáver de un hombre?
—¿Se refiere a esto?
Ah, sí. Esto fue un hombre. Ahora es un pollo.
Aldújar estalla sin proponérselo.
—¿De qué habla,
loco de mierda?
—Tranquilo,
comisario. Déjeme explicarle. Este cuerpo corresponde al que fuera uno de mis
vecinos más intolerantes. El que más fuerte murmuraba. Eso hacía, antes de que
se convirtiera en pollo.
El
policía extrae con mano temblorosa su celular, y trata infructuosamente de
embocar los números que lo conecten con la brigada. Su intensión es pedir un
móvil para arrestar al general y sus sicarios.
—No se moleste
comisario. Aquí no hay señal.
Aldújar casi pierde el equilibrio al notar que el general está muy cerca de él,
apuntándole a la cara con una birome.
—¿Sabe lo que es
esto, comisario? ¿Sabe lo que es?
—Una… birome
–atina a balbucear Aldújar.
—Correcto. Una
birome, con un poder mágico. Me la trajo un pajarito en un día de sol intenso,
un día de brillo resplandeciente, de esos que presagian el nacimiento de la
patria grande indo europea. Pero no entremos en detalles. Le decía que es una
birome mágica. ¿Me entiende?
—Sí… Sí, claro.
—Si lo toco a
usted con la punta de la misma, si le marco un poco de su tinta, usted se
convierte de inmediato en un pollo. Y yo no tendría más remedio que faenarlo.
Justo
en ese momento el comisario descubre que la otra mano de Reverde sostiene el
cuchillo que casi le roza el vientre. El brillo de la hoja parpadea bajo la
potente luz del techo. El efecto en el comisario es devastador. Su cuerpo se
paraliza, se congela, al punto que su propia respiración le resuena como el
estallido de un volcán.
El
general se descascara de risa y coloca un capuchón a la birome.
—Tranquilo,
Aldújar. Si a usted lo manda el jefe de policía para ayudarme, significa que
usted es de los nuestros.
—Sí sí. Soy de los
nuestros. Digo… soy de ustedes.
Ni la amable aprobación de Reverde logra relajar el cuerpo balcanizado del
comisario, que aun tiembla por partes, desbordado, sin el menor atisbo de
control. El general lo toma del hombro y lo va llevando hacia una puerta de
metal.
—Escuche,
comisario –le dice, afable, como quien le habla a un viejo amigo—. Todo lo que
necesito de usted es que vea la forma de justificar la granja.
Aldújar sólo entiende la palabra “granja”, pero no tiene idea de lo que pueda
significar en boca de Reverde. No tiene voluntad siquiera para preguntar. Sólo
se deja llevar hacia el interior de una cámara tras la puerta de metal. Y,
curiosamente, el cuadro que se le revela ni siquiera lo impresiona. Ver esos cuerpos
humanos colgados como reses de unos ganchos carniceros le parece tan natural
como ir al supermercado a comprar medio kilo de osobuco. Sus sentidos están
anestesiados por el horror. El miedo a terminar siendo una de esas reses, o
pollos, como los llama Reverde, le bloquean todo razonamiento crítico. Ya no es
un policía. Ni siquiera el hombre que fue antes de ser policía.
Al
notar la cara inanimada del comisario, Reverde siente la necesidad de ser más
claro.
—En concreto, lo
único que pido de usted es que invente algo, un accidente, no sé, algo que
explique la desaparición de estas expersonas. Para que a los familiares no les
de por hinchar en los medios. Pueden ser muy fastidiosos. ¿Me explico?
El
comisario apenas puede asentir con la cabeza, su boca entreabierta le dan un
aspecto casi bovino.
—¡Muy bien!
–festeja Reverde—. Ahora vaya a su casa, ni bien tenga un plan de acción me
llama. Y no se preocupe. Lo voy a recomendar con el jefe de policía para una
promoción. Ya verá, soy muy generoso con los nuestros.
—Sí… de ustedes…
–alcanza a decir Aldújar.
Y
cuando ya se está retirando lo detiene la voz del general.
—¡Espere! ¡Llévese
esto! —El comisario se deja poner una bolsita entre las manos. Reverde sonríe—.
Para la cena de Nochebuena, disfrútelo con su familia.
Aldújar observa a través del plástico transparente una mano humana, regordeta,
aún con pelos en la base de cada dedo, y algo de tierra bajo las uñas. Se le
ocurre que sería muy rica con papitas al horno.
Eduardo Goldman
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