Parpadeó
en mi memoria lo ya vivido un año atrás, y que ahora evocaba como en un sueño
odioso y recurrente. La misma sensación de extrañeza al descubrir el cartel de Agonías,
los frasquitos de colores expuestos en anaqueles como una vulgar selección de
perfumes y cremas faciales. Alguna que otra cadenita con medallón dorado como
parte de una biyuterí. Nada emparentado con la muerte, a excepción de la Bersa
9 milímetros que, a diferencia de la primera vez, ahora llevaba en el bolsillo
de mi campera.
Traspuse la puerta de madera rústica, delatado
por un quejido de bisagra que parecía servir de alarma. El mismo perfume
pegajoso y dulzón de aquel día. El mostrador al frente, el mismo viejito de
anteojos, la sonrisa empotrada en su boca, como la de esos muñecos de plástico a
los que muchos niños arrancan la cabeza de puro fastidio.
-Qué gusto verlo de nuevo -exclamó, con un
tono jovial que me sonó a burla.
No perdí tiempo en sacar el arma y apuntarle
justo sobre el entrecejo.
-Se acuerda de mí? -desafié.
-Por supuesto -respondió sin inmutarse-. Usted
es el que se casó con la paralítica. Porque al final se casó, ¿verdad?
Mis palabras salieron como escupitajos.
-¡Me casé! ¡Por su culpa!
-Yo nunca lo obligué. Usted tomó la
decisión. Y no me va a negar que eso lo salvó de sufrir mis agonías.
-Agonía es lo que estoy viviendo ahora, por
seguir su consejo.
Supurada mi primera carga de resentimiento, tomé
un largo sorbo de aire y bajé el arma.
-No, no -dijo él, sorpresivamente- Siga
apuntándome. Nada más estimulante que una amenaza de muerte.
Elevé a medias el caño de la Bersa, confuso,
como un niño que obedece la orden de su padre sin por eso entenderla. El
viejito apoyó los codos sobre el mostrador generando cercanía. Parecía un
almacenero amable que aceptaba la devolución de una conserva en mal estado.
-Y ahora explíqueme cuál es su reclamo -quiso
saber, aunque sospeché que ya lo sabía.
Cambié de mano la pistola y refugié la otra
en el bolsillo.
-Hace un año le conté mi historia, mi
tragedia. No puedo creer que la haya olvidado.
-Nunca olvido una historia, de las muchas
que me cuentan aquí. Había una mujer enamorada, pero usted no le correspondía.
Le dijo la triste verdad cuando iban en su auto. Ella se largó a llorar, usted quiso
consolarla, una imperdonable distracción, y una mala maniobra que terminó en
accidente. Ella quedó paralítica.
Asentí lentamente. Mi desgraciada historia
relatada en pocas palabras resultó más que vívida, fue como si el tiempo nunca hubiese
transcurrido desde aquel fatídico choque en la autopista. El mismo dolor
naciendo en la boca de mi estómago. La misma tortura al verla enclaustrada en
esa silla, con los ojos tristes de quien vela sueños muertos.
-Exacto -reafirmó el viejito, con su exasperante
hábito de adivinar pensamientos-. Recuerdo cuando vino usted aquí esa primera
vez. Recuerdo su expresión de hombre vencido, dispuesto a comprarme cualquier
brebaje con que envenenarse paulatinamente, solo para que ella tuviera el
consuelo de verlo sufrir hasta el infinito, expiando la culpa de no haberla amado.
Sacudí la cabeza, algo en las palabras del
viejo me irritaba.
-No necesito compasión –rezongué-. Y menos esa perorata cursi.
-La cursilería es la esencia misma de la
vida, antes de ser desmantelada por la razón. Pero no quiero importunarlo con
estas frases de autoayuda doméstica, tal como lo definiría usted con ironía.
-Escuche…
-Déjeme terminar. –Se sacó los lentes para
masajearse un ojo con los nudillos-. Hace un año usted estaba dispuesto a
terminar con su vida, no sin antes conocer el infierno sobre la Tierra, por eso
vino a mí, para que yo le proveyera de una agonía terminal. La purgación
perfecta para el mayor de sus pecados. Pero estalló en alivio y felicidad
cuando le sugerí que casarse con ella sería el mayor de los castigos,
evitándose el tormento de una muerte dolorosa. Pensó en reparar el daño causado
entregando nada menos que su propia libertad como moneda de cambio. Y eso
funcionó por un tiempo, ¿verdad?
-Por un tiempo.
-Luego empezaron las demandas de ella al
presentir que su amor no era auténtico. Con cada demanda crecía su
resentimiento. Como usted mismo lo predijo, empezó a odiarla. Al punto que hasta
le sedujo la idea de asesinarla.
-Fue justamente por eso que compre esta
pistola. Para matarla, o suicidarme.
-Pero no hizo nada de eso. ¿Por qué?
-No lo sé. Nunca me animé a comprar las
balas.
Me encogí de hombros y dejé la pistola sobre
el mostrador, como quien se deshace de un cacharro inútil. El viejito la miró
con sorna y la hizo girar como un trompo, igual que en esos juegos mortales al
estilo de la ruleta rusa. El caño dejó de girar, apuntándome. De inmediato me
interpelaron sus ojos, ávidos, de alguna manera, bestiales.
-¿Y ahora qué? -inquirió.
-¿Ahora? -Y dejé que todo el peso de mi
cuerpo de mi cuerpo descansara sobre la mano apoyada en el mostrador-. Ahora
estoy igual que antes, o peor. Me muero de culpa solo por pensar en matarla.
-Tampoco se ha suicidado.
-Si lo hago, ella sentiría que algo de culpa
tuvo en mi decisión. No, prefiero una muerte lenta, culpar a una enfermedad
terminal nos libera a los dos. Es por eso que vine. Esta vez sí, voy a comprarle
una agonía.
Él meneo la cabeza. Parecía decepcionado.
Como un jugador que descubre la fragilidad deportiva de su contendiente.
-La agonía está bien para el final. Pero aún
no agotó sus posibilidades.
-¿Posibilidades de qué?
-De seguir buscando una salida menos… trágica.
-No me ilusione. Yo sé que no hay otra
salida.
-Siempre hay otra salida, hasta que ya no la
hay
Una secreta, intrusiva esperanza, me quitó
de las manos la soga fantasmal que estaba anudando a mi cuello.
-¿A qué se refiere? –musité.
-Una de las armas para combatir esa trampa
de odio y culpa es la distracción. Me refiero a producir un hecho convulsivo
que desvíe la atención del foco central, como hacen muchos gobiernos.
-Perdón, pero no lo entiendo.
-Cómo explicarle. A ver… -Abrió un cajón
bajo el mostrador, revolvió un rato lo que por el sonido serían unos blisters,
y por fin sacó uno-. Tenga -dijo ofreciéndomelo. Bajo la transparencia, esta
vez, había una pastilla grande y marrón. La miré con desconfianza.
-¿Qué es?
-La salida. Vamos, anímese.
Me resultaba sacrílego negarme a seguir la
sugerencia de alguien que me miraba a través de sus lentes con la convicción de
un médico especialista. Extraje la pastilla y dejé que mi lengua la atrapara. Me
sorprendió el sabor dulce, intensamente familiar.
-¡Muy rica! -aprobé-. ¿Es de chocolate?
-Uno de los ingredientes es chocolate.
La pastilla se deshacía con rapidez en la
boca, extasiando mi paladar.
-¿Y usted cree que con esto…?
-Tenga paciencia. Pronto sentirá el efecto.
-¿Efecto? -me alarmé-. ¿Qué clase de efecto?
-Ya le dije, una distracción. Lo que usted
ha tomado es un super purgante.
Tragué saliva junto con el diminuto resto de
pastilla.
-¿Cómo un purgante? No entiendo… ¿para qué?
-Justamente para purgar la culpa acantonada
en su vientre. Verá, esto lo tendrá un tiempo ocupado en el baño, despidiendo
heces históricas, y gases, y también maldiciones.
-Pero… esto es ridículo. Yo no sufro de
estreñimiento.
-De alguna manera, sí. Pero no importa, usted obtendrá grandes
beneficios con esto. Los retorcijones no lo dejarán pensar en su culpa, y mucho
menos en matar a su esposa. Y cuando todo pase se sentirá tan fresco y
livianito que la vida le parecerá maravillosa.
-¿Me lo dice en serio?
-Este proceso durará una semana. Luego, sus
males pueden recrudecer, entonces podrá tomar otra pastilla y repetir la
experiencia. Y si al cabo de unos meses la intensidad de su culpa no mejora,
entonces sí, pensaremos en una agonía que valga la pena.
En ese momento sentí un retorcijón a la
altura media del vientre. Al principio leve, pero que fue creciendo hasta
presagiar una procesión fastuosa a todo lo largo de mis intestinos.
-Uuyuy… -gemí, al tiempo que mi cuerpo se
arqueaba sobre el mostrador.
Él se limitó a sonreír celebrando mi pequeño
martirio con orgullo profesional.
-Buena la pastilla, ¿verdad?
-Uyyyyyyy… déjeme pasar al baño.
-Lo siento, pero está ocupado. Mi esposa tomó
a la mañana una de estas pastillas y todavía sigue ahí.
-Uyyyyyyyyyyyyyyyy…
-Espere… ¿A dónde va? Ya le dije que el baño
está ocup… ¡No entre! ¡Oiga! Pero… Perdón, querida… es un cliente y… ¡Salga de
ahí, cretino! ¡Basta! ¡Suelte a mi esposa! ¡Por favor! ¡Dejen de pelear por el
maldito inodoro!
Eduardo Goldman
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