viernes, 5 de diciembre de 2025

UN CASO DE VÉRTIGO EN EL CICLISMO

   “Juan Benavidez nació para el ciclismo”. Tal fue la afirmación de la obstetra que lo vio nacer, cuando el bebé salió de la panza de su madre pedaleando. En efecto, al cumplir los cuatro años el pequeño Juan ganó la media maratón para triciclos auspiciada por el jardín de infantes “El Pimpollo Corajudo”. Todo parecía augurar un gran futuro deportivo para él, de no ser por un gran inconveniente que fue acentuándose con el tiempo, el vértigo a la velocidad. La crisis estalló años más tarde, cuando debido a este problema Juan cayó de su bicicleta en plena carrera. Su madre, una mujer asustadiza que solo se animaba a cruzar las calles con custodia policial, lo instó a que dejase el ciclismo, ya que ese vértigo podía provocarle accidentes aún más graves. Le rogó que optara por aficiones más tranquilas y menos fatigosas, como la actividad política. Su padre, un contador que se ganaba la vida haciendo stand ups en bares de cuarta, fue más práctico y le consiguió a Juan un trabajo nada riesgoso, como proctólogo de elefantes en el zoológico de Medellín. Al principio la cosa pareció marchar, a Juan le encantaban los elefantes, aunque más de adelante que de atrás. Quizás por eso terminó renunciando a los pocos meses, alegando que estaba harto de tener que lavarse el cabello cada dos horas.

   Finalmente, aconsejado por una antigua novia con la que solo salió una vez, Juan decidió a tratarse con un médico. Una vez frente al profesional de la salud, relató su padecimiento cuando imprimía velocidad a su bicicleta. Mareo, la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor, la impresión de caer en un abismo. Manifestó también su temor a que eso empeorase a tal punto que lo obligara a abandonar su carrera deportiva. El médico lo tranquilizó explicando que había una solución para su problema. Y de inmediato le recetó una medicación, sugiriéndole que volviera a la semana para ver cómo le había ido. Y a la semana siguiente Juan volvió maravillado. Relató que ya no lo aquejaban esos terribles mareos y que se sentía aliviado de poder disputar la gran maratón de Bogotá, que clasificaba para la próxima olimpíada. Cosa que lo tenía, por otra parte, muy ansioso.

   El médico, consciente de que hacía muy poco que Juan Benavidez tomaba el remedio, temió que la enorme tensión por una prueba tan importante pudiera reactivar, aunque más leve, algún mareo en su paciente. Por tal motivo, impulsado por su sentido de responsabilidad, a pesar de que jamás había montado una bicicleta, decidió anotarse en la maratón para apoyar a Juan en caso de emergencia. Fue así que a poco de empezar la gran carrera Juan Benavidez alcanzó el primer puesto. El médico, era lógico, ocupaba el último lugar. Sin embargo, al observar con un prismático que su paciente parecía flaquear debido a su viejo problema, apoyándose en su sagrado juramento de Hipócrates, sacó una fuerza descomunal y pedaleó como una máquina hasta ponerse a la altura de Juan.  Sin perder tiempo, le alcanzó la medicación y un vaso de agua, del que por milagro no se había volcado ni una sola gota.  Juan la tomó y de inmediato recuperó todo su vigor, desplegando el talento que lo caracterizaba para seguir puntero y enfilar hacia la tan soñada meta que lo llevaría a la gloria. Sin embargo, eso no le alcanzó. La carrera la ganó el médico.

Eduardo Goldman

lunes, 17 de noviembre de 2025

UN RARO CASO DE VÉRTIGO EN EL FÚTBOL

 

                  UN RARO CASO DE VÉRTIGO EN EL FÚTBOL

 

                                                        Por Eduardo Goldman

 

   Dalmasio se detuvo frente a la escalera de salida, que se precipitaba hacia otras escaleras como una catarata seca. La vista empezó a nublarse. Los escalones de cemento semejaban las teclas de un piano manipuladas por un concertista demente. Cerró los ojos para borrar esa apabullante sensación, sólo para hacer más potente el sonido hueco de los pasos, cientos, miles de pasos, que lo esquivaban con resoplidos de fastidio en el urgente camino a casa. Se forzó a levantar los párpados y proseguir bajando, con la mano tintineante sobre la baranda, el paso inseguro, algo torpe, como el que podría dar un elefante en pantuflas.

   Un niño con la camiseta azul y oro bajó corriendo chocando su brazo, haciéndolo tambalear. El hombre de voz ronca, que debía ser su padre, le lanzó un reto, para luego bajar tras el niño sin dirigir la más mínima disculpa a Dalmasio. Y es que la gente estaba de mal humor. Boca había perdido dos a cero contra un humilde equipo de provincia, para colmo en la Bombonera, y eso se reflejaba en una multitud de comentarios negativos hacia los jugadores condimentados con insultos al técnico y al árbitro por igual.

   Finalmente, Dalmasio ganó la calle. Lo embargó una depresión que le nacía en la boca del estómago al ver esos bares típicos de la zona, donde solía festejar los triunfos del equipo con otros fanáticos, en su mayor parte desconocidos, pero con quienes lo hermanaba el amor por la misma divisa. Podía adelantar la entrada a su diminuto departamento en el barrio de Villa Crespo, rejuntar las sobras de su cena anterior, mirarla durante unos minutos y volverla a la heladera. Boquita había perdido. Prohibido encender el televisor. Su plan de adelantar el trabajo para la pequeña agencia publicitaria donde trabajaba online quedó descartado. ¿Cómo podía crear un eslogan sobre la felicidad que procuraba consumir ese jugo ignoto con el ánimo crujiente? Así y todo, abrió su notebook e intentó trabajar, pero no le brotó una sola palabra, la depresión había drenado toda su fuerza creativa. Sacudió la cabeza, sabía que el lunes le esperaba un trabajo a destajo.

   La imagen de su amiga Cuti le cruzó la mente. Recordó que ella le había sugerido algo importante, algo que no alcanzaba a precisar. Se decidió a buscarlo en los wasaps. Una larga lista de irrelevancias, hasta que por fin lo encontró. Ella le escribió: ”Dalmi”, porque lo llamaba cariñosamente de ese modo, “tu problema es que sufrís de vértigo, y no sé si tenés plena conciencia de eso”. Y a continuación le pasó el número de un psicólogo que atendía a una amiga de ella. “Un verdadero genio”, definió. Fue así que al otro día Dalmasio llamó al Licenciado Conteras para solicitar tratamiento.

   -Su nombre es Dalmasio Brótola, ¿verdad? –preguntó el psicólogo abriendo una ficha en su PC.

   -Así es. Brótola, con acento en la primera o.

   Contreras lo miró por sobre sus anteojos.

   -Lo sé –dijo secamente, y prosiguió inquiriendo los datos personales de rigor.

   Dalmasio aprovechó la atención del tipo en el teclado para echarle un buen vistazo. La típica calva cercada por dos franjas laterales de pelos grises y raquíticos, la barba remozada con tintura negra, y un esporádico tic en su ojo izquierdo. Este último detalle le pareció descabellado, pues, no concebía que un psicólogo tuviera tics. Para él era como un podólogo con callos plantales.

   -¿Cuál es el motivo de su consulta? –le disparó Contreras, sin previo aviso.

   -Yo… eh… bueno. Mi amiga Cuti dice que mi problema es el vértigo.

   -¿Y usted qué dice?

   -¿Yo? Y, sí. El vértigo, claro.

   Carrasco entreabrió la boca con intención de informarle que debió ver a un médico psiquiatra, ya que existían muy buenos medicamentos para ese tipo de afecciones. Pero enseguida la cerró. Contaba con muy pocos pacientes y debía pagar la primera cuota del auto.

   -Ha venido al lugar indicado –dijo con una sonrisa beática-. Soy especialista en vértigo.

  -¡Qué  bueno! –exclamó Dalmasio, animado por haber dado en el clavo con el profesional.

  -¿En qué circunstancias experimenta ese vértigo? ¿En las alturas? ¿Viajando en avión? ¿En un ascensor? ¿Mirando la calle desde un balcón?

   -No, no… En realidad, yo…

   -¿Alguno de sus padres sufría de vértigo? ¿O un abuelo? ¿O su perro?

   -¡Mi padre! Mamá me contó que en una época lo sufría. Resulta que él era muy aficionado al ciclismo. Presenciaba cuanta carrera había en Buenos Aires. Hasta que empezó a obsesionarse con las ruedas de las bicicletas, a fijarse en cómo giraban y giraban, y entonces se le nublaba la vista y todo parecía moverse a su alrededor.

   -Hmmm… Entonces lo suyo es hereditario.

   -También mi tío Lucas lo sufría. Le encantaba el café colombiano con mucha azúcar. Pero tuvo que dejarlo, por su salud.

   -¿Tenía diabetes?

   -No, estaba loco. Al menos eso decía la familia. El tío no podía despegar la vista de la cucharita revolviendo el café. Los círculos concéntricos en el brebaje lo atraían, eso afirmaba, que lo atraían al punto de querer arrojarse dentro de la taza, produciéndole un terrible mareo. Su esposa ya no lo aguantaba más.

   -Y claro. Difícil convivir con un hombre tan neurótico.

   -Es que se hartó de sacarle la taza de la cabeza. -Dalmasio tomó una gran bocanada de aire antes de seguir explicando, como si con eso pudiera dejar toda la locura familiar en el pasado-. La cosa empezó a normalizarse cuando papá cambió el ciclismo por las clases de tejido, y mi tío dejó el café por la leche de cabra, light.

   El psicólogo aguzó los ojos preparando su estocada.

   -¿Y usted? –soltó. Gozaba arrinconando a la gente para ir al grano-. Aún no respondió a mi pregunta. ¿En qué circunstancia siente vértigo?

   -¿Yo? Sólo cuando estoy en lo alto de la Bombonera.

   -¿La qué?

   -La Bombonera. La cancha de Boca.

   -¿Boca? ¿De qué habla?

   -Vamos, doctor. Boca Juniors. -Dalmasio lo miraba atónito. ¿Cómo era posible que alguien no conociera a los gloriosos “verdolagas”?- Usted no sabe mucho de fútbol, ¿verdad?

   -Ah. Fútbol. No sé ni me interesa.

   -No me diga que nunca vio un partido.

   -Se lo digo. En mi autorizada opinión, el fútbol es un espectáculo para psicópatas. Pero volvamos a lo suyo. Me dijo que le dan los ataque cuando sube a lo alto del estadio. ¿Cómo es eso?

   -Sencillo. Me ubico en la última fila, en lo más alto de la tribuna. Desde allí se ve panorámicamente el campo de juego. Pero al mirar hacia abajo me mareo y tengo terror a caerme.

   -Disculpe si mi pregunta es ingenua. ¿Por qué no mira el juego desde abajo?

   -Desde abajo me aburro. Necesito le emoción del vértigo.

   Carrasco lo observó un instante, acelerando la producción de tics en su ojo izquierdo. Luego anotó algo en la computadora sacudiendo la cabeza.

   -Déjeme explicarle –se avino Dalmasio, antes que al psicólogo le diera por solicitar un chaleco de fuerza-. Le decía que a mí me da terror la altura de la tribuna, al punto que miro el juego de reojo, agarrándome del asiento por temor a caerme. Pero todo cambia cada vez que Boquita conquista un gol. Entonces lo grito eufórico junto con todos los fanáticos que están alrededor. Saltamos, cantamos y hasta me abrazo con desconocidos enfervorizados por el festejo.

   Dalmasio detuvo su relato sonriendo, como si se tomara unos instantes para evocar escenas gratificantes.

   -Se abraza con los otros chiflados –se impacientó Contreras-. ¿Y?

   -Al sentir el abrazo, el vértigo desaparece. Me siento… no sé… protegido.

   -Suena a déficit infantil de abrazo paterno –especuló el psicólogo.

   -Puede ser –aceptó Dalmasio, aún ensoñado-. Entonces me agarran ganas de volar.

  -¿Volar?

   -De lanzarme tribuna abajo con la seguridad de que miles de manos amortiguarán mi caída, y me alzarán para conducirme a un paseo triunfal.

   La boca de Contreras se abrió con desmesura. Su tic en el ojo izquierdo pareció competir en una carrera de Fórmula 1.

   -Oiga… -balbuceó; sus pocos cabellos se habían pegoteado debido a una violenta sudoración-. No estará hablando en serio, ¿verdad? Eso de lanzarse al vacío. Es… muy malo para la salud.

   -Lo sé. Pero es lo que siento.

   El terapeuta entró en pánico. No ignoraba los problemas en que se metería si un paciente se suicidaba estando bajo su tratamiento, así que decidió despacharlo hacia otro lado.

   -Mire… –prologó, tragando un litro de saliva-. Claro que me encantaría atenderlo, usted me cae re simpático. Pero por una cuestión de ética profesional debo derivarlo a un psiquiatra. Usted necesita medicamentos que lo ayuden a vencer ese vértigo.

   Dalmasio dejó caer los brazos a los costados de su silla. Después de haberse animado a relatar sus fantasías se sintió rechazado, abandonado por la decisión del terapeuta.

   -Entonces… ¿no va a atenderme? –dijo, con un nudo en la garganta.

  -N… no. No sería correcto de mi parte. Le voy a recomendar un médico psiquiatra. Y le doy un buen consejo. Deje de ir a los estadios. Mire el fútbol por televisión. O mejor aún, olvídese del fútbol. Es un juego estúpido, sólo apto para idiotas o fracasados.

   Finalmente, Dalmasio no llamó al psiquiatra. Estaba demasiado resentido con Contreras como para seguir sus consejos. Aunque por un tiempo tuvo miedo de concurrir al estadio, lo que le causaba una fuerte sensación de vacuidad. Ya nada tenía sentido para él. Se sintió solo, perdido y sin esperanza. Hasta que su buena amiga Cuti le hizo esta observación: “Dalmi, me doy cuenta de que tu mayor problema, más que el vértigo, es la depresión en que entrás cuando pierde Boca. Dejá de angustiarte por eso. Al fin y al cabo, no te sucede nada que no le pase a todo el mundo. Cuando las cosas salen bien lo festejamos, y cuando van mal nos deprimimos. Andá a la cancha y divertite. Y tomate con calma el momento de pasarla mal”.

   Animado por estas palabras, Dalmasio volvió a los estadios. Y disfrutó mucho más de su vértigo con los consiguientes abrazos. Y la depresión, al permitirse sentirla a pleno, ya no fue tan poderosa. La gran felicidad para él fue la decisión de viajar a los Estados Unidos para presenciar los partidos de Argentina en el Mundial de Fútbol.

   Ya en el estadio mundialista, se ubicó en la butaca más alta que pudo conseguir. Miró a su alrededor. Estaba lleno de fanáticos con la camiseta albiceleste. Y a pesar de que ya empezaba a tener síntomas de vértigo, lo confortó saber que contaba con mucha gente para abrazarse en cuanto el equipo de Scaloni metiera el primer gol.

   Los jugadores salieron al campo de juego. La apoteosis en ese sector del estadio. Luego, Dalmasio acompañó el coro del Himno Nacional a pura emoción. Fue en ese momento que le pareció escuchar muy cerca una voz familiar, algo desafinada. Su cabeza giró como un relámpago, solo para descubrir algo que le llevó minutos entender, discernir si lo que veía era verdad o el fruto de su febril imaginación. A pocos metros se hallaba el psicólogo Contreras, con una camiseta de la selección y los colores de la bandera pintados en ambas mejillas. Su fallido terapeuta también se sorprendió al verlo, y tuvo necesidad de explicarle a qué se debía ese cambio copernicano que había realizado.

   -Es que… -comenzó el psicólogo, titubeante, su cara tiñiéndose de colorado- después de escuchar su pasión por el fútbol… quise comprender de qué se trataba. Por una curiosidad científica, se entiende. Y descubrí que me encantaba, y que al subir a lo alto de la tribuna experimentaba el mismo vértigo que usted, y el mismo alivio al ser abrazado. ¡Y me sentí vivo por primera vez en mi vida!

   A partir de ese momento ambos miraron los siguientes partidos juntos, espiando las incidencias del juego, de reojo, para no ser dominados por el vértigo, abrazándose entre ellos en el festejo de cada gol, felices, seguros de que no iban a lanzarse al vacío por la absurda fantasía de que miles de manos irían a amortiguar el golpe.

   Un simposio de psicólogos que estudió el caso concluyó en que ambos estaban psicóticos. Pero, ¿qué sabían ellos? La vida es demasiado corta, por demás complicada, y cada uno debe afrontarla a su manera. Al fin y al cabo, la única verdad se resume en el título de una canción de Joan Manuel Serrat: Cada loco con su tema.

miércoles, 15 de octubre de 2025

ANTISIONISMO O ANTISEMITISMO

 

    Se dice que el señor Rabión caminaba por la calle Tinogasta, echando espuma por la boca y maldiciendo a viva voz, cuando Dios, que justo pasaba por ahí, se acercó a preguntarle por qué andaba tan enojado. El hombre, al principio sorprendido por tal aparición, respondió que su ira fue desatada al ver a tres sionistas saliendo de una sinagoga.

   “¿Cómo sabes que eran sionistas?”, inquirió Dios.

   “Muy fácil, mi Señor. Eran judíos”, respondió el hombre.

   “ Es que no todos los judíos son sionistas. Sólo los que desean vivir en la sagrada tierra de Israel”

  “Bueno…”, titubeó el hombre, algo avergonzado por su ignorancia en la materia. “Pero son judíos. Por eso los odio. Deberían desaparecer de la faz de la Tierra”.

   “Está bien” aceptó Dios. “Si con eso te cambio el humor, haré desaparecer a los judíos del planeta”.

   “¿En serio? ¿En serio puedes hacer eso?”.

   “Claro. Por algo soy Dios, ¿no? Es más, ya los he borrado de la historia de la humanidad. Es como si nunca hubieran existido”.

   “¡Gracias! ¡Gracias, Dios!”, se entusiasmó el hombre. Pero cuando quiso saltar de alegría cayó al piso. “¿Qué me pasa”, gimió? “¡No puedo mover las piernas!”.

   “Es que al desaparecer los judíos nunca existió el doctor Albert Sabin, descubridor de la vacuna denominada Sabin Oral, contra la poliomielitis. Al no recibir esa vacuna contrajiste esa enfermedad”.

   Y Dios se marchó a otra galaxia para arreglar un entuerto.

   Se dice que todas las tardes el señor Rabión camina por la calle Tinogasta, sostenido de dos muletas y un aparato en su pierna derecha. Siempre entonando el Hava Nagila, con la esperanza de que Dios lo escuche y reconsidere el tema.

Eduardo Goldman

domingo, 24 de agosto de 2025

SIGFRID

 

                                           SIGFRID

                                                         de Eduardo Goldman

 

ESCENARIO: DIVIDIDO POR UNA LÍNEA IMAGINARIA EN SU CENTRO.

A LA IZQUIERDA (LADO 1) UN SILLÓN TIPO DECADA DEL 40 JUNTO A UNA MESA ANGOSTA CON UN FLORERO, UNA BUENA CAMA. A LA DERECHA (LADO 2) UNA MESITA, UNA SILLA RUSTICA, VIEJA. TAMBIÉN UN COLCHÓN EN EL PISO. AL FONDO A LA DERECHA HAY UNA PUERTA. LOS LADOS DEL ESCENARIO FUNCIONAN ALTERNATIVAMENTE. CUANDO UNO ESTA ACTIVO EL OTRO LADO ESTÁ A OSCURAS.

 

PERSONAJE: ANA. EN ESCENARIO 1 ESTÁ SIEMPRE DE TACOS ALTOS. EN EL 2, TACOS BAJOS.

 

ENTRA ANA AL ESCENARIO 1 (EL 2 ESTÁ A OSCURAS), POR EL TELÓN DE LA IZQUIERDA, EUFÓRICA. SUS LABIOS PINTADOS DE ROJO FUEGO. LLEVA UNA BOLSA DE COMPRAS, DE ÉPOCA (VER ILUSTRACIÓN ADJUNTA).

 

ESCENA 1

ANA: ¡Soy feliz… feliz… feliz! ¡Voy a casarme, Sigfrid! (DEJA LA BOLSA SOBRE LA CAMA Y MIRA SU MANO EXHIBIENDO A SI MISMA SU ANILLO) ¡Te amo, Rolf! ¡Mi príncipe azul! ¡Fue tan sorpresivo! ¡Tan mágico! (SE ENSUEÑA) Caminábamos del brazo por Alexanderplatz… como siempre que lo hacemos cuando vamos a comer esa wurst que tanto nos gusta. ¡Las mejores salchichas de Berlín! ¡Qué digo de Berlín! ¡De toda Alemania! ¡Pero esta vez fue diferente! ¡Divinamente diferente! Te voy a contar hasta el más mínimo detalle, Sigfrid…

 

DE PRONTO MIRA LA MESA Y ENSEGUIDA A TODOS LADOS. LLAMA:

 

ANA: ¡Sigfrid! ¿Dónde estás? ¡Sigfrid! (VA HASTA EL TELON POR DONDE ENTRÓ Y GRITA HACIA AFUERA) ¡Mamá! ¿Dónde está Sigfrid? (VUELVE Y MIRA HACIA TODOS LADOS) ¡Sigfrid!

 

VA HASTA TELÓN, DEL LADO OPUESTO. SALE.

 

ANA: (VOZ EN OFF) ¡Sigfrid! ¿Qué hacés aquí? ¡A oscuras! (VUELVE CON UN OSITO DE PELUCHE EN SUS BRAZOS) ¡Pobrecito! ¡Esa costumbre de mamá de guardarte en el armario! (LO COLOCA SOBRE LA MESA, LO MIRA) A ver. (LO PEINA CON LA MANO) Así está mejor. (FELIZ) ¡Ayyy! ¿Te muestro lo que compré? ¡Te va a encantar! (VA HASTA LA BOLSA DE COMPRAS, EN LA CAMA) ¡Estaba en oferta! (SACA UN DESHABILLÉ ROJO) Mirá. (SE LO PRUEBA SOBRE SU ROPA) Mirá qué hermoso deshabillé. Es para mi noche de bodas. Bien sensual, ¿no? Rolf se va a volver loco al verme salir del baño, así vestida. (PICARA) Bueno, casi vestida, porque pienso en darle vacaciones a mi corpiño. (RÍE TRAVIESA. MIRA AL OSO, SE ACERCA A ÉL) ¡Oia…! ¿Y esa carita? no te pongas celoso, Sigfrid. (LO AGARRA) Vos sabés que sos el número uno en mi vida. (REFLEXIONA) ¿De qué te estaba hablando? ¡Ah, sí! Te contaba lo de esta tarde. ¡Esta maravillosa tarde! Caminábamos por Alexanderplatz, cuando de pronto, con toda la impetuosidad que lo caracteriza, Rolf detuvo sus pasos, soltó mi brazo… y se arrodilló frente a mí. (RIE) Síii, lo que te digo. La plaza estaba llena de gente a esa hora. Y más de uno soltó una carcajada al verlo. “Rolf, ¿qué hacés?”, le pregunté, “la gente nos mira”. Pero él, ya viste cómo es él cuando se le mete algo en la cabeza. Sacó de su bolsillo algo que mantuvo oculto con la mano cerrada, y usando un tono solemne que no le conocía, me dijo: “Ana… Anita”. Entonces abrió la mano, había un anillo dorado en su interior, un anillo de compromiso, pensé, excitada. Sin siquiera pensarlo le ofrecí mi dedo, para que él me lo colocara delicadamente. (MIRA SU DEDO) Y antes de que yo pudiera abrir la boca… Rolf me susurró… “Anita… ¿querés casarte conmigo?” (GRITA EUFÓRICA) ¡Aaayyyyy! (AL OSO) ¡Claro! ¡Le respondí que sí! ¡Debo haberlo dicho más de diez veces! Y entonces se incorporó para tomarme entre sus brazos… y darme un largo… largo beso en los labios. (SUSPIRA) Y luego… luego se fue. Tenía esa tradicional reunión de los jueves con sus compañeros de trabajo, los del ministerio. Vos sabés. Juegan a las cartas, comen salchichas y cantan meciendo sus jarras de cerveza para luego vaciarlas de un trago. Lo que hacen todos los hombres, supongo.

 

AGARRA AL OSO ENTRE SUS BRAZOS Y SE SIENTA EN EL SILLÓN.

 

ANA: Pero eso no fue todo. Cuando llegaba a casa, ¿quién te creés que me esperaba en la puerta? ¡Jacob! ¡Sí! ¡El buen Jacob! ¿Te acordás de él? Mi novio de los quince años. Y por la forma en que me miraba supe que aún seguía enamorado de mí. Me saludó muy cortésmente, besando mi mano. Y me dijo que venía despedirse, que se marchaba de Alemania para siempre. Un tío suyo lo esperaba en Nueva York para asociarlo a su negocio, de pieles, creo. Me quedé helada. No sé por qué, pero sentí un gran vacío al saber de su partida. Fue como… como si me sacaran para siempre mis quince años. (PAUSITA) “¿Dejar Berlín?”, le dije. “¿Por qué? Esta es tu ciudad, sos berlinés de la cabeza a los pies”. La cara se le ensombreció a medida que me explicaba. “Tuve horribles pesadillas, Anita. Durante varias noches soñé que un demonio caminaba sobre los cuerpos de miles de judíos, como vos y yo. Hasta que en mi última visión el demonio se sacó la máscara, y era Hitler”. Yo miré a Jacob sin entender. “¿Hitler?”, repetí, casi divertida. “¿Quién es ese Hitler?”. Se puso pálido, Tuvo que sacar un pañuelo para secarse la frente. Nunca antes lo había visto así. Y fue entonces que me dijo que Adolf Hitler será el amo de Alemania, y que ese día será el fin para nosotros. (AL OSO) Te lo juro, Sigfrid. Te juro que por momentos mi corazón empezó a latir como una locomotora. Traté de calmarme y sobre todo, calmarlo a él. “Ay, Jacob”, y se me escapó una carcajada. “Vos siempre con esos sueños raros. Mi madre decía que eras medio loco. El rey de las pesadillas, te llamaba”. (TENSA) Él me miró a los ojos, tomó mi mano y dijo con voz temblorosa. “Vení conmigo, Anita. A Nueva York. Ahí podemos comenzar una nueva vida, llena de oportunidades. Es la tierra de la libertad”.

 

SE INCORPORA, TRISTE. COLOCA AL OSO SOBRE LA MESA

 

ANA: Yo no supe cómo reaccionar. ¿Cómo decirle que su propuesta era lo más parecido al delirio de un borracho? Jacob pareció adivinar mis pensamientos. Soltó con suavidad mi mano y miró al piso. “Al menos andate de Alemania, Anita. Salí de este infierno. ¡Salí de este infierno!”.

 

ESCENA 2

SE APAGA LA LUZ. LA ACTRIZ SALE DE ESCENA POR TELON. DE A POCO SE ENCIENDE LA LUZ EN EL OTRO ESCENARIO. UNA LUZ ALGO MÁS PÁLIDA QUE EN EL ESCENARIO 1. NO HAY ACCIÓN. SE OYEN PASOS ACERCANDOSE DEL OTRO LADO. HASTA QUE SE ABRE RUIDOSAMENTE LA PUERTA Y ANA ES EMPUJADA ADENTRO Y CAE DE RODILLAS. SE CIERRA LA PUERTA. PASOS ALEJANDOSE. ANA ESTA SIN MAQUILLAJE. MIRA A SU ALREDEDOR, CON DESOLACION. SE ABRAZA, COMO CON FRIO, O MIEDO. DESESPERADA, SE LEVANTA Y GOLPEA LA PUERTA.

 

ANA: ¿Qué es esto? ¿Dónde me trajeron? ¿Dónde está Sigfrid? (SU VOZ SE ANIÑA, CON GANAS DE LLORAR) ¿Dónde está? ¡Mi oso! ¡El comandante Höss me permitió tenerlo conmigo! ¡Por Favor! ¡Necesito a Sigfrid! ¡Por Favor!

 

PASOS ACERCANDOSE. ELLA SE APARTA DE LA PUERTA, ASUSTADA. SE ABRE Y LE ARROJAN AL OSO ENNEGRECIDO, QUEMADO, SE CIERRA Y ALEJAN LOS PASOS. ELLA MIRA AL OSO EN EL SUELO, AZORADA, TRATANDO DE ENTENDER. SE HORRORIZA.

 

ANA: ¡¡¡Sigfrid!!! (SE AGACHA, LO RECOGE) ¿Qué te han hecho? (LO ABRAZA, LLORANDO) Mi Sigfrid… (SE RECUPERA, ES COMO SI TRATARA DE CALMAR AL OSO) Tranquilo, mi osito. Ya nadie va a hacerte nada. Me lo prometió el comandante después de tanto que le rogué. Se reía cuando lo dijo, y en seguida mandó a un soldado a recogerte de los trastos destinados a la fogata. (LO MIRA, CON PENA) No sabía que ya te habían echado al fuego. (SE REHACE. SE SIENTA EN EL PISO Y LO ABRAZA) Por suerte no llegaste a quemarte del todo. Estás un poco chamuscado, sí. (LO PEINA CON LA MANO) Pero… sos mi Sigfrid. Siempre serás mi Sigfrid. (LO MIRA) Hemos tenido suerte los dos. Nos hemos salvado por un pelo. Bueno, yo creo que me salvé. Aun no estoy muy segura. Todo es tan confuso. Me acuerdo que… cuando bajamos de ese horrible tren, atestado de gente que sólo hablaba húngaro… todo eran gritos… y ladridos. Un hombre de uniforme a rayas me ayudó a bajar por la rampa. Por un instante me miró con ternura… y una profunda tristeza. Casi enseguida te arrancaron de mis brazos y me ordenaron que me formara en la fila de la derecha. Yo me desesperé… grité y grité… tan fuerte que hasta los guardias callaron. Me agarraron de los brazos y los pelos para que no fuera a buscarte, allí donde te arrojaron. Entonces escuché el ruido metálico en mi oído. Un hombre de uniforme negro y mirada de hielo pareció a punto de dispararme. Pero lo más curioso es que… no tuve miedo. En serio… nada de miedo. Sentí como si nada de lo que pasaba fuera real… que si cerraba los ojos… al abrirlos estaría de nuevo en casa… con vos… y mamá.

 

SE APAGA LA LUZ, SE ENCIENDE DE A POCO EL ESCENARIO 1.

 

ESCENA 3

VOLVEMOS AL ESCENARIO 1. SÓLO ESTÁ EL OSO SOBRE LA MESA, SIN QUEMAZON. OIMOS LA VOZ EN OFF DE ANA.

 

ANA: (GRITANDO) ¡Deja de volverme loca, mamá! ¡Lo voy a hacer! ¡Te guste o no te guste! ¡Lo voy a hacer! (SE ESCUCHA UN PORTAZO Y ENTRA ANA POR TELÓN IZQUIERDA. SE PASEA, CON FURIA, SE DETIENE FRENTE AL OSO. LE HABLA COMO A UN AMIGO) Sigfrid… mi querido Sigfrid… (SUSPIRA) Suerte que te tengo a vos para escucharme. Si no estuvieras no resistiría un segundo más en esta casa. No te imaginás con qué se vino esta vez. ¡Que no me atreva a casarme con Rolf! ¡Eso fue lo que me dijo! ¡Como si a los veintiún años yo necesitara el permiso de mi madre para casarme o convivir con quien se me antoje! Se plantó frente a mí con esa cara de soldado prusiano para impartirme su orden. Pero eso no fue todo. Nooo… Lo que más me sorprendió fue el motivo que adujo. Que Rolf no es judío. ¡Vaya novedad! Ya sé que no es judío. (SONRÍE) Lo comprobé en nuestra segunda cita, cuando me invitó a su casa. Esto es Alemania, Sigfrid. Somos todos alemanes. Pareciera que mamá no se ha dado cuenta de que estamos en 1932. ¿A quién le importa la religión o las viejas tradiciones que ni siquiera los abuelos practicaban? Le hablabas al abuelo Motl de religión, del Iom Kipur y todo eso… y enseguida te salía conque la religión es el opio de los pueblos. Aunque nunca supe qué diablos quería decir con esa frase. Hasta el día de su muerte sólo hablaba de la cruz de hierro que recibió de manos del propio káiser… y de ese Lenin, que según él, era el padre de sus pensamientos. En cuanto a mamá… ella jamás pisó una sinagoga, y ahora se hace la judía ortodoxa. ¿Pero sabes qué? No le creo una palabra. No es la religión lo que le preocupa, sino que yo me case, que me case y la deje sola. Y mirá que se lo dije mil veces. Nunca te abandonaría, mamá. No me voy para siempre. Voy a venir a visitarte todas las semanas. Todos los días si querés. Pero ella sigue mal. Insistiendo en que no debo casarme. Por momentos me pregunto si ella realmente quiere mi felicidad. O si me quiere ver tal como es ella, amarga, desgraciada, tan vital como una flor de plástico. ¿Acaso tengo la culpa de que mi padre haya dejado de tocarla a poco de haberse casado? Eso fue lo que me contó la tía Ruth, la única que me felicitó cuando le hablé de mi casamiento con Rolf. Sólo un trámite civil, nada de religión. Después de todo, es el opio de los pueblos, ¿no? (SE GOLPEA LA CABEZA CON LA PALMA) ¡Ay! ¡Casi me olvido de contarte, Sigfrid! (SACA UN SOBRE DE SUS ROPAS. ES UNA CARTA QUE YA HA SIDO ABIERTA. EXTRAE EL TEXTO) Mirá. Me escribió Jacob, desde Nueva York. Te la leo. (LEE) Querida Ana. Luego de varias semanas en esta ciudad maravillosa, puedo decirte que recién me he acomodado a ella. Acá es donde empieza uno a comprender el verdadero significado de la palabra libertad. Vas por la calle y nadie te juzga por cómo vas vestido, o cómo caminás o si cantas ópera en cada esquina. Cada uno a lo suyo y a no meterse con el prójimo. No encontrás miembros del partido nazi en refriegas sangrientas con los comunistas. Ni altavoces instando a votar a Hitler. Ni comercios judíos ensuciados por cruces gamadas. De hecho, y esto es lo que más me hizo sentir en casa, hay aquí más judíos de los que puedas imaginar. Y el que no es judío es italiano. (MIRA ENTUSIASTA AL OSO) Bueno, todo sigue en ese tono. ¡Me alegro por Jacob! ¡Ojalá allí encuentre la felicidad! (VA A GUARDAR LA CARTA, SE FRENA MIRANDO AL OSO. SUSPIRA) No puedo engañarte, Sigfrid. La carta no es toda alegría. Jacob está muy preocupado por Alemania, y en especial por mí. Dice que Hitler está en reuniones con el presidente Hindenburg, y tiene miedo que ese demonio, como él lo llama, termine conquistando el poder, como en su pesadilla. Vuelve a instarme a que salga de Alemania, que huya, a cualquier lado. Antes que sea demasiado tarde.

 

ANA QUEDA TENSA. SE APAGA LA LUZ.

 

ESCENA 4

VOLVEMOS AL ESCENARIO 2. ANA CON EL OSO CHAMUSCADO, EL GESTO AMARGO, RECORDANDO.

 

ANA: Vaya si fue demasiado tarde, Sigfrid. Espantosamente tarde. Lamento no haberle hecho caso a Jacob, irme con él. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué trataba yo de cuidar en Berlín? ¿Mi casamiento con Rolf? (HACE UNA MUECA AMARGA) ¿Mis amigas de la escuela? (NIEGA CON LA CABEZA) Ya no me quedaba ninguna. Mamá se encargó de defenestrarlas a todas. Una a una las fue destruyendo con su veneno, con sus comentarios burlones, hasta lograr que se alejaran de mí. Así como socavó la presencia de Jacob en mi adolescencia. Ella me quería sola, pero no por miedo a mi abandono, ni siquiera por celos. Sino por odio. No logro entender sus motivos, quizás la muerte de mi padre fue lo que la volvió contra mí, como si me culpara por lo sucedido. Todo lo que me queda de ella es el recuerdo de sus ojos duros al mirarme, su tono indiferente, sus labios apretados cuando le conté de mi felicidad por casarme con Rolf. (SUSPIRA) Hiciste de mi juventud un martirio, mamá. Secaste hasta la última gota de vida que había en mí. Me alimentaste amorosamente con tu rencor, al punto que me dejaste sin nada, sin afecto que dar, sin alegría que sentir. Hiciste de mí un cuerpo vacío. ¿Te odié? Ni siquiera lo sé. Pero casi sonrío cuando supe que te había arrestado la Gestapo.

 

PASOS QUE SE ACERCAN, PERO ANA NI PARECE ESCUCHARLOS. SE ABRE LA PUERTA Y ALGUIEN ARROJA UNA ROPA ADENTRO. LA PUERTA PERMANECE ABIERTA. NADIE ENTRA, ANA SE LEVANTA Y RECOGE LO QUE RESULTA SER UN DESHABILLÉ ROJO. ENTIENDE.

 

ANA: (MURMURA) Un deshabillé. No sé por qué se ha tomado esta molestia. (IRÓNICA) El comandante ya me ha violado. (MIRA A LA NADA) Reía al hacerlo, una y otra vez. En un momento me dijo que tenía un buen lugar para mí, en este mismo campo. Y que mi suerte terminaría cuando dejara de ser atractiva para él. Así que lo seduje, le dije cuanta inmundicia podía excitar los deseos más bajos de ese hombre, de cualquier hombre. Pero no sentí nada, ni siquiera… asco. Fue… como si lo mirase desde afuera, como si le pasara a otra. Otra que no era yo. (MIRA EL DESHABILLÉ. LO ACARICIA, ENSOÑADA) Se parece tanto al de mi noche de bodas… El mismo color… (VOZ QUEBRADA) La misma ilusión… (PAUSA, SONRIE) ¿Te acordás, Sigfrid? ¡Al principio fui tan feliz con Rolf! (CORRIGE) Fuimos felices, vos y yo. Qué excitados estábamos cuando nos mudamos a su casa, en el lujoso barrio de Charlottenburg. ¡Un verdadero palacio que había heredado de sus abuelos! Hasta entonces solo habitado por él y un sirviente. No es que Rolf fuera millonario, nada de eso, pero tenía un trabajo de alto rango en el ministerio… de defensa, creo.

 

GOLPES EN LA PUERTA. MIRA AL OSO EN EL PISO. PARECE A PUNTO DE DECIRLE ALGO, PERO NO LO HACE, LE TIEMBLA LA BOCA. SALE. LA PUERTA SE CIERRA. PASOS QUE SE ALEJAN. LA LUZ SE VA CERRANDO HASTA SOLO ALUMBRAR AL OSO. ESCUCHAMOS LA VOZ DE ANA EN OFF.

 

ANA: (OFF) Hay detalles que ya ni recuerdo, se me han borrado al punto que hoy quedan muy pocos en mi memoria. Pero hay uno en especial que quisiera olvidar y no lo he conseguido. Una de las noches más felices de mi vida. Te sonará extraño, ¿verdad, Sigfrid? ¿Quién desea olvidar una noche feliz? Yo te diré quién. Cualquiera que con el tiempo recuerde esa noche como una pesadilla. Y eso es lo que fue en verdad, la peor de las pesadillas.

 

SE APAGA LA LUZ. SE ENCIENDE EN EL ESCENARIO 1, MODIFICADO. HAY UN CUADRO COLGADO EN EL FONDO, Y EN VEZ DEL SILLON HAY UNA BANQUETA.

 

ESCENA: 5

EL OSO, NO CHAMUSCADO, SOBRE LA MESA. ENTRA ANA SACANDOSE EL SOMBRERO, DENOTANDO QUE VIENE DE AFUERA. ESTÁ EUFORICA.

 

ANA: ¡Sigfrid! ¡No veía la hora de llegar a casa para contarte! ¡Qué maravillosa noche he vivido! Siento mucho no haberte llevado, pero Rolf dijo que me deje de niñerías, que ya deje mi oso en paz. Es que él no sabe de la relación tan tierna que hay entre vos y yo, ni lo tanto que necesitamos uno del otro, ni los secretos que nos confiamos. Pero bueno, debí admitir que tenía razón. Sucede que fuimos a los festejos de la asunción de Hitler como canciller. Y no se hubiera visto bien que la esposa de un funcionario del Reich acudiera llevando su oso de peluche. No lo tomes a mal, por favor. Es el protocolo. (RIE) ¡Si hubieras visto la Puerta de Brandemburgo! ¡Iluminada por las antorchas de miles de uniformados que desfilaban en perfecto orden, al paso marcial, acompañados por los sones de una música que erizaba la piel! ¡Creeme! ¡Tus ojitos color miel se hubiesen humedecido de pura emoción! ¡Pero eso no fue todo! A su paso por la Wilhelmstrasse, la gente se agolpaba frente a las ventanas de la Cancillería. Desde allí cada tanto asomaba Hitler y estallaba el griterío de la multitud. ¡Heil Hitler! Empezaban a gritar algunos, y todo el mundo los imitaba. También yo, (ALZA EL BRAZO MIRANDO HACIA UNA VENTANA IMAGINARIA, GRITA) ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! (CANTA MARCHANDO CON LOS PIES) “Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt…“. ¡Ay, Sigfrid! ¡Me sentí más alemana que nunca! (SE DETIENE COMO OYENDO ALGO QUE VIENE DE AFUERA) ¿Oíste? La puerta de calle. Es Rolf, que se ha quedado charlando con un amigo en la esquina. Estoy tan orgullosa de mi esposo. Si hubieras escuchado los elogios que le dedicó su jefe, ese del ministerio. (CAMBIA LA VOZ) “Vas a llegar alto, Rolf”, le dijo. “El nacional-socialismo necesita funcionarios como vos”. (EXCITADA) ¡Corro a ponerme el deshabillé que estrené la noche de bodas! (VA A SALIR HACIA EL FONDO, SE DETIENE Y MIRA A SIGFRID) ¡Es la noche más feliz de mi vida! (SALE).

 

LA LUZ SE VA APAGANDO A MEDIDA QUE SE ENCIENDE LA DEL ESCENARIO 2.

 

ESCENA: 6

SÓLO ESTÁ EL OSO EN EL PISO. SE ABRE LA PUERTA Y ENTRA ANA, DEPRIMIDA, EN DESHABILLÉ. SE SIENTA JUNTO AL OSO, SIN MIRARLO, COMO AVERGONZADA.

 

ANA: Yo tenía cuatro años cuando murió papá. Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. El médico saliendo del dormitorio, con cara muy seria, negando con

la cabeza como si alguien no dejara de preguntarle cosas, y detrás mamá, llorando. Fue la única vez que la vi llorar. (DUDA) No, no fue la única. Por esa época mamá vivía muy angustiada, tenía la sospecha de que mi padre salía con otra mujer. (MIRA AL OSO) ¿Que cómo lo sé? Creo habértelo contado. Un día la escuché mientras se lo confiaba a su amiga Raquel. Ella no sabía que yo estaba detrás de la puerta, y dio rienda suelta a su rabia. Yo tendría once o doce años, y sabía muy bien de qué hablaba. Al momento me cruzó la idea de que papá la había engañado con mi tía Ruth. Recordé haberlos visto muy incómodos cierta vez que entré de improviso a la cocina. Ella estaba nerviosa y pareció no saber qué decir. ¡Cómo la odié! Pensé que era una hipócrita, una basura, una sucia prostituta. Pronto me di cuenta de mi error. Tía Ruth nunca iría a traicionar a su propia hermana. Entonces me acordé de algo que pasó cuando yo todavía estaba en la primaria. Mi maestra, nunca olvidé su nombre, la señorita Hilde. Tenía el pelo rojizo y la nariz puntiaguda. Papá concurrió a la escuela porque ella lo había citado, supongo que para informarle sobre mi rendimiento escolar. Vi cómo hablaban, sin dejar de mirarse a los ojos, vi a ella despedirlo con un largo beso en la mejilla, y entonces presentí que algo estaba mal. No entendía exactamente qué cosa, pero supe que mamá sufriría por ello. (CON HORROR AL OSO) ¿Creés que fue mamá quien lo mató? ¿Por sentirse traicionada? ¿Humillada? (DUDA) Lo he pensado. Por años me atormentó esa idea. Sentía escalofríos al imaginarla poniéndole veneno en la taza de café. Pero no, mi madre era incapaz de matar. Podía herirte sádicamente con sus palabras, pero no matar. (ACARICIA LA CABEZA DEL OSO) Te preguntarás a qué viene ahora torturarme con estos

recuerdos. No lo sé. Desde que me levanté de la cama del comandante, no hago más que pensar en eso.

 

RECOGE AL OSO Y SE INCORPORA. PONE AL OSO SOBRE LA MESA Y ELLA SE SIENTA EN LA SILLA. SACA UN CIGARRILLO Y SE LO PONE EN LA BOCA. BUSCA ENTRE SUS ROPAS. SE ENCOGE DE HOMBROS.

 

ANA: Jn… Me regaló un cigarrillo, pero no un fósforo. (MIRA EL CIGARRILLO) ¿De qué me servís entonces? (MIRA AL OSO) Dicen que el comandante es un hombre muy cruel. Pero no lo fue conmigo. De alguna manera llamé su atención cuando bajé de ese tren, y me hizo llevar a su oficina. “¿Sos judía?”, fue lo primero que me preguntó. “Sí, claro”, reaccioné sin siquiera pensarlo, como un reflejo, o un desafío. No me dio tiempo a reflexionar sobre mi respuesta. Se puso de pie, cigarrillo en mano, y giró a mi alrededor, estudiándome, como quien examina a un caballo de carrera. Ahí me di cuenta de lo mucho que yo le gustaba. “Te equivocás”. Aseguró con voz ronca, cerca de mi oído. “Sos adoptada. Demasiado bella para ser judía. La forma de tu cráneo indica que sos de una pureza racial típicamente aria”. Yo estuve a punto de decirle algo, aun no sé muy bien qué cosa. Él colocó su dedo sobre mis labios, silenciándome, y agregó. “No estás aquí por judía, sino por comunista”. Me sorprendí, claro. “Ni siquiera sé qué es el comunismo”, balbuceé. Él lanzó una risita. “¿Y qué? “, dijo. “Más de un comunista tampoco lo sabe”. Pronto entendí qué significaba todo eso. Höss ya planeaba convertirme en su putita de Birkenau, pero no podía hacerlo con una mujer judía, porque eso sería una flagrante violación a ley racial. Un delito contra la raza aria, mucho más grave al ser cometido por un alto oficial de la SS. En cambio, siendo yo comunista, podía retenerme en el campo haciendo de mí lo que quisiera. Y lo hizo. Me trató como un pedazo de caucho, al que podía pegar y perforar, sin importarle el dolor que causaba. (SE ACERCA AL OSO) Sé lo que estarás pensando, Sigfrid. Como puta la he pasado mucho mejor que esos pobres desgraciados que sufren las inclemencias del frío, solo con un mendrugo de pan diario en la boca. Y que mientras muchos terminan en la cámara de gas, mi único sacrificio consiste en entrar a la cálida cama del comandante, para simular un goce que nunca siento, y que quizás no he sentido en toda mi vida. Tenés razón. Debería estar feliz con mi generosa ración de comida y la intimidad de este cuarto, muy lejos del tifus de los barracones. Debería agradecer a la vida por la porción de suerte que me ha tocado. Pero, ¿sabés qué? Los ojos. Se me clavan en la piel como dardos llenos de ponzoña. El odio en la mirada de los prisioneros que siguen mi paso periódico a la comandancia. Me torturan con su mudo reproche, llamándome traidora. Como a esos puercos que se convierten en capos solo para lamer las botas de los SS, y castigar a su propio pueblo. Me dan miedo, al igual que la sonrisa entre dientes de las sanguinarias guardias del campo de mujeres. Parecieran a la espera de que el comandante se canse de mí, para dedicarse puntillosamente a desgajarme con sus látigos.

 

SE INCORPORA. DA UNOS PASOS. MIRA SU MANO SIN EL ANILLO. LA GIRA.

 

ANA: ¿Por qué te casaste conmigo, Rolf? Dejaste pasar unas pocas semanas de nuestra noche de bodas para no volver a tocarme, y hacerme repetir la desgraciada historia de mi madre. ¿Por qué, Rolf? ¿Por ser yo judía? ¿Te conminaron en el ministerio a abandonarme de a poco? ¿Pendía tu progreso en el nacional-socialismo de dejar atrás la vergüenza de tu matrimonio impuro? No te animaste a decírmelo y dejaste que me marchitara sola. Te casaste conmigo y me negaste la felicidad del matrimonio. Pero no te culpo, Rolf. Tal parece ser la historia de mi vida. Siempre obtengo el cigarrillo, pero nunca un fósforo.

 

SE APAGA LA LUZ. SE ENCIENDE EN ESCENARIO 1.

 

ESCENA: 7

SOLO EL OSO EN LA MESA. ENTRA ANA, MUY TENSA, TAPANDOSE UN OJO CON LA PALMA. SE MIRA EN UN ESPEJO (IMAGINARIO).  SACA LA MANO Y HAY UN MORETON. SUSPIRA. SE SIENTA, CANSADA. MIRA AL OSO.

 

ANA: Sí, volvió a pegarme. (SE APRESURA) Pero no fue su culpa. No debí interpelarlo por haberlo visto desde la ventana, despidiéndose en la esquina de esa chica rubia, con un beso en los labios. ¿Qué podría reprocharle yo? Yo, que carezco del atractivo sexual suficiente para atraerlo a mi cama. No es su culpa permanecer atado a mí. Debe ser una especie de maldición para él. Desde las malditas leyes de Nüremberg ya no soy alemana. Quizás ni siquiera mujer. (PAUSA, ANGUSTIADA) Lo echaron del ministerio por mi causa, por su esposa judía, y desde entonces no hace más que beber. “No dejes que te echen”, le dije. “Divorciate de mí. Repudiame”. Pero él se ha negado, No por amor, claro que no. Sino por su sacrosanta educación católica. Prefiere beber, salir con cuanta prostituta se le cruza y pegarme, que violar esos preceptos religiosos que sus padres le inculcaron a fuego. Si pudiera irme de esta casa, Pero, ¿a dónde? Mi tía Ruth huyó a Buenos Aires. Y mi madre… desde que fue arrestada por la Gestapo no supe más de ella. Sin duda fue denunciada por alguna vecina, quizás por haberla escuchado hablar mal del régimen, o lo que es peor, por ser judía. Le pedí a Rolf que averiguara dónde pudo ser llevada, pero él no quiso involucrarse. (MAL) Me siento sola, muy sola. (MIRA AL OSO. LO AGARRA Y LO ABRAZA) No sé qué sería de mí si no estuvieras, Sigfrid.

 

SE APAGA LA LUZ.

 

ESCENA: 8

ANA SENTADA ABRAZANDO AL OSO CHAMUSCADO.

 

ANA: (AMARGA) Hasta que vinieron por mí. (PAUSA) Eran dos hombres de la Gestapo. Me dieron un minuto para hacer una maleta. Puse toda la ropa que encontré a mano, aunque intuí que sería innecesaria. (MIRA AL OSO) Cuando te agarré para llevarte conmigo, el hombre más joven se burló y quiso arrancarte de mis brazos, pero el otro, mucho mayor, con un inusual reflejo de piedad en su mirada, lo detuvo y me permitió llevarte. Mientras salíamos me pregunté cuál de los vecinos me había denunciado. ¿Quizás el sirviente, a quien Rolf había despedido por ya no poder pagarle? La respuesta la tuve en la puerta de la casa. En ese momento llegaba Rolf, quien sabe de dónde, trayendo a la rubia del brazo. Al verme, él desvió su mirada al piso, mientras que ella exhibía una sonrisa triunfal. (MIRA AL OSO, SE CONMUEVE) Uyyyy… No quise ponerte mal, querido Sigfrid. Alegrate. Corre en todo el campo como reguero de pólvora la gran noticia. Los rusos están cerca, y muy pronto llegarán a Auschwitz. Vamos, alegrate. Vamos a ser liberados. Iremos a Nueva York, donde los judíos son libres de ser lo que quieran ser. O a Buenos Aires, donde según las cartas de tía Ruth, la gente es cálida y amable con los extranjeros. Donde todos tienen una vida feliz, y pasan las horas sentados en los cafés que bullen por toda la ciudad. Alegrate, Sigfrid. ¡Llegan los rusos! ¡Por fin seremos libres!

 

SE APAGA LA LUZ

 

ESCENA: 9

ESCENARIO 1 PERO SOLO CON UN FOCO DE LUZ APUNTANDO A ANA, ACURRUCADA EN EL PISO CON EL OSO CHAMUSCADO. ESTAN ESCONDIDOS.

 

ANA: No debemos hacer ruido, Sigfrid. Los alemanes están huyendo y se llevan a cuanto prisionero pueda caminar. Los arrastrarán por la nieve hasta Berlín, y sabe Dios cuántos llegarán vivos con esta helada. Yo no resistiría una marcha así. Ya sabes que no tolero este frío. Mi cuerpo quedaría congelado a mitad de camino, ¿y vos qué harías sino velar mi muerte hasta que el deshielo te convirtiera en una bola le barro? Mejor nos quedamos bien callados, refugiados en este baño, haciendo caso omiso del llamado de los guardias. Ya pronto deberán irse. Huyen como conejos asustados, los muy cobardes. Se acabaron los gritos, los palazos a mansalva, las burlas y los insultos más degradantes, pero ante todo, ese humo irritante y pegajoso que despedían las cámaras de gas.

 

SE ESTIRA COMO TRATANDO DE OIR AFUERA.

 

ANA: ¿Escuchás? ¿No es el motor de un camión el que se oye, alejándose? ¿Se habrán ido ya? Me pregunto si no hubiera sido mejor irme con ellos. El comandante me hubiese encontrado lugar en algún vehículo, en vez de dejarme caminar a la intemperie. No me saco de la cabeza la advertencia que me hizo Irma Greese, la más sanguinaria de todas las guardias de Auschwitz. Por alguna razón me tomó simpatía, y me aconsejó buenamente que no intentara quedarme. Los rusos notarían que no tengo el cuerpo esquelético de los demás prisioneros, y me tomarían por una de las guardias. Me fusilarían de inmediato, si es que no les diera por violarme antes. Pero no les tengo miedo. Mi abuelo Motl me enseñó algunas palabras en ruso. Me servirán para comunicarme con ellos y decirles que soy comunista. Que la religión es el opio de los pueblos. Y que Lenin es el padre de mis pensamientos. Los saludaría al grito de: ¡Tovarishchi! ¡Tovarishchi! ¡Da zdravstvuyet revolyutsiya! ¡Viva la revolución!

 

SE APAGA LA LUZ.

 

ESCENA: 10

ESCENARIO 2. ANA DUERME SOBRE EL COLCHÓN. TIENE PESADILLAS. GRITA Y SE SIENTA DE GOLPE, AGITADA. EL OSO EN EL PISO.

 

ANA: ¡Sigfrid! ¿Dónde estás? (LO VE, LO RECOGE Y LO ABRAZA) ¡He tenido una pesadilla horrible! Soñé que… yo tenía cuatro años. Mamá se había ido a casa de unas amigas, creo. Como lo hacía a veces. Era de noche y se sentía el viento aullar por las rendijas de la ventana. Yo jugaba con una muñeca. La abrazaba, como hago ahora contigo. Le cantaba una canción en idish, que me había enseñado… no recuerdo quién. Quizás la tía Ruth. En un momento entra papá a mi cuarto. Me mira y me sonríe. Yo dejo la muñeca y corro hacia él. Me alza para que lo abrace del cuello. Siento sus manos fuertes acariciar mi espalda. Me lleva a su dormitorio diciéndome que vamos a jugar. (SU ROSTRO SE TORNA LÍVIDO, SE LEVANTA Y CAMINA DE AQUÍ PARA ALLÁ, MUY TENSA) Cuando me acuesta en su cama, sin soltarme, mi cuerpo se pone duro. No sé por qué, pero quiero que me deje ir, aunque no se lo digo. Empieza a acariciarme, primero la espalda, luego la cola, y sus dedos se agitan como lombrices cuando bajan, y bajan. Me dice cosas que no entiendo, su respiración hace un ruido que no le conocía, cada vez más fuerte, cada vez más fuerte… Hasta que cesa de golpe. De a poco se hace más tranquila y entonces papá me manda a mi cuarto, a jugar con mi muñeca. (ABRAZA FUERTE AL OSO, LE TIEMBLA LA VOZ) No. No fue un sueño. Pasó muchas, muchas veces, Sigfrid. Hasta esa noche. El ruido de su respiración fue atronador, y cuando por fin se detuvo, esta vez, no se hizo más tranquila. Su brazo estuvo largo rato sosteniéndome, sin moverse. Cuando me alcé para verlo, me estrellé contra esos ojos tiesos, muy abiertos, la boca llena de baba. (MUY ANGUSTIADA) Era yo… No la tía Ruth… ni la señorita Hilde… La otra era yo… la basura… la prostituta… la asesina…

 

SE LARGA A LLORAR. SACUDE LA CABEZA COMO QUERIENDO NEGARLO TODO. GRITA DE DOLOR.

 

ANA: ¡Papáaaa! ¡Abrazame hijo de putaaa!

 

DE PRONTO, SE AFERRA A UN RUIDO QUE VIENE DE AFUERA. SE LIMPIA LAS LÁGRIMAS.

 

ANA: ¿Oíste eso, Sigfrid? ¡Caballos! ¡Y ese motor! ¡Parece un tanque! ¡Los rusos! ¡Por fin llegan los rusos para liberarnos! (DEJA AL OSO SOBRE EL COLCHON Y VA A PUERTA. LA ABRE. GRITA ENTUSIASTA) ¡Tovarishchi! ¡Tovarishchi! ¡Da zdravstvuyet revolyutsiya! ¡Da zdravstvuyet Lenin!

 

SE ESCUCHAN DOS DISPAROS. ANA AENTRA TOMANDOSE EL ESTOMAGO, DOLORIDA. CAMINA UNOS PASOS.

 

ANA: Mamá… Mamá… Perdoname, mamá… Yo no quise… Te juro que no quise… (VA CAYENDO AL PISO) ¿Por qué no escucho tu perdón? ¿Por qué no veo tu mano lista para guiarme? ¿Tan fuerte es tu odio? ¿Tanto te han herido? (BUSCA AL OSO SON LA MIRADA. LO VE EN EL COLCHON) Ahí estás, Sigfrid. Siempre has estado. Jamás me sentí sola gracias a vos. (Y ESTIRA EL BRAZO PARA AGARRARLO. LO ABRAZA. MIRA AL TECHO) Mirá... El cielo se está abriendo. Allá vamos los dos. A la luz, o a la oscuridad. No tengo miedo si estás a mi lado. Alegrate, Sigfrid. ¡Somos libres! ¡Por fin somos libres!

 

SU MANO CAE INERTE. SE APAGA LA LUZ. TELÓN.