Nadie conocía su verdadero nombre, lo llamaban Luis Gómez.
Aunque para muchos era conocido como el Sapo. Fue la mote que se ganó entre los
muchachos del grupo de tareas, porque se especializaba en cocinar prisioneros
sobre los resortes metálicos de la cama, aplicando con dedicación unos 220
voltios, de manera intermitente, para lograr que esos cuerpos saltaran como
ranas ante la algarabía precisamente de ellos, los muchachos.
Pero la buena época del grupito se acabó con el
advenimiento de la democracia. Los que zafaron de la Justicia debieron
arreglárselas para conseguir trabajo como sicarios al mejor postor o simplemente
dedicarse a la artesanía de la delincuencia, en los bajos fondos de una
democracia que se fue olvidando del demos,
para establecer una cracia cada
vez más de pocos. Pero fue precisamente el Sapo quien habría de demostrar una
capacidad enorme para adaptarse a los nuevos tiempos. “Creatividad nunca le
faltó”, han dicho muchos de sus viejos colegas en el arte de la malignidad. Y
fue así que el Sapo, perdón, ahora el honorable Luis Gómez, encontró la manera
más rentable de recrear las habilidades que lo han hecho famoso. Desde hace
años se ha dedicado a hacer saltar a la gente en cumpleaños de quince,
casamientos y bautismos. Dirige un equipo de disc jockeys cuya misión secreta
es potenciar los parlantes a máxima potencia, provocando una verdadera tormenta
de decibeles que hacen vibrar las paredes de varios edificios a la redonda,
sólo para obligar a que todo el público del salón de fiestas salga a bailar,
para que nadie quede aferrándose a una mesa ni para comerse un canapé, para
tenerlos a todos en la pista de baile, su nueva parrilla, y en ese frenesí de
movimientos originados en una cada vez más deteriorada trompa de Eustaquio,
iniciar el camino sagrado de la sordera.
Los clientes de su empresa, por lo general fabricantes de audífonos, lo han distinguido varias veces como el empresario del año.
Eduardo Goldman