lunes, 17 de noviembre de 2025

UN RARO CASO DE VÉRTIGO EN EL FÚTBOL

 

                  UN RARO CASO DE VÉRTIGO EN EL FÚTBOL

 

                                                        Por Eduardo Goldman

 

   Dalmasio se detuvo frente a la escalera de salida, que se precipitaba hacia otras escaleras como una catarata seca. La vista empezó a nublarse. Los escalones de cemento semejaban las teclas de un piano manipuladas por un concertista demente. Cerró los ojos para borrar esa apabullante sensación, sólo para hacer más potente el sonido hueco de los pasos, cientos, miles de pasos, que lo esquivaban con resoplidos de fastidio en el urgente camino a casa. Se forzó a levantar los párpados y proseguir bajando, con la mano tintineante sobre la baranda, el paso inseguro, algo torpe, como el que podría dar un elefante en pantuflas.

   Un niño con la camiseta azul y oro bajó corriendo chocando su brazo, haciéndolo tambalear. El hombre de voz ronca, que debía ser su padre, le lanzó un reto, para luego bajar tras el niño sin dirigir la más mínima disculpa a Dalmasio. Y es que la gente estaba de mal humor. Boca había perdido dos a cero contra un humilde equipo de provincia, para colmo en la Bombonera, y eso se reflejaba en una multitud de comentarios negativos hacia los jugadores condimentados con insultos al técnico y al árbitro por igual.

   Finalmente, Dalmasio ganó la calle. Lo embargó una depresión que le nacía en la boca del estómago al ver esos bares típicos de la zona, donde solía festejar los triunfos del equipo con otros fanáticos, en su mayor parte desconocidos, pero con quienes lo hermanaba el amor por la misma divisa. Podía adelantar la entrada a su diminuto departamento en el barrio de Villa Crespo, rejuntar las sobras de su cena anterior, mirarla durante unos minutos y volverla a la heladera. Boquita había perdido. Prohibido encender el televisor. Su plan de adelantar el trabajo para la pequeña agencia publicitaria donde trabajaba online quedó descartado. ¿Cómo podía crear un eslogan sobre la felicidad que procuraba consumir ese jugo ignoto con el ánimo crujiente? Así y todo, abrió su notebook e intentó trabajar, pero no le brotó una sola palabra, la depresión había drenado toda su fuerza creativa. Sacudió la cabeza, sabía que el lunes le esperaba un trabajo a destajo.

   La imagen de su amiga Cuti le cruzó la mente. Recordó que ella le había sugerido algo importante, algo que no alcanzaba a precisar. Se decidió a buscarlo en los wasaps. Una larga lista de irrelevancias, hasta que por fin lo encontró. Ella le escribió: ”Dalmi”, porque lo llamaba cariñosamente de ese modo, “tu problema es que sufrís de vértigo, y no sé si tenés plena conciencia de eso”. Y a continuación le pasó el número de un psicólogo que atendía a una amiga de ella. “Un verdadero genio”, definió. Fue así que al otro día Dalmasio llamó al Licenciado Conteras para solicitar tratamiento.

   -Su nombre es Dalmasio Brótola, ¿verdad? –preguntó el psicólogo abriendo una ficha en su PC.

   -Así es. Brótola, con acento en la primera o.

   Contreras lo miró por sobre sus anteojos.

   -Lo sé –dijo secamente, y prosiguió inquiriendo los datos personales de rigor.

   Dalmasio aprovechó la atención del tipo en el teclado para echarle un buen vistazo. La típica calva cercada por dos franjas laterales de pelos grises y raquíticos, la barba remozada con tintura negra, y un esporádico tic en su ojo izquierdo. Este último detalle le pareció descabellado, pues, no concebía que un psicólogo tuviera tics. Para él era como un podólogo con callos plantales.

   -¿Cuál es el motivo de su consulta? –le disparó Contreras, sin previo aviso.

   -Yo… eh… bueno. Mi amiga Cuti dice que mi problema es el vértigo.

   -¿Y usted qué dice?

   -¿Yo? Y, sí. El vértigo, claro.

   Carrasco entreabrió la boca con intención de informarle que debió ver a un médico psiquiatra, ya que existían muy buenos medicamentos para ese tipo de afecciones. Pero enseguida la cerró. Contaba con muy pocos pacientes y debía pagar la primera cuota del auto.

   -Ha venido al lugar indicado –dijo con una sonrisa beática-. Soy especialista en vértigo.

  -¡Qué  bueno! –exclamó Dalmasio, animado por haber dado en el clavo con el profesional.

  -¿En qué circunstancias experimenta ese vértigo? ¿En las alturas? ¿Viajando en avión? ¿En un ascensor? ¿Mirando la calle desde un balcón?

   -No, no… En realidad, yo…

   -¿Alguno de sus padres sufría de vértigo? ¿O un abuelo? ¿O su perro?

   -¡Mi padre! Mamá me contó que en una época lo sufría. Resulta que él era muy aficionado al ciclismo. Presenciaba cuanta carrera había en Buenos Aires. Hasta que empezó a obsesionarse con las ruedas de las bicicletas, a fijarse en cómo giraban y giraban, y entonces se le nublaba la vista y todo parecía moverse a su alrededor.

   -Hmmm… Entonces lo suyo es hereditario.

   -También mi tío Lucas lo sufría. Le encantaba el café colombiano con mucha azúcar. Pero tuvo que dejarlo, por su salud.

   -¿Tenía diabetes?

   -No, estaba loco. Al menos eso decía la familia. El tío no podía despegar la vista de la cucharita revolviendo el café. Los círculos concéntricos en el brebaje lo atraían, eso afirmaba, que lo atraían al punto de querer arrojarse dentro de la taza, produciéndole un terrible mareo. Su esposa ya no lo aguantaba más.

   -Y claro. Difícil convivir con un hombre tan neurótico.

   -Es que se hartó de sacarle la taza de la cabeza. -Dalmasio tomó una gran bocanada de aire antes de seguir explicando, como si con eso pudiera dejar toda la locura familiar en el pasado-. La cosa empezó a normalizarse cuando papá cambió el ciclismo por las clases de tejido, y mi tío dejó el café por la leche de cabra, light.

   El psicólogo aguzó los ojos preparando su estocada.

   -¿Y usted? –soltó. Gozaba arrinconando a la gente para ir al grano-. Aún no respondió a mi pregunta. ¿En qué circunstancia siente vértigo?

   -¿Yo? Sólo cuando estoy en lo alto de la Bombonera.

   -¿La qué?

   -La Bombonera. La cancha de Boca.

   -¿Boca? ¿De qué habla?

   -Vamos, doctor. Boca Juniors. -Dalmasio lo miraba atónito. ¿Cómo era posible que alguien no conociera a los gloriosos “verdolagas”?- Usted no sabe mucho de fútbol, ¿verdad?

   -Ah. Fútbol. No sé ni me interesa.

   -No me diga que nunca vio un partido.

   -Se lo digo. En mi autorizada opinión, el fútbol es un espectáculo para psicópatas. Pero volvamos a lo suyo. Me dijo que le dan los ataque cuando sube a lo alto del estadio. ¿Cómo es eso?

   -Sencillo. Me ubico en la última fila, en lo más alto de la tribuna. Desde allí se ve panorámicamente el campo de juego. Pero al mirar hacia abajo me mareo y tengo terror a caerme.

   -Disculpe si mi pregunta es ingenua. ¿Por qué no mira el juego desde abajo?

   -Desde abajo me aburro. Necesito le emoción del vértigo.

   Carrasco lo observó un instante, acelerando la producción de tics en su ojo izquierdo. Luego anotó algo en la computadora sacudiendo la cabeza.

   -Déjeme explicarle –se avino Dalmasio, antes que al psicólogo le diera por solicitar un chaleco de fuerza-. Le decía que a mí me da terror la altura de la tribuna, al punto que miro el juego de reojo, agarrándome del asiento por temor a caerme. Pero todo cambia cada vez que Boquita conquista un gol. Entonces lo grito eufórico junto con todos los fanáticos que están alrededor. Saltamos, cantamos y hasta me abrazo con desconocidos enfervorizados por el festejo.

   Dalmasio detuvo su relato sonriendo, como si se tomara unos instantes para evocar escenas gratificantes.

   -Se abraza con los otros chiflados –se impacientó Contreras-. ¿Y?

   -Al sentir el abrazo, el vértigo desaparece. Me siento… no sé… protegido.

   -Suena a déficit infantil de abrazo paterno –especuló el psicólogo.

   -Puede ser –aceptó Dalmasio, aún ensoñado-. Entonces me agarran ganas de volar.

  -¿Volar?

   -De lanzarme tribuna abajo con la seguridad de que miles de manos amortiguarán mi caída, y me alzarán para conducirme a un paseo triunfal.

   La boca de Contreras se abrió con desmesura. Su tic en el ojo izquierdo pareció competir en una carrera de Fórmula 1.

   -Oiga… -balbuceó; sus pocos cabellos se habían pegoteado debido a una violenta sudoración-. No estará hablando en serio, ¿verdad? Eso de lanzarse al vacío. Es… muy malo para la salud.

   -Lo sé. Pero es lo que siento.

   El terapeuta entró en pánico. No ignoraba los problemas en que se metería si un paciente se suicidaba estando bajo su tratamiento, así que decidió despacharlo hacia otro lado.

   -Mire… –prologó, tragando un litro de saliva-. Claro que me encantaría atenderlo, usted me cae re simpático. Pero por una cuestión de ética profesional debo derivarlo a un psiquiatra. Usted necesita medicamentos que lo ayuden a vencer ese vértigo.

   Dalmasio dejó caer los brazos a los costados de su silla. Después de haberse animado a relatar sus fantasías se sintió rechazado, abandonado por la decisión del terapeuta.

   -Entonces… ¿no va a atenderme? –dijo, con un nudo en la garganta.

  -N… no. No sería correcto de mi parte. Le voy a recomendar un médico psiquiatra. Y le doy un buen consejo. Deje de ir a los estadios. Mire el fútbol por televisión. O mejor aún, olvídese del fútbol. Es un juego estúpido, sólo apto para idiotas o fracasados.

   Finalmente, Dalmasio no llamó al psiquiatra. Estaba demasiado resentido con Contreras como para seguir sus consejos. Aunque por un tiempo tuvo miedo de concurrir al estadio, lo que le causaba una fuerte sensación de vacuidad. Ya nada tenía sentido para él. Se sintió solo, perdido y sin esperanza. Hasta que su buena amiga Cuti le hizo esta observación: “Dalmi, me doy cuenta de que tu mayor problema, más que el vértigo, es la depresión en que entrás cuando pierde Boca. Dejá de angustiarte por eso. Al fin y al cabo, no te sucede nada que no le pase a todo el mundo. Cuando las cosas salen bien lo festejamos, y cuando van mal nos deprimimos. Andá a la cancha y divertite. Y tomate con calma el momento de pasarla mal”.

   Animado por estas palabras, Dalmasio volvió a los estadios. Y disfrutó mucho más de su vértigo con los consiguientes abrazos. Y la depresión, al permitirse sentirla a pleno, ya no fue tan poderosa. La gran felicidad para él fue la decisión de viajar a los Estados Unidos para presenciar los partidos de Argentina en el Mundial de Fútbol.

   Ya en el estadio mundialista, se ubicó en la butaca más alta que pudo conseguir. Miró a su alrededor. Estaba lleno de fanáticos con la camiseta albiceleste. Y a pesar de que ya empezaba a tener síntomas de vértigo, lo confortó saber que contaba con mucha gente para abrazarse en cuanto el equipo de Scaloni metiera el primer gol.

   Los jugadores salieron al campo de juego. La apoteosis en ese sector del estadio. Luego, Dalmasio acompañó el coro del Himno Nacional a pura emoción. Fue en ese momento que le pareció escuchar muy cerca una voz familiar, algo desafinada. Su cabeza giró como un relámpago, solo para descubrir algo que le llevó minutos entender, discernir si lo que veía era verdad o el fruto de su febril imaginación. A pocos metros se hallaba el psicólogo Contreras, con una camiseta de la selección y los colores de la bandera pintados en ambas mejillas. Su fallido terapeuta también se sorprendió al verlo, y tuvo necesidad de explicarle a qué se debía ese cambio copernicano que había realizado.

   -Es que… -comenzó el psicólogo, titubeante, su cara tiñiéndose de colorado- después de escuchar su pasión por el fútbol… quise comprender de qué se trataba. Por una curiosidad científica, se entiende. Y descubrí que me encantaba, y que al subir a lo alto de la tribuna experimentaba el mismo vértigo que usted, y el mismo alivio al ser abrazado. ¡Y me sentí vivo por primera vez en mi vida!

   A partir de ese momento ambos miraron los siguientes partidos juntos, espiando las incidencias del juego, de reojo, para no ser dominados por el vértigo, abrazándose entre ellos en el festejo de cada gol, felices, seguros de que no iban a lanzarse al vacío por la absurda fantasía de que miles de manos irían a amortiguar el golpe.

   Un simposio de psicólogos que estudió el caso concluyó en que ambos estaban psicóticos. Pero, ¿qué sabían ellos? La vida es demasiado corta, por demás complicada, y cada uno debe afrontarla a su manera. Al fin y al cabo, la única verdad se resume en el título de una canción de Joan Manuel Serrat: Cada loco con su tema.