Recuerdo que al salir del colegio corría hasta mi casa y, aprovechando que los viejos casi nunca estaban, me tendía sobre la alfombra del living para dar rienda suelta a mi desbocada, afiebrada imaginación. Lo curioso, lo tierno y curioso, es que no me daba por fantasear orgías ni adulterios ni violaciones. No. Lo mío era una historia de amor, una historia donde la protagonista era nada menos que Brigitte Bardot, la gran diosa del cine francés.
La trama se repetía como
estampada en celuloide: yo era un joven turista argentino que recorría París;
caminaba por la veredita que bordea la orilla derecha del Sena, y al llegar a
la altura del Pont des invalides (había aprovechado las clases de geografía
para dotar a mi historia de un máximo de realismo), digo que a la altura de ese
conocido puente se detenía junto a mí un imponente Cadillac negro. Yo lo miraba
fingiendo sorpresa, simulando curiosidad por saber quién viajaba en su
interior. Hasta que el vidrio polarizado de la ventanilla trasera empezaba a
bajar con misteriosa lentitud, y poco a poco se descubría el rostro de ella.
Hermosa. Tan deslumbrante como en sus películas. Con sus ojazos color Francia.
-¿Qué haces aquí, tan solo,
jovencito? –me preguntaba B.B.
-Esperándote –era mi invariable
respuesta, que había aprendido de una vieja telenovela.
-¿Quieres subir, mon cheri?
Ella abría la puerta. Yo entraba
para acomodarme en el mullido asiento, muy cerca de sus mullidos pechos.
Brigitte accionaba una botonera sobre su puerta y un vidrio opaco emergía del
respaldo delantero aislándonos del chofer.
-Ahora estamos solos –decía
ella, sacando de no sé dónde dos copas heladas que desbordaban champagne.
Después de beber, ella me
besaba los labios, hurgándome la comisura con su lengua; luego se bajaba un
bretel del vestido negro con una sonrisa felina, para enseguida improvisar un
lujurioso streap-tease dedicado a mí. Entonces la temperatura subía, parecíamos
arder, nos tocábamos, nos sentíamos, y por fin, hacíamos el amor mientras el
Cadillac atravesaba a todo orgasmo la arquitectura gloriosa del Arco del
Triunfo.
Al paso de los años fui
abandonando esa fantasía, como quien empieza a olvidar a su primera novia.
Conocí chicas, me enamoré y terminé casándome para formar una familia. De
Brigitte no me quedaba ni el recuerdo. Era lógico, cuando uno se sume en el
loquero del trabajo y las horas extras para pagar el televisor, el equipo de
música, la computadora, el aire acondicionado, las cuotas del coche, etc. etc.
etc., bueno, cuando uno entra en la rueda de lo que todos suponen es vivir, ya
no queda tiempo para los recuerdos. Ni siquiera para Brigitte.
Sin embargo, algo sucedió hace
tres o cuatro noches. Mi esposa y mis hijos salieron rumbo a una celebración
familiar a la que me excusé de ir, y quedé solo, como cuando era jovencito y
volvía corriendo del colegio, la casa desierta, la más sexi de mis fantasías. Y
sin siquiera proponérmelo, con los nervios de quien va a reencontrarse con su
primer amor, me tendí sobre la alfombra y cerré los ojos, respiré agitadamente,
deseándolo con fuerza. Hasta que una vez más me encontré caminando por la
orilla del Sena. Una vez más alcanzaba el Pont des Invalides, mi viejo y
olvidado puente. Busqué ansioso en la calle. Ahí estaba, como después de una
larga espera: el Cadillac negro. El vidrio de la ventanilla bajando poco a
poco. El rostro de ella, quizás no tan joven como antes, pero eternamente
hermoso. Con esos ojazos llenos de ciudad luz.
-Veo que has crecido, mon cheri
–fue lo primero que dijo Brigitte.
-Ahora soy un hombre –respondí
haciéndome el recio.
-Ha pasado mucho tiempo –suspiró
ella.
-Es cierto. ¿Me dejás entrar?
-No.
La miré sin entender.
-¿Cómo que no? Se supone que yo
ahora entro, bebemos champagne y hacemos el amor.
-No puedo, mon cheri. Estoy con
el período.
-¿Qué período? Los sueños no
tienen período.
-Pero yo no soy un sueño, sino
una mujer con la que sueñas.
Fue entonces que perdí la
paciencia.
-¡No me vengas con eso! ¡Aquí se
hace lo que yo quiero! ¡Esta es mi fantasía!
-Te equivocas. Es nuestra fantasía.
-¿Cómo que nuestra?
Brigitte se pasó una mano por
el cabello, delicada, tímidamente sensual, deslizando una onda rubia que había
empezado a inquietarle la frente. Luego me miró, como quien se mira en un
espejo.
-Hace mucho tiempo –pareció
evocar-, cuando tú me soñabas a mí, yo te soñaba a ti –su mirada se fue deslizando
hacia el río-. En ese entonces mi trabajo de actriz, o peor aún, de estrella,
era tan agobiante que no podía o no quería soportarlo. Necesitaba un escape,
una fantasía. Y en esa fantasía siempre hacía el amor con un jovencito
extranjero –de nuevo sus ojos, ahora cálidos-. Ese jovencito eras tú.
Yo casi no podía creerlo.
¿Brigitte Bardot? ¿La gran B.B. soñando conmigo?
-Pero... entonces –titubeé-. Eso
quiere decir que... ¿vos también?
-Yo también.
-¿Me soñaste?
-Y fue hermoso.
-¡Es fantástico! ¡No puedo creerlo!
¡Entonces no es puro delirio! ¡Realmente tenemos un romance!
Ella se puso seria.
-Tuvimos –buscó aclarar-. Hace
tiempo que lo nuestro ha terminado.
Pero las pérdidas nunca habían
sido mi fuerte.
-¿Cómo que terminado? –protesté-.
¡Yo no quiero que se termine! ¿Por qué tiene que terminar?
-Porque ya no estoy para estos
trotes, mon cheri. Hacer el amor en un coche me hace doler la cintura. Ya no
somos jóvenes.
-¡Pero seguís siendo la mujer
más hermosa del mundo! Vamos... –insistí, o supliqué-. ¡Una vez más! ¡Aunque
sea por última vez!
Hizo un gesto de impaciencia
que terminó en un mohín tierno; en seguida uno de sus finos dedos vino a
apoyarse sobre mis labios, como pidiéndome cordura.
-Ya no me necesitas –susurró.
-¡Sí que te necesito! ¡Te
necesito! ¡Me diste los momentos más ardientes de mi vida! Yo con vos... sentí
lo que nunca voy a sentir con ninguna otra mujer.
-Te equivocas otra vez –dijo,
usando un tono muy suave, casi maternal-. Lo que sentiste por mí no es más que
tu propio deseo.
-¿De qué hablás?
-Es tu sentimiento, y lo puedes sentir otra vez, en cualquier instante,
con quien lo desees –hizo un gesto entre pícaro y dulzón-. Aún con tu esposa
-añadió.
-No exageres.
-Es la verdad. Si tan sólo te lo
permitieras.
Presentí algo de cierto en todo
aquello. Pero una parte de mí aún se sentía herida, rechazada.
-Y si no querés hacer el amor
conmigo... –dije, resentido-. Entonces... ¿a qué viniste?
Brigitte me buscó los ojos y
sonrió con tristeza.
-A saludar a un viejo amigo, mon
cheri –extendió la mano hasta mi cara y, atrayéndola, me besó en los labios a
manera de adiós-. Realmente... veo que has crecido –suspiró, dejando que la
ventanilla subiese hasta reflejar mi propia desolada imagen. Luego el Cadillac
inició su marcha para perderse lentamente en la bruma parisina.
Imaginé a Brigitte una vez más,
recostada en el mullido y solitario asiento del coche, con una copa de
champagne a medio tomar, su mirada melancólica sobre las calles de París. “Veo
que has crecido”, me había dicho. Y supe que ya nunca la volvería a ver.