UN RARO CASO DE
VÉRTIGO EN EL FÚTBOL
Por Eduardo Goldman
Dalmasio se detuvo frente a la escalera de
salida, que se precipitaba hacia otras escaleras como una catarata seca. La
vista empezó a nublarse. Los escalones de cemento semejaban las teclas de un
piano manipuladas por un concertista demente. Cerró los ojos para borrar esa
apabullante sensación, sólo para hacer más potente el sonido hueco de los
pasos, cientos, miles de pasos, que lo esquivaban con resoplidos de fastidio en
el urgente camino a casa. Se forzó a levantar los párpados y proseguir bajando,
con la mano tintineante sobre la baranda, el paso inseguro, algo torpe, como el
que podría dar un elefante en pantuflas.
Un niño con la camiseta azul y oro bajó
corriendo chocando su brazo, haciéndolo tambalear. El hombre de voz ronca, que
debía ser su padre, le lanzó un reto, para luego bajar tras el niño sin dirigir
la más mínima disculpa a Dalmasio. Y es que la gente estaba de mal humor. Boca había
perdido dos a cero contra un humilde equipo de provincia, para colmo en la
Bombonera, y eso se reflejaba en una multitud de comentarios negativos hacia
los jugadores condimentados con insultos al técnico y al árbitro por igual.
Finalmente, Dalmasio ganó la calle. Lo
embargó una depresión que le nacía en la boca del estómago al ver esos bares
típicos de la zona, donde solía festejar los triunfos del equipo con otros
fanáticos, en su mayor parte desconocidos, pero con quienes lo hermanaba el
amor por la misma divisa. Podía adelantar la entrada a su diminuto departamento
en el barrio de Villa Crespo, rejuntar las sobras de su cena anterior, mirarla durante
unos minutos y volverla a la heladera. Boquita había perdido. Prohibido
encender el televisor. Su plan de adelantar el trabajo para la pequeña agencia
publicitaria donde trabajaba online quedó descartado. ¿Cómo podía crear un
eslogan sobre la felicidad que procuraba consumir ese jugo ignoto con el ánimo
crujiente? Así y todo, abrió su notebook e intentó trabajar, pero no le brotó
una sola palabra, la depresión había drenado toda su fuerza creativa. Sacudió
la cabeza, sabía que el lunes le esperaba un trabajo a destajo.
La imagen de su amiga Cuti le cruzó la
mente. Recordó que ella le había sugerido algo importante, algo que no
alcanzaba a precisar. Se decidió a buscarlo en los wasaps. Una larga lista de irrelevancias,
hasta que por fin lo encontró. Ella le escribió: ”Dalmi”, porque lo llamaba cariñosamente
de ese modo, “tu problema es que sufrís de vértigo, y no sé si tenés plena
conciencia de eso”. Y a continuación le pasó el número de un psicólogo que
atendía a una amiga de ella. “Un verdadero genio”, definió. Fue así que al otro
día Dalmasio llamó al Licenciado Conteras para solicitar tratamiento.
-Su nombre es Dalmasio Brótola, ¿verdad?
–preguntó el psicólogo abriendo una ficha en su PC.
-Así es. Brótola, con acento en la primera
o.
Contreras lo miró por sobre sus anteojos.
-Lo sé –dijo secamente, y prosiguió
inquiriendo los datos personales de rigor.
Dalmasio aprovechó la atención del tipo en
el teclado para echarle un buen vistazo. La típica calva cercada por dos
franjas laterales de pelos grises y raquíticos, la barba remozada con tintura
negra, y un esporádico tic en su ojo izquierdo. Este último detalle le pareció
descabellado, pues, no concebía que un psicólogo tuviera tics. Para él era como
un podólogo con callos plantales.
-¿Cuál es el motivo de su consulta? –le
disparó Contreras, sin previo aviso.
-Yo… eh… bueno. Mi amiga Cuti dice que mi
problema es el vértigo.
-¿Y usted qué dice?
-¿Yo? Y, sí. El vértigo, claro.
Carrasco entreabrió la boca con intención de
informarle que debió ver a un médico psiquiatra, ya que existían muy buenos
medicamentos para ese tipo de afecciones. Pero enseguida la cerró. Contaba con
muy pocos pacientes y debía pagar la primera cuota del auto.
-Ha venido al lugar indicado –dijo con una
sonrisa beática-. Soy especialista en vértigo.
-¡Qué
bueno! –exclamó Dalmasio, animado por haber dado en el clavo con el
profesional.
-¿En qué circunstancias experimenta ese
vértigo? ¿En las alturas? ¿Viajando en avión? ¿En un ascensor? ¿Mirando la
calle desde un balcón?
-No, no… En realidad, yo…
-¿Alguno de sus padres sufría de vértigo? ¿O
un abuelo? ¿O su perro?
-¡Mi padre! Mamá me contó que en una época
lo sufría. Resulta que él era muy aficionado al ciclismo. Presenciaba cuanta
carrera había en Buenos Aires. Hasta que empezó a obsesionarse con las ruedas
de las bicicletas, a fijarse en cómo giraban y giraban, y entonces se le
nublaba la vista y todo parecía moverse a su alrededor.
-Hmmm… Entonces lo suyo es hereditario.
-También mi tío Lucas lo sufría. Le
encantaba el café colombiano con mucha azúcar. Pero tuvo que dejarlo, por su
salud.
-¿Tenía diabetes?
-No, estaba loco. Al menos eso decía la
familia. El tío no podía despegar la vista de la cucharita revolviendo el café.
Los círculos concéntricos en el brebaje lo atraían, eso afirmaba, que lo
atraían al punto de querer arrojarse dentro de la taza, produciéndole un
terrible mareo. Su esposa ya no lo aguantaba más.
-Y claro. Difícil convivir con un hombre tan
neurótico.
-Es que se hartó de sacarle la taza de la
cabeza. -Dalmasio tomó una gran bocanada de aire antes de seguir explicando,
como si con eso pudiera dejar toda la locura familiar en el pasado-. La cosa
empezó a normalizarse cuando papá cambió el ciclismo por las clases de tejido,
y mi tío dejó el café por la leche de cabra, light.
El psicólogo aguzó los ojos preparando su
estocada.
-¿Y usted? –soltó. Gozaba arrinconando a la
gente para ir al grano-. Aún no respondió a mi pregunta. ¿En qué circunstancia
siente vértigo?
-¿Yo? Sólo cuando estoy en lo alto de la
Bombonera.
-¿La qué?
-La Bombonera. La cancha de Boca.
-¿Boca? ¿De qué habla?
-Vamos, doctor. Boca Juniors. -Dalmasio lo
miraba atónito. ¿Cómo era posible que alguien no conociera a los gloriosos
“verdolagas”?- Usted no sabe mucho de fútbol, ¿verdad?
-Ah. Fútbol. No sé ni me interesa.
-No me diga que nunca vio un partido.
-Se lo digo. En mi autorizada opinión, el
fútbol es un espectáculo para psicópatas. Pero volvamos a lo suyo. Me dijo que
le dan los ataque cuando sube a lo alto del estadio. ¿Cómo es eso?
-Sencillo. Me ubico en la última fila, en lo
más alto de la tribuna. Desde allí se ve panorámicamente el campo de juego.
Pero al mirar hacia abajo me mareo y tengo terror a caerme.
-Disculpe si mi pregunta es ingenua. ¿Por
qué no mira el juego desde abajo?
-Desde abajo me aburro. Necesito le emoción
del vértigo.
Carrasco lo observó un instante, acelerando
la producción de tics en su ojo izquierdo. Luego anotó algo en la computadora
sacudiendo la cabeza.
-Déjeme explicarle –se avino Dalmasio, antes
que al psicólogo le diera por solicitar un chaleco de fuerza-. Le decía que a
mí me da terror la altura de la tribuna, al punto que miro el juego de reojo,
agarrándome del asiento por temor a caerme. Pero todo cambia cada vez que Boquita
conquista un gol. Entonces lo grito eufórico junto con todos los fanáticos que
están alrededor. Saltamos, cantamos y hasta me abrazo con desconocidos enfervorizados
por el festejo.
Dalmasio detuvo su relato sonriendo, como si
se tomara unos instantes para evocar escenas gratificantes.
-Se abraza con los otros chiflados –se impacientó
Contreras-. ¿Y?
-Al sentir el abrazo, el vértigo desaparece.
Me siento… no sé… protegido.
-Suena a déficit infantil de abrazo paterno
–especuló el psicólogo.
-Puede
ser –aceptó Dalmasio, aún ensoñado-. Entonces me agarran ganas de volar.
-¿Volar?
-De lanzarme tribuna abajo con la seguridad
de que miles de manos amortiguarán mi caída, y me alzarán para conducirme a un
paseo triunfal.
La boca de Contreras se abrió con desmesura.
Su tic en el ojo izquierdo pareció competir en una carrera de Fórmula 1.
-Oiga… -balbuceó; sus pocos cabellos se
habían pegoteado debido a una violenta sudoración-. No estará hablando en
serio, ¿verdad? Eso de lanzarse al vacío. Es… muy malo para la salud.
-Lo sé. Pero es lo que siento.
El terapeuta entró en pánico. No ignoraba
los problemas en que se metería si un paciente se suicidaba estando bajo su
tratamiento, así que decidió despacharlo hacia otro lado.
-Mire… –prologó, tragando un litro de
saliva-. Claro que me encantaría atenderlo, usted me cae re simpático. Pero por
una cuestión de ética profesional debo derivarlo a un psiquiatra. Usted
necesita medicamentos que lo ayuden a vencer ese vértigo.
Dalmasio dejó caer los brazos a los costados
de su silla. Después de haberse animado a relatar sus fantasías se sintió
rechazado, abandonado por la decisión del terapeuta.
-Entonces… ¿no va a atenderme? –dijo, con un
nudo en la garganta.
-N… no. No sería correcto de mi parte. Le voy
a recomendar un médico psiquiatra. Y le doy un buen consejo. Deje de ir a los
estadios. Mire el fútbol por televisión. O mejor aún, olvídese del fútbol. Es
un juego estúpido, sólo apto para idiotas o fracasados.
Finalmente, Dalmasio no llamó al psiquiatra.
Estaba demasiado resentido con Contreras como para seguir sus consejos. Aunque
por un tiempo tuvo miedo de concurrir al estadio, lo que le causaba una fuerte
sensación de vacuidad. Ya nada tenía sentido para él. Se sintió solo, perdido y
sin esperanza. Hasta que su buena amiga Cuti le hizo esta observación: “Dalmi,
me doy cuenta de que tu mayor problema, más que el vértigo, es la depresión en
que entrás cuando pierde Boca. Dejá de angustiarte por eso. Al fin y al cabo,
no te sucede nada que no le pase a todo el mundo. Cuando las cosas salen bien
lo festejamos, y cuando van mal nos deprimimos. Andá a la cancha y divertite. Y
tomate con calma el momento de pasarla mal”.
Animado por estas palabras, Dalmasio volvió
a los estadios. Y disfrutó mucho más de su vértigo con los consiguientes
abrazos. Y la depresión, al permitirse sentirla a pleno, ya no fue tan
poderosa. La gran felicidad para él fue la decisión de viajar a los Estados
Unidos para presenciar los partidos de Argentina en el Mundial de Fútbol.
Ya en el estadio mundialista, se ubicó en la
butaca más alta que pudo conseguir. Miró a su alrededor. Estaba lleno de fanáticos
con la camiseta albiceleste. Y a pesar de que ya empezaba a tener síntomas de
vértigo, lo confortó saber que contaba con mucha gente para abrazarse en cuanto
el equipo de Scaloni metiera el primer gol.
Los jugadores salieron al campo de juego. La
apoteosis en ese sector del estadio. Luego, Dalmasio acompañó el coro del Himno
Nacional a pura emoción. Fue en ese momento que le pareció escuchar muy cerca una
voz familiar, algo desafinada. Su cabeza giró como un relámpago, solo para descubrir
algo que le llevó minutos entender, discernir si lo que veía era verdad o el
fruto de su febril imaginación. A pocos metros se hallaba el psicólogo
Contreras, con una camiseta de la selección y los colores de la bandera
pintados en ambas mejillas. Su fallido terapeuta también se sorprendió al
verlo, y tuvo necesidad de explicarle a qué se debía ese cambio copernicano que
había realizado.
-Es que… -comenzó el psicólogo, titubeante,
su cara tiñiéndose de colorado- después de escuchar su pasión por el fútbol…
quise comprender de qué se trataba. Por una curiosidad científica, se entiende.
Y descubrí que me encantaba, y que al subir a lo alto de la tribuna
experimentaba el mismo vértigo que usted, y el mismo alivio al ser abrazado. ¡Y
me sentí vivo por primera vez en mi vida!
A partir de ese momento ambos miraron los
siguientes partidos juntos, espiando las incidencias del juego, de reojo, para
no ser dominados por el vértigo, abrazándose entre ellos en el festejo de cada
gol, felices, seguros de que no iban a lanzarse al vacío por la absurda fantasía
de que miles de manos irían a amortiguar el golpe.
Un simposio de psicólogos que estudió el
caso concluyó en que ambos estaban psicóticos. Pero, ¿qué sabían ellos? La vida
es demasiado corta, por demás complicada, y cada uno debe afrontarla a su
manera. Al fin y al cabo, la única verdad se resume en el título de una canción
de Joan Manuel Serrat: Cada loco con su tema.