-Dejame entrar.
“No”.
-Por favor, dejame entrar.
“Ya te dije que no. Es así. No insistas”.
-No es justo. Me dejaste llegar hasta aquí.
“Ese es el punto. Llegaste aquí porque
estabas decidido, seguro de lo que hacías. Confiabas en mí.”
-¿Y entonces?
“Dudaste, en el final dudaste”.
-Hice todo el esfuerzo por llegar. Sabés que
la peleé a capa y espada. Vos mismo dijiste que no había techo para mí.
“Pero dudaste”.
-Okey. Dudé, ¿y qué? ¿Qué hay de malo en dudar?
A Descartes le fue muy bien con eso.
“Descartes tampoco entró”.
-Pero existe. Le obsequiaste la eternidad.
“No es gran cosa la eternidad. Yo soy eterno
y la mayor parte del tiempo me aburro como un coleóptero. A veces quisiera ser
solo una estrella fugaz.
-Ay, vamos. Hablás de lleno. Sos todo
poderoso, el hacedor de valles y montañas, de cada forma de vida en este
planeta. Podés hacer lo que se te antoje. Comer chocolate sin culpa,
emborracharte sin resaca.
“Ventajas de mi oficio”.
-Podés invertir la dinámica del reino
animal. Hacer que una jirafa juegue al ajedrez, o que un tiranosaurio se haga
pedicuro. Convertir a una hormiguita en Miss Universo.
“No exageres”.
-Transformar a un burro en presidente.
“Eso ya lo hice, muchas veces”.
-¿Te das cuenta? No tenés los límites que
tengo yo.
“Los que te impusiste”.
-Ay vamos, que esto no es un libro de
autoayuda.
“No. Es tu libro de quejas. Y la queja no
sirve para nada”.
-¿Y qué es lo que sirve entonces?
-La confianza.
-¿En vos?
“En mí, y en vos. En el fondo es la misma
cosa”.
-¡Eso fue lo que hice! ¡Confié! ¡Casi todo
el tiempo!
“Casi”.
-¡Fue solo un momento! ¡Un minúsculo
instante en que me sugeriste convertir una roca en agua! ¿Quién en su sano
juicio no iba a dudar?
“Pero la roca se hizo agua, y todos pudieron
beber en el desierto. ¿Cómo pensaste que los dejaría morir de sed?”.
-De acuerdo. Alego locura temporal. El sol
del desierto me volvió ateo por un rato. ¿Y por eso me castigás prohibiéndome
la entrada a la Tierra Prometida?
“Moisés, Moisés. Seguís dudando de mí. ¿Cómo
pensás que te voy a castigar después de todo lo que hiciste. Liberaste a mi
pueblo de Egipto. Los hiciste pasar por la aduana sin pagar impuestos. Y encima
te arriesgaste a cruzar el Mar Rojo sin saber nadar, sólo por seguir mi
palabra.
-Ya ves, mis antecedentes son intachables.
Dame una visa para entrar a la Tierra Prometida y juro beberme un vaso de roca
si me lo pedís.
“Lo siento. Seguí participando”.
-¿Eso quiere decir que me sacás la tarjeta
roja, nomás?
“A contrario. No hago más que premiarte. Si
yo te dejara entrar a la Tierra Prometida se acabaría tu gran sueño. Porque una
vez allí, descubrirías que la cosa no es
tan genial como pensabas. Entonces soñarías con otro paraíso inexistente,
lucharías por él y al alcanzarlo volverías a decepcionarte. Ya vi esa
telenovela.
-No entendí nada. ¿Hay subtítulos en arameo?
“El verdadero paraíso es tu sueño por
alcanzar lo inalcanzable. Como dirían algunos, el camino más que la meta. La
Tierra Prometida es aquella que vas pisando cuando vas en su busca”.
-¿Y para eso me tuviste cuarenta años
cruzando el desierto… con una maldita piedra en la sandalia?
“No te quejes. Tu vida se acaba en el
momento justo. Te van a recordar como un winner”.
-Entonces… ¿estoy por colgar los botines?
¿Me voy al descenso? ¿Jugaré en el cub de Jubilados Bíblicos? Pero… ¿dónde
estás? ¿A dónde te fuiste? ¡Volvé! ¡No me dejes solo! ¿Justo ahora te vas al
baño? La pucha, después me pide que le tenga confianza.
Eduardo
Goldman
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