Se le hacía más que un pasatiempo imaginar una laguna oscura en cuyo
centro un remolino lo succionaba con fuerza de las piernas hasta hundirlo en la
profundidad cenagosa de donde, lo aterraba, ya nunca podría salir a flote. El
juego consistía en tomar conciencia de que solo se trataba de su taza de café,
y que el remolino cesaría en cuanto dejara de revolver la cucharita. Una estrategia
mental que le brindaba el efímero alivio de saber que la realidad no podía ser tan
espantosa como esa tragedia fantaseada. Lo circundante, sin importar cuán
terrible llegara a ser, no le deparaba ni por asomo la angustia de hundirse en las
aguas de un pantano. Sólo que esta vez, por una razón que solo él conoce, su
truco no está dando resultado.
-Muy rico el postre –aprueba el senador Valdez, al tiempo que se pasa la
servilleta por los labios manchados de chocolate-. Debería probarlo, Robledo.
-No me apetece –repone el aludido-. A mi edad se pierde el gusto por los
sabores intensos. Además, no encuentro nada más acogedor que un buen café
después de cenar. –Echa una mirada a la joven periodista-. Apenas ha comido.
Ella abandona la cuchara sobre su charlotte,
como quien tira la toalla.
-Casi no como de noche. En serio, ni siquiera me preparo un té. Llego
muy cansada del canal y…
-Hace muy bien, Karina –se interpone Valdez-. Yo tampoco ceno cuando
estoy en Buenos Aires. Mejor acostarse liviano. –Y mira a Robledo-. Lo de esta
noche es una excepción. Por su cumpleaños.
-Todavía me sorprende que me haya invitado –murmura ella, y espera a que
Robledo termine el último sorbo de café antes de seguir-. ¿Sabe que me cuesta
dirigirme a usted por su nombre?
Valdez ríe ampulosamente, buscando llamar la atención.
-Yo hace rato superé ese prejuicio–alardea-. Llámelo como lo haría en
uno de sus reportajes. Señor juez le diría, ¿no?
-Ex juez- aclara innecesariamente el magistrado, quizás porque odia que
hablen por él-. Ahora soy un humilde abogado.
-No tan humilde, Robledo. Debe haberle salido una fortuna este reservado,
sólo para nosotros.
-Es algo que todavía no me cuaja –agrega ella, y enfoca sus almendrados
ojos de gata en el rostro del juez, previendo algún indicio de incomodidad por
lo que va a exponer-. Festeja su cumpleaños sólo con dos personas que, usted
bien sabe, lo detestan. Y en un restaurante boutique carísimo. ¿Qué busca? ¿Que
lo amemos?
Contra todos los pronósticos, Robledo sonríe muy calmo.
-¡Sí que lo amamos! –se apresura Valdez, retando veladamente a la chica-.
O al menos lo respetamos, yo lo respeto. –Y por no saber cómo seguir, levanta
su copa chisporroteando malbec-. ¡Por sus setenta y tantos años, Robledo!
El juez inclina la cabeza, como quien acepta un cumplido.
-Muy gentil, Valdez. Pero usted sabe que a partir de la cero hora voy a
contar ochenta primaveras.
-No lo parece –resulta lo único amable capaz de entregar la periodista.
Y recoge su copa.
El brindis y la consiguiente ingesta de un buen vino se hace mecánica,
gustosa pero aburrida. Las copas a medio tomar regresando al mantel blanco
dejan tras de sí una orfandad de palabras. ¿Y ahora qué? Solo el más inseguro
abomina el silencio.
-Debo protestar ante su insistencia de venir sin regalos –se lamenta
Valdez, abriendo las manos como si ofreciera su pecho-. Me incomoda no haberle
traído un presente, aunque sea una pavada.
-No se preocupe, senador. En realidad, soy yo quien va a agasajarlos con
un obsequio.
-¿A nosotros? A ver si le entendí, Robledo. ¿Usted nos trajo un
obsequio?
-Tómelo como uno de esos sourvenirs
de cumpleaños. Es lo que se estila. ¿no?
Sin esperar a que Valdez termine de fabricar la maqueta de un gesto
emotivo, Robledo recoge del piso un gran portafolio de cuero, de esos que se
usaban antes de que naciera el attaché, lo abre y extrae una gruesa carpeta de
tapa celeste. La apoya sobre la mesa y cierra el portafolio para dejarlo
nuevamente en el piso. La mirada de Valdez juega un pin pon entre la carpeta y
la cara del juez.
-¡Qué nervios! –bromea el senador-. No me diga que va a regalarme un
título de propiedad. ¿Una casa en Miami tal vez?
Karina lo festeja con una sonrisa frágil. Su mirada se ausenta y revolotea
hasta la silla contigua, vacía, de cuyo respaldo cuelga su cartera marrón. Se
pregunta si habrá recordado encender la pequeña grabadora que esconde en su
interior. La duda le acentúa el ceño. Últimamente olvida cosas. La memoria le
viene fallando desde agosto, más precisamente el 7 de agosto, San Cayetano, fue
cuando confirmó lo que tanto temía.
-¿Pasa algo? –le pregunta el juez, hábil cazador de gestos.
Ella sacude la cabeza y le devuelve una mirada esquiva.
-No me deje así, Robledo –se impacienta el político, mientras alisa con
los dedos su prolija barba candado-. ¿Qué hay en esa carpeta?
El juez la deja descansar por un instante en su mano, exacerbando una
intriga que acompaña con una mirada incisiva sobre su interlocutor. Finalmente,
se la extiende a Valdez para que éste se apropie de ella con mano rapaz. Al senador le lleva pocos segundos exprimir
una sonrisa lánguida frente a la carátula. Luego, con los rasgos momificados, hojea
rápidamente algunas páginas, alejando de a poco su nariz, como si el expediente
oliera a meo de rata. Hasta que cierra la carpeta y libera un gesto de fiera
acosada.
-¿Tiene idea de lo que está haciendo? –desafía.
-Por supuesto, es la prueba de su mayor acto de corrupción en su paso
por el ministerio. Esa compra de material de tercera, a un precio exorbitante.
–Y mira satisfecho a la periodista-. Usted lo debe recordar. El ferry que se
hundió causando decenas de víctimas.
Karina entreabre la boca, las palabras que
debieran acudir se extraviaron en algún lugar de su mente. No sabe si el juez
está jugando con fuego o simplemente inicia el conocido periplo de la
extorción.
-¿Qué es esto? –inquiere Valdez-. ¿Una
trampa? -Su voz suena mecánica, inexpresiva. La furia volcada en una entonación
estéril es la más amenazante.
-Ninguna trampa, mi querido senador. Esos folios son justamente mi
obsequio.
-¿De qué habla?
-Lo que tiene en sus manos es la última
copia que existe de sus, digamos, actividades comerciales. No queda nada que lo
incrimine, ya me encargué de borrar todas las pruebas. No me pregunte cómo hice.
Valdez repiquetea los dedos sobre el mantel, bajo su
propia, escondida mirada. Parece estar ajustando la mente a una situación
inédita que le cuesta comprender. Su atención regresa a Robledo.
-¿Y ella? -dice, señalando con
su índice a la chica-. Todo esto me suena a trampa.
Robledo sonríe.
-¿Lo dice por la grabadora que
lleva escondida en su cartera?
A Karina se le incendia la mirada. Sus labios reprimen un
leve temblor antes de abrirse en una sonrisa tiesa.
-¿A qué se refiere…? -musita.
-A la pequeña grabadora
profesional que, a mi modo de ver, sin necesidad, guarda en su hermosa cartera
símil cuero.
Ella se defiende con un gesto
de perturbación.
-Siempre llevo una grabadora,
soy periodista. Pero le aseguro que…
La mano de Valdez arrancando la
cartera de la silla desvalija sus excusas.
El senador se hace de la grabadora. La sacude en su mano, examinándola.
Y aprieta el botón de stop.
-Lo que dije, una trampa.
-Solo en su imaginación,
Valdez. –El juez trata de aplacarlo acariciando el aire con sus palabras-.
Piénselo, usted no ha dicho nada que lo involucre con nada. El único que se
compromete en esa grabación soy yo.
-Entonces, si me permite… -Aprieta
el botón rojo que indica delete-. Voy
a descomprometerlo.
-¡Deme mi cartera!
Valdez se la devuelve con una
sonrisa que inspira al asesinato.
-Y la grabadora.
-¡Cuando termine de borrar
todo, tramposa!
Karina encara al juez.
-¿Como lo supo?
-Uh. Es lo que dicen por ahí.
El diablo sabe por diablo pero más por viejo.
La mirada ofuscada de Karina
se dirige al senador, quien no deja de manipular la grabadora.
-¡Deje eso! ¡Ya borró lo que
quería!
Valdez no para de apretar
botones y acercar la oreja al aparato.
-Si confiara en los periodistas
no sería político –murmura-, no al menos del oficialismo.
El juez carraspea como una
llamada a la tregua, y vuelve a centrarse en el tema que más le interesa.
-También hay un obsequio para
usted, Karina –revela-. Bueno, en realidad, no es un obsequio, sino un
intercambio.
-¿Intercambio? ¿Qué quiere
decir con intercambio?
-No se apresure, ya habrá
tiempo para explicaciones. ¿No termina su charlotte?
-Ya le dije que estoy llena. Es
más, creo que ya debo irme.
-Solo un poco más, al menos
hasta que brindemos a las doce, por mi cumpleaños. –Empieza a irritarlo la
ráfaga de voces que el senador reproduce al manipular la grabadora-. Valdez, ¿le
molestaría dejar eso en paz?
-Pero… es que debo asegurarme…
-Ya debe haber borrado hasta la
marca del aparato. Por favor, confíe en mí. Lo que se habló acá no sale de esta
mesa.
El bufido de Valdez resuena
como una bandera blanca que se agita en la trinchera. Sin embargo, esquiva la
mano de la periodista y deja la grabadora detrás de la botella de vino.
El juez se quita los lentes y
utiliza la servilleta que cubría su pantalón para limpiarlos con suavidad.
-No quisiera olvidarme de
felicitarla, Karina –comenta-. Por su premio. Muy merecido.
Ella vuelve a quedar
descolocada. No sabe con qué se viene ahora ese tipo.
-Gracias -dice cautamente.
-¿Qué premio?-pregunta el político,
sin que por eso le interese la respuesta.
-Por su documental acerca de
los años ‘70.
Valdez cambia su actitud,
vislumbra como en un espejismo que la periodista, después de todo, podría ser
una impensada aliada política.
-¿De los ‘70? –exclama, acariciándose
el mentón-. Temo que no lo vi. Pero voy a buscarlo. Me parece muy bien que se homenajee
a nuestros muchachos en esos duros años de la lucha armada. -Y levanta su copa
para dedicarle un trago-. ¡Por su premio!
Karina sonríe preparando la estocada.
-Mi documental no es un panegírico
de criminales, senador.
Valdez se atraganta con el
vino.
-Muy cierto -confirma el juez-.
Se trata de una obra maravillosa sobre la vida de su padre. ¿No es así, Karina?
Ella aprueba, sensible y guerrera
al mismo tiempo.
-Mi padre creyó en las ideas
maravillosas de la solidaridad, la justicia, la libertad. Y sobre todo, el
respeto a cada persona. A cada ser viviente.
-Ya veo. –El labio torcido de
Valdez solo puede significar desprecio-. Uno de esos ilusos que se la pasaba
oliendo florcitas.
-¡Usted no tiene idea de quién
era él! –dice Karina mordiendo las palabras-. Fue un hombre que buscaba mejorar
el mundo. No destruirlo, como hicieron sus muchachos y los militares mesiánicos.
Todavía no nos reponemos de toda esa locura.
-¿Locura? –La carcajada forzada
de Valdez derrama cinismo-. Locura es esta democracia mal entendida que estamos
viviendo. Y que tarde o temprano vamos a cambiar. ¿No le parece, Robledo?
El juez deniega la complicidad
con el senador. Exhala cansancio, pero se mantiene erguido en su silla.
-Amigo, Valdez –se aviene a
contradecir-. No me haga perder tiempo defendiendo lo indefendible, no estamos
en el Congreso. Así que vayamos al grano.
-¿Al grano? –exclama el senador
aguzando los ojos, desconfiado hasta de su propia corbata a rayas.
-Es la mejor idea que escuché en
toda la noche -exclama Karina-. Terminemos con esta opereta, Robledo. –La rabia
le permite llamarlo por su nombre-. ¿Para qué diablos me citó? ¿Para usarme
como testigo impotente de su acto de corrupción? Porque desbaratar pruebas de
un delito tan grave como el del senador, es un descomunal prevaricato.
-Es cierto -acepta el juez-.
Soy culpable de lo que usted me acusa. Tan culpable como Valdez, por su valioso
aporte a esta mafia multisectorial a la que hipócritamente llamamos república. –Vuelve
a colocarse los lentes-. Pero ahora hablemos de usted, Karina.
Ella se indigna.
-¡Ni siquiera lo intente! No
trate de igualarme porque no soy como ustedes. Me gano la vida honestamente.
Jamás me metí en una transa, como algunos de mis colegas. ¡No tiene nada que
achacarme!
-No se enoje, nada tiene que
ver su honestidad en todo esto, que bien resguardada está y por eso la respeto.
-¿Entonces qué? ¿Tiene algo
para decir de mí?
-Más precisamente… de sus manos.
Ella lo mira sin comprender.
Dirige la mirada a sus propias manos, agarrotadas en puño sobre la mesa. Luego
le regresa la atención, algo tensa.
-¿Qué pasa con mis manos?
-Cada vez que agarra su copa,
algunos de sus finos dedos parecen temblar, y es como si debiera hacer un
esfuerzo para controlarlos. En un momento casi se le resbala la copa.
-Es cierto -interviene Valdez-.
Lo noté. Pero… No me pareció importante. -Interroga al juez con un gesto-. ¿Lo
es?
-Responda, Karina. ¿Lo es?
Ella se revuelve en la silla,
incómoda.
-Claro que no. Los nervios.
Esta charla me fastidia. Es todo.
-No tiene que disimular sus
males, Karina. Estamos… entre amigos.
Valdez se regodea.
-¿Qué es? ¿Qué secreto esconde,
señorita periodista?
-No se haga ilusiones -lo frena
el juez-. Ninguna de las miserias que a usted y a mí nos caracterizan. Más
bien, es una cruz. ¿Verdad, Karina?
Ella se pone de pie,
abruptamente. Se inclina sobre la mesa para agarrar la grabadora y la introduce
en su cartera. Camina hacia la puerta cuando una palabra, una terrible palabra
pronunciada por el juez la paraliza. “Huntington”.
-¿Qué dijo? -curiosea Valdez,
sin obtener respuesta.
Ella acuchilla a Robledo con
los ojos, se acerca a él, desafiante.
-¿Cómo lo supo? –Su voz es
barrosa, el tono gélido-. ¿Acaso tiene espías en todas partes?
-Digamos que sí. Prerrogativas
de un juez. Siéntese, por favor. Entiendo su dolor, pero la cena no ha
terminado. -Ella duda. El juez se incorpora y le acerca la silla-. Por favor.
La voluntad de la chica
flaquea, se sienta, sus brazos no dejan de abrazar la cartera, necesita algo de
qué agarrarse. Robledo se acomoda junto a ella y le sirve más vino.
-Beba, le hará bien -sugiere.
Luego de un momento ella lo
hace, de un largo y desesperado trago. Valdez se encoge de hombros.
-Perdón, creo que entré a mitad
de la película. ¿Alguien va a explicarme que es lo que pasa aquí?
El juez parece esperar a que
ella responda. Ante el silencio, decide hacerlo por su cuenta.
-El Huntington es un mal
degenerativo de las células nerviosas. Puede empezar con esa torpeza en los
dedos de la mano, y termina con la pérdida total de control de todo el cuerpo,
y la mente. Es una agonía terrible, donde el final, la muerte, es una verdadera
liberación.
Ella se sirve más vino. Antes
de beber le dedica su odio.
-No tenía por qué recordármelo.
A menos que disfrute al hacerlo.
Valdez se pasa el dedo por el
interior el cuello de la camisa, incómodo. Tarda un poco en decir lo que cree
que debe decir.
-Bueno, pero… debe haber una
cura para eso, ¿no? Hoy día… la medicina…
Ella se apresura a dinamitar
tanta palabra vacía.
-No hay cura –dice, con
sequedad.
-Pero… algo con qué aliviar ese
suplicio…
Un nuevo trago arranca de la
periodista una sonrisa burlona, le place enterrar a Valdez en la impotencia de
un consuelo pronunciado más para sí mismo que para ella.
-Solo un milagro puede
aliviarme –declara- Y yo no soy precisamente devota.
Es la palabra que esperaba
escuchar el juez para intervenir.
-Sin embargo, Karina, los
milagros existen.
Ella deshilacha una risita
socarrona, casi despreocupada por el efecto anestésico del alcohol.
-Camine sobre el agua, señor
juez. Transforme el agua en vino, y entonces quizás me convenza.
-Solo puedo convencerla de que
no soy quien usted cree.
La risita desemboca en
carcajada.
-¡A eso sí lo llamaría un
milagro!
-¿Qué cree que soy?
Ella bebe el último sorbo de su
copa. Hace un minúsculo buche y lo traga.
-¿De veras está dispuesto a
escuchar?
-Por supuesto.
Valdez se cruza de brazos y los
apoya en la mesa, acercándose, como dispuesto a presenciar una función de
teatro, esto se pone interesante, murmura.
-Vamos, Karina –insiste
Robledo-. Después de todo, fui yo quien arrojó la primera piedra. Hábleme de la
pésima impresión que tiene usted de mí.
-Se queda corto con lo de pésima.
Creo que usted es un verdadero hijo de puta. Lo he visto en los programas de
televisión, pavoneándose ante las preguntas de sus periodistas adictos. Lo he
oído defender su libro, su maldito libro.
-Nómbrelo. “El crimen no debe
pagar”. Un compendio de todas mis ideas acerca de la sociedad.
-El elogio al psicópata, lo
llamaría yo. Quizás usted sea uno de ellos.
Es más de lo que Valdez puede
aceptar, ¡cuidado con lo que dice, señorita!, la espeta, ¿no sabe con quién está
hablando?
-Lo sabe muy bien, Valdez. Por
eso quiero escucharla.
La voz de la periodista se hace
más grave, de alguna manera, sosegada.
-Su… su teoría acerca del
criminal inocente… sus enseñanzas en la facultad cuestionando las bases mismas
del Derecho… Le ha lavado el cerebro a generaciones de abogados…
-No he obligado a nadie a
pensar como yo. Si los he convencido es porque debo haberles hecho tomar
conciencia de algo.
-No se vanaglorie, señor juez.
En un país normal nadie lo tomaría en serio. Pero estamos en la Argentina, hubo
una dictadura militar, ¿se acuerda? Hubo gobiernos corruptos, autoritarios…
Nos han legado una trágica herencia… El límite impreciso entre lo que
está bien y lo que está mal.
El juez mira su copa y solo
atina a levantarla.
-Brindo por sus convicciones, y
su vehemencia. Es usted muy valiente.
-¡Por favor! -salta el
senador-. ¡Es una irrespetuosa! –Y baritonea su índice frente a la nariz de la
chica-. ¡Sepa que el juez Robledo es respetado en todo el mundo por sus ideas
de avanzada!
-Ideas que ningún país cuerdo aplicaría,
senador.
-¡Usted no es quien para
afirmar una cosa así! Está ninguneando al más brillante de los hombres de leyes
que ha dado el país. Y no lo digo solo como juez, también como respetabilísimo abogado.
Robledo asiente con la cabeza.
-Es curioso, Valdez. Ha tocado
el tema que deseaba charlar con ustedes. Mi actividad como abogado. –Acerca la
mano al plato de postre de la periodista-. ¿Me permite?
Ella se encoge de hombros.
Robledo lleva para sí el charlotte a
medio comer y lo prueba. ¡Riquísimo!, exclama entrecerrando los ojos. Valdez se
rasca los bigotes, lo tiene harto esa afición del juez por crear expectativa.
-La primera defensa que encaré fue
hace unos cinco años, cuando me jubilé como juez. El caso Belfiore. ¿Lo
recuerda, Valdez?
-¡Cómo no voy a recordar! –se
jacta el senador-. Un caso apasionante, digno de su estatura. ¿Belfiore dijo?
El caso de… de… -Y el chasqueo de sus dedos marca el ritmo árido de su
desmemoria.
-Una chiquita de ocho años, violada
por tres salvajes y luego estrangulada –aclara la periodista, para de inmediato dirigirse
al juez-. Homicidio criminis causa en el peor de los delitos. Y usted defendió
a los tres asesinos.
Valdez deja caer las manos
sobre la mesa en un gesto de hartazgo.
-¿Y qué tiene eso de malo, señorita periodista? Todo sospechoso tiene
derecho a la mejor defensa posible, ¿no? Está en la Constitución. ¿O va a negar
eso?
-No lo niego. Solo que el ex
juez utilizó todos los trucos legales y manipuló al jurado sembrando dudas por todas partes, para que los terminaran condenando solo a
cuatro años. ¡Cuatro años lo que debió ser cadena perpetua para esos
miserables!
-O pena de muerte
–sentencia el juez.
El senador toma su copa y
reflexiona antes de beber.
-Cierto. La verdad que esos
animales merecían morir como ratas. Lástima que nuestras leyes no permiten la… -Un
corto sorbo le aclara la memoria-. Ahora que recuerdo. ¿No los habían matado a
esos criminales? Sí, sí. Al poco tiempo de salir de la cárcel. Los mataron uno
por uno. Me acuerdo que hasta acusaron a alguien de contratar a un sicario, un
profesor de la chiquita en el orfanato. Pero creo que fue absuelto.
El juez se queda mirándolo.
-En efecto, fue absuelto. El
hombre era inocente.
-¿Cómo está tan seguro?
-El asesino usó una Bersa 9
milímetros, de numeración limada, que aun debe estar hundida en el fondo del
río. Muy cerca del muelle de los pescadores.
Las miradas confluyen en el
juez. Valdez esboza una risita que es más bien una muestra de confusión.
-¿Y usted como lo sabe, Robledo?
-Es que… yo la arroje ahí. A
las pocas horas de ejecutar al último de los criminales.
El silencio cae como una
llovizna helada, los ojos navegan sin rumbo. El senador apresura las palabras.
-¿Que dice, Robledo? ¿Qué clase
de broma es ésta?
-Ninguna broma. Lo planeé
cuidadosamente. Presenté una defensa brillante para sacarlos de prisión en poco
tiempo. Consideré que una cadena perpetua no era suficiente para ellos. Les
hice creer que saldrían bien librados de todo. Les alimenté una falsa
esperanza, para que la muerte fuese aun más dolorosa. Debieron ver las caras de
cada uno al recibirme en sus viviendas miserables. Al ver a su amigable abogado
sacar el arma para dejarlos tiesos. Murieron con la incredulidad en los ojos.
-Nos está tomando el pelo -reacciona
ella.
-No, Karina. Me estoy
adelantando a su descubrimiento.
-¿Qué descubrimiento?
-Yo sé que usted está armando
un programa especial sobre el caso. No me pregunte cómo, simplemente lo sé.
-Pero…
-Sin duda hará preguntas en el
orfanato donde se resguardaba a la niña, el hogar Belfiore. Y sé que pronto descubriría
que ese hogar recibía puntualmente un cheque para que a la niña no le faltara
nada. Más aun, que los cheques los firmaba yo.
Fiel a su estilo, sumado al
impacto por tamaña revelación, Karina lo deja hablar sin interrupciones.
-La obvia conclusión,
confirmada en un análisis de ADN, develaría que la niña era hija mía. Ilegítima,
claro. Sé que suena extemporáneo, pero tuve miedo a lo que se diría de mí. Su
madre, con quien tuve una relación efímera y secreta, era poco menos que una prostituta.
Ella murió en el parto y… tengo que aceptar que no lo viví como una mala
noticia. –Su mano toma el pocillo vacío de café, y sepulta la mirada en el
fondo blanquecino-. En cuanto a la niña…
Debí reconocerla. Debí aceptarla como mi hija. Debí cagarme en la opinión de todos
mis colegas. Pero ya es algo tarde para eso, ¿verdad? –Usa la servilleta para
secar el sudor de su frente-. No pude darle un padre, pero al menos pude
vengarla.
Karina cruza miradas con Valdez. Ambos se ven
conmocionados por el peso de la confesión, y cada uno reacciona a su manera.
-Tranquilo, Robledo –intenta
contener el senador-. Yo… Por supuesto que no he escuchado nada de lo que dijo.
Nada. –Se dirige a la periodista-. Y espero lo mismo de usted, señorita.
-¿Pretende que calle esto?
-No tiene pruebas. Y yo pienso
negar cada afirmación que usted haga.
-Usted no entiende, senador. Se
trata de un crimen. No importan los motivos, ni que los malditos se lo hayan
merecido. Es un crimen.
-¿Y qué? ¿Tiene idea de lo que
se mata en este país, y por razones insignificantes?
Ella siente que habla con una
pared, y dirige su impotencia contra Robledo.
-¡Usted es… más miserable de lo
que pensé! Le importa una mierda las miles de víctimas fogoneadas bajo sus
ideas, pero cuando le toca sufrir a usted, viola sus propias normas convirtiéndose
en asesino.
-Lo sé. Y es por eso que
merezco la pena capital.
Valdez intuye que alguna idea
nefasta sobrevuela la mesa.
-¿Qué dice, Robledo?
-Merezco esa condena. La
destrucción y el olvido a mi persona, pero no a mi libro.
-Su libro y usted son lo mismo
–acusa ella.
-Ya no. –El juez se sirve el
resto de vino que queda en la botella, quizás deseando que fuera la cicuta que
acabó con Sócrates-. Se olvida que mis propias ideas me condenan, Karina. Maté
a tres víctimas de la sociedad.
-Tres asesinos –define ella.
-A los que ejecuté sin
remordimientos. Merezco el mismo fin.
La confunde esa doble mirada
del juez. Desde su libro habla de víctimas, desde su dolor, en cambio, de
asesinos que merecían la muerte. ¿Cuál es el verdadero juez?
-De acuerdo –decide. Le
propongo un linchamiento público si eso alivia su sentimiento de culpa. Un
reportaje. Una confesión frente a las cámaras del canal.
-¿Esta loca? –estalla Valdez-.
¡Nunca vamos a permitir semejante cosa! El juez Robledo es patrimonio de
nuestro partido. Nuestro caballito de batalla en el Poder Judicial. El juez no
se toca. Y si sabe lo que le conviene, usted se olvida de todo lo que se habló
aquí.
-¿Me amenaza?
-Puede tomarlo como quiera.
Los sorprende el campanilleo de
la copa que el juez golpea suavemente con la cucharita de café.
-No es necesario ser grosero,
Valdez –amonesta, al parecer de mejor ánimo-. Karina no hablará de todo esto.
-¿Por qué está tan seguro? –pregunta
ella enarcando una ceja.
-No lo estoy, pero confío en
que así será. Hace un rato le hablé de un intercambio.
-Explíquese.
-Le dije que existían los
milagros, la posibilidad de que usted no sufra la agonía de esa cruel
enfermedad. Esa que ya empieza a entorpecer el control de sus piernas. Le
propongo ese milagro, a cambio de su silencio.
Ella sacude la cabeza, turbada.
-Va a tener que hablar más
claro.
-Le estoy ofreciendo un
milagro, queda en usted aceptar o no. La supervivencia de mi libro queda en sus
manos.
El senador entorna los ojos y
se masajea la nuca.
-La verdad que no entiendo nada,
Robledo. ¿Qué le está proponiendo a la chica?
Karina empieza a entender. No
le importa que sean las doce menos cinco, ni que haya entrado el mozo con una
botella de champagne. Ni que extraiga el corcho sin ruido, ni que sirva cuidadosamente
en las copas que ha traído sobre una bandeja plateada. Ahora entiende por qué
ha sido invitada a esa cena. El afán de Robledo por recibir su castigo, no por
haber matado, sino por violar las reglas de su propio libro, al que otorga más importancia
que a su vida misma, ya que ese libro no es más que su ego proyectado al
infinito, inmortal como un dios, y al que no quiere dejar la mancha de su inconducta.
Esa noche el juez morirá para que su libro sobreviva. Pero como un acto final,
imprescindible, debía confesarlo todo para de alguna manera sentirse redimido.
Y que fuera precisamente ella, su más dura crítica, quien escuchase la comisión
de su crimen, para dar un valor objetivo a su absolución. Pero también era muy
importante que la periodista callara, que no develara el fiasco que condenaría
a su libro por la falsedad de su autor. Y ese silencio estaba garantizado por algo
que Karina no podía negarse a aceptar. El milagro de no sufrir esa lenta,
inútil agonía. ¿Por qué no? ¿Acaso no fue ella misma quien suplicó a ese médico
piadoso que terminara con una inyección el sufrimiento terminal de su madre, a
quien tomó de la mano para verla cerrar los ojos por última vez, y la que
vuelve a tomar en cada una de sus pesadillas? Por un momento se rebela. No
quiere morir, no así, de golpe, sin despedirse de los suyos. De sus amigos, de
su perro. Toma el impulso de incorporarse pero su pierna derecha le falla, y su
trunco movimiento no parece más que un fallido intento por acomodarse en la
silla. El mozo se retira. Ella mira el portafolio de Robledo en el piso. Se
pregunta si allí se esconderá la bomba. O si la habrá colocado bajo la mesa, al
momento de llegar, antes que sus invitados. Solo le intriga la presencia de
Valdez en esa última cena. Qué sentido tendría arrastrarlo también a él hacia
la muerte. Ciertamente es un delincuente, como muchos en la política. Pero
Robledo no lo castigaría por ello con la pena capital. No igualaría esos
pecados con su terrible crimen.
-¿Qué me dice, Karina? –pregunta Robledo, ofreciéndole una copa burbujeante de champagne-. ¿Acepta el
milagro?
Ella le sostiene la mirada por
un instante. Acepta la copa y la eleva apenas.
-Feliz cumpleaños, señor juez.
Valdez toma su copa y los mira
extrañado.
-¿Se puede saber qué significa
todo esto?
Robledo se lo aclara:
-Significa… que son las doce.
Un brutal fogonazo da paso a la
oscuridad.
Todos los medios de la mañana
reflejan la tremenda explosión seguida por un conato de incendio ocurrida en el reservado de un notorio restaurante
de la zona de Belgrano. Abundan los reportajes a figuras del medio televisivo acongojadas
por la muerte trágica de Karina Bedoya, la querida periodista y premiada
documentalista argentina. Varias personas han dejado flores y todo tipo de
mensajes en la puerta del canal donde trabajaba.
Hay estupor en los medios
judiciales por el atentado que terminó con la vida del ex juez Damián Robledo,
un intachable hombre de leyes, reconocido internacionalmente, que fundó su vida
en la búsqueda de una sociedad más humana y equitativa.
No sucede lo mismo con el
diputado Ricardo Valdez. Si bien el Congreso ha suspendido las sesiones en señal
de duelo, se tejen versiones diversas que lo señalan como el verdadero objeto
del atentado, según trascendidos, por sus negocios con la mafia sindical y los
zares de la droga. Fuentes policiales aseguran que se ha abierto una
investigación por un posible ajuste de cuentas.
A solicitud de varios juristas,
hoy por la noche se velarán los restos del ex juez Robledo en el palacio de los
Tribunales. Se descuenta la emotividad del acto, ya que en el mismo habrá un
stand donde se podrá apreciar el legado inmortal que nos deja Damián Robledo.
Su libro: El crimen no debe pagar.
Eduardo Goldman
Edu, disfruté muchísimo tu relato. Debería circular por la cortes y los congresos a ver si espantamos a más de un criminal. Grande!
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